“Te ganarás
el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la
cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.”
El 30 de abril de 2015,
víspera del Día del Trabajador, Miguel propuso en nuestra mesa una pregunta
¨sencilla¨: ¿Qué es el trabajo?
La fecha, cercana a la
conmemoración de los mártires de Chicago, parecía propicia para detenernos y
pensar. Entre risas y recuerdos, la pregunta empezó a desplegarse como un hilo
invisible entre las tazas de café. Se habló de los “haraganes” —siempre los
otros, claro—, de los que nunca le dan trabajo a nadie, y de aquellos que
trabajan tanto que parecen no tener tiempo para sí mismos.
Eduardo, con su ironía
característica, rompió el hielo: Mi padre fue un hombre activo, trabajó desde
joven, incluso jugó en la primera de Boca Unidos. Creo que toda esa energía
previa a mi nacimiento me dejó un cansancio cuasi genético. Las risas fueron
inevitables, pero su comentario dejó flotando una idea profunda: el trabajo
como herencia, como una fuerza cultural y corporal que se transmite, más
allá de la biología.
Guillermo sostuvo que él
podía “trabajar con gusto”. Arturo, en cambio, fue tajante:
—¡El trabajo es un castigo! . Su sentencia nos devolvió al origen bíblico: el
trabajo como consecuencia de una caída, como pena impuesta por haber probado el
fruto del conocimiento. En esa lectura ancestral, trabajar era pagar el precio
de la conciencia.
Sin embargo, algo cambió con el tiempo. Cuando el trabajo dejó de ser
solo fatiga y se volvió creación, el ser humano comenzó a participar
activamente en la transformación del mundo. Trabajar ya no fue solo sobrevivir,
sino afirmarse frente al caos: poner forma, ritmo y sentido donde antes
había pura materia.
Miguel recordó entonces una frase de un contador:
—En economía, el trabajo es costo.
Alguien replicó:
—Y también es dignidad.
Ese contrapunto marcó un silencio. Las personas que no pueden trabajar
—por exclusión, enfermedad o invisibilidad social— suelen sentirse menos por la
pérdida de ingresos, y más por la pérdida de reconocimiento. Trabajar es
ser parte del mundo. Escribir, sembrar, enseñar, reparar, cuidar o
construir son modos distintos de decir: “aquí estoy”.
La dignidad del trabajo no proviene del esfuerzo físico ni del resultado
económico, sino de la posibilidad de verse reflejado en lo que uno hace.
Cuando eso se rompe, sobreviene lo que Marx llamó alienación: el
trabajador ya no se reconoce en su obra.
Aunque el trabajo acompaña al ser humano desde sus orígenes, pocas
palabras tan comunes esconden una raíz tan profunda. Como decía Eduardo
Galeano citando a J. Wagenberg en su búsqueda de las raíces fundamentales , las
palabras cotidianas suelen ser “ventanas a lo invisible”, pero raramente nos
detenemos a mirar a través de ellas. 
Trabajo es una de esas palabras. Se pronuncia a
diario, pero casi nunca  solemos indagar
en sus raíces filosóficas, religiosas o físicas, como si se tratara de
un hecho puramente instrumental, una rutina inevitable. Sin embargo, bajo su
aparente trivialidad, el trabajo toca los cimientos mismos de lo humano: La
energía, el sentido, la creación, la culpa y la dignidad.
En una de nuestras últimas
charlas, Carlos recordó que desde la física el trabajo se
define como el producto entre una fuerza y un desplazamiento. Su explicación
fue precisa, pero dejó abierta una intuición: porque detrás de esa definición
exacta late una historia más compleja —la del esfuerzo, el castigo, la
transformación y la conciencia— que atraviesa siglos de pensamiento y de
experiencia. Fue a partir de esa conversación que retome esa vieja escena,
ocurrida una década atrás, en una tarde de café.
Valor,
precio y sentido
Desde una mirada concreta, el trabajo
transforma una materia en producto. En ese proceso se articulan tres elementos:
materia prima, medios de producción y fuerza de trabajo. Esta última no es
otra cosa que energía humana: física, mental, emocional. Pero el núcleo
del trabajo no está sólo en el movimiento de esa energía, sino en la relación
entre valor, precio y sentido.
En
economía, se dice que: Valor ≥ Precio > Costo.
