lunes, noviembre 03, 2025

TRABAJO

  

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“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.”

El 30 de abril de 2015, víspera del Día del Trabajador, Miguel propuso en nuestra mesa una pregunta ¨sencilla¨: ¿Qué es el trabajo?

La fecha, cercana a la conmemoración de los mártires de Chicago, parecía propicia para detenernos y pensar. Entre risas y recuerdos, la pregunta empezó a desplegarse como un hilo invisible entre las tazas de café. Se habló de los “haraganes” —siempre los otros, claro—, de los que nunca le dan trabajo a nadie, y de aquellos que trabajan tanto que parecen no tener tiempo para sí mismos.

Eduardo, con su ironía característica, rompió el hielo: Mi padre fue un hombre activo, trabajó desde joven, incluso jugó en la primera de Boca Unidos. Creo que toda esa energía previa a mi nacimiento me dejó un cansancio cuasi genético. Las risas fueron inevitables, pero su comentario dejó flotando una idea profunda: el trabajo como herencia, como una fuerza cultural y corporal que se transmite, más allá de la biología.

Guillermo sostuvo que él podía “trabajar con gusto”. Arturo, en cambio, fue tajante:
—¡El trabajo es un castigo! . Su sentencia nos devolvió al origen bíblico: el trabajo como consecuencia de una caída, como pena impuesta por haber probado el fruto del conocimiento. En esa lectura ancestral, trabajar era pagar el precio de la conciencia.

Sin embargo, algo cambió con el tiempo. Cuando el trabajo dejó de ser solo fatiga y se volvió creación, el ser humano comenzó a participar activamente en la transformación del mundo. Trabajar ya no fue solo sobrevivir, sino afirmarse frente al caos: poner forma, ritmo y sentido donde antes había pura materia.

 

Miguel recordó entonces una frase de un contador:
—En economía, el trabajo es costo.

Alguien replicó:
—Y también es dignidad.

 

Ese contrapunto marcó un silencio. Las personas que no pueden trabajar —por exclusión, enfermedad o invisibilidad social— suelen sentirse menos por la pérdida de ingresos, y más por la pérdida de reconocimiento. Trabajar es ser parte del mundo. Escribir, sembrar, enseñar, reparar, cuidar o construir son modos distintos de decir: “aquí estoy”.

La dignidad del trabajo no proviene del esfuerzo físico ni del resultado económico, sino de la posibilidad de verse reflejado en lo que uno hace. Cuando eso se rompe, sobreviene lo que Marx llamó alienación: el trabajador ya no se reconoce en su obra.

Aunque el trabajo acompaña al ser humano desde sus orígenes, pocas palabras tan comunes esconden una raíz tan profunda. Como decía Eduardo Galeano citando a J. Wagenberg en su búsqueda de las raíces fundamentales , las palabras cotidianas suelen ser “ventanas a lo invisible”, pero raramente nos detenemos a mirar a través de ellas.

Trabajo es una de esas palabras. Se pronuncia a diario, pero casi nunca  solemos indagar en sus raíces filosóficas, religiosas o físicas, como si se tratara de un hecho puramente instrumental, una rutina inevitable. Sin embargo, bajo su aparente trivialidad, el trabajo toca los cimientos mismos de lo humano: La energía, el sentido, la creación, la culpa y la dignidad.

En una de nuestras últimas charlas, Carlos recordó que desde la física el trabajo se define como el producto entre una fuerza y un desplazamiento. Su explicación fue precisa, pero dejó abierta una intuición: porque detrás de esa definición exacta late una historia más compleja —la del esfuerzo, el castigo, la transformación y la conciencia— que atraviesa siglos de pensamiento y de experiencia. Fue a partir de esa conversación que retome esa vieja escena, ocurrida una década atrás, en una tarde de café.

Valor, precio y sentido

Desde una mirada concreta, el trabajo transforma una materia en producto. En ese proceso se articulan tres elementos: materia prima, medios de producción y fuerza de trabajo. Esta última no es otra cosa que energía humana: física, mental, emocional. Pero el núcleo del trabajo no está sólo en el movimiento de esa energía, sino en la relación entre valor, precio y sentido.

En economía, se dice que: Valor ≥ Precio > Costo.

El productor busca que el precio refleje su esfuerzo; el consumidor, que el valor percibido justifique el pago. Pero detrás de las fórmulas y balances emerge una pregunta filosófica: ¿de dónde proviene el valor?

Spinoza lo dijo con precisión: “No valoremos las cosas porque sean buenas; son buenas porque las valoramos.”  El valor nace del acto de valorar: de atribuir sentido. Así, el trabajo no solo produce bienes; produce mundo. Trabajar es valorar activamente la realidad.

Desde la física: energía, dirección y transformación

Como recordó Carlos, en física el trabajo tiene una definición exacta:

Trabajo (W) = Fuerza (F) × Desplazamiento (d) × cos(θ)

Es decir: el trabajo es energía que actúa con dirección. Podemos ejercer una fuerza enorme sin mover nada —como cuando empujamos una pared—, pero sólo hay trabajo cuando la energía transforma algo.

Si lo trasladamos al plano humano, trabajamos verdaderamente cuando nuestro esfuerzo produce desplazamiento, cuando algo —fuera o dentro de nosotros— cambia de lugar. Una vida llena de esfuerzo sin dirección sería como aplicar fuerza sin movimiento: energía sin transformación.

Desde esta perspectiva, el trabajo humano se vuelve una forma de energía organizada, un modo de convertir el caos en estructura, la posibilidad en realidad. Cada obra, cada idea, cada cultivo o herramienta es una pequeña negación de la entropía, una chispa que resiste el desorden natural del universo.

Comunicación, intercambio y trascendencia

Propuse sumar tres palabras que creo condensan la esencia del trabajo: comunicación, intercambio y trascendencia. Comunicación, porque todo trabajo expresa algo: una