El productor busca que el precio refleje su
esfuerzo; el consumidor, que el valor percibido justifique el pago. Pero detrás
de las fórmulas y balances emerge una pregunta filosófica: ¿de dónde proviene
el valor?
Spinoza lo dijo con precisión: “No
valoremos las cosas porque sean buenas; son buenas porque las valoramos.”  El valor
nace del acto de valorar: de atribuir sentido. Así, el trabajo no solo
produce bienes; produce mundo. Trabajar es valorar activamente la
realidad.
Desde la
física: energía, dirección y transformación
Como recordó Carlos, en física el trabajo
tiene una definición exacta: 
Trabajo (W)
= Fuerza (F) × Desplazamiento (d) × cos(θ)
Es decir: el trabajo es energía que actúa con dirección. Podemos
ejercer una fuerza enorme sin mover nada —como cuando empujamos una pared—,
pero sólo hay trabajo cuando la energía transforma algo.
Si lo trasladamos al plano humano, trabajamos verdaderamente cuando
nuestro esfuerzo produce desplazamiento, cuando algo —fuera o dentro de
nosotros— cambia de lugar. Una vida llena de esfuerzo sin dirección sería como
aplicar fuerza sin movimiento: energía sin transformación.
Desde esta perspectiva, el
trabajo humano se vuelve una forma de energía organizada, un modo de
convertir el caos en estructura, la posibilidad en realidad. Cada obra, cada
idea, cada cultivo o herramienta es una pequeña negación de la entropía, una
chispa que resiste el desorden natural del universo.
Comunicación, intercambio y trascendencia
Propuse sumar tres palabras
que creo condensan la esencia del trabajo: comunicación, intercambio y
trascendencia. Comunicación, porque todo trabajo expresa algo: una
intención, una forma, una huella. Intercambio, porque ningún trabajo
tiene sentido sin otro que lo reciba, lo use o lo interprete. Trascendencia,
porque lo hecho permanece y nos continúa más allá del instante.
Adenda
 ¨Cuando te hagas mayor puede que no tengas
empleo¨, así comienza el capítulo sobre trabajo N.Y.Harar dicen que los humanos tenemos dos capacidades;  la física y la cognitiva, que competíamos
humanos y máquinas y que de esa lucha surgieron nuevos servicios, pero hoy la IA
conoce nuestras capacidades y emociones y que no tenemos una tercera capacidad.
La tecnología descubrió que las elecciones que tomamos no resultan de un
misterioso libre albedrio, sino del trabajo de millones de neuronas que
calculan probabilidades en fracciones de segundo, que la ¨intuición  es reconocimiento de patrones¨. 
Nuestros
algoritmos cerebrales se basan en ensayo error, en atajos y circuitos
anticuados adaptados a la sabana africana y no a la jungla urbana. Asegura  que la amenaza de la perdida de trabajo es la
combinación de la infotecnologia y biotecnología, capacidades que se potencian
con conectividad y actualización ordenadores en red. Harari postula; ¨lo
que se debe proteger es al ser humano no a los puestos de trabajo¨, porque
es probable que poco se libre en el futuro de la automatización.
Por eso la idea de tener
un puesto de trabajo de por vida es totalmente arcaica,  el modelo en que se iba
a la universidad y se vivía  hasta la
jubilación es inefectivo .Los cambios radicales suceden y sucederán.
Epílogo: del sudor al sentido
Hablar del trabajo es abrir
una ¨ventana¨ que nos permite entrar a raíces insospechadas en lo
cotidiano,  porque  es un territorio compartido por muchas
disciplinas: la economía, la filosofía, la ética, la psicología, la física.
Cada una ilumina una parte, pero todas coinciden en algo esencial: trabajar
es participar de la realidad.
Lo cual permite además que
el relato bíblico del Génesis pueda releerse desde otra mirada: el “Te ganarás
el pan con el sudor de tu frente” no como castigo, sino como invitación a la
conciencia. El pan es el símbolo del sentido que construimos al transformar
la materia en significado. Porque, en definitiva, trabajar es dejar una marca
en el polvo del que venimos y al que volveremos. Y en esa huella —el más humano
de los gestos— encontramos no solo supervivencia, sino también sentido.
El trabajo nos separó del paraíso, pero también nos
dio la posibilidad de recrearlo, con las manos, la mente y la energía.
                                                                                                         
(Génesis 3:19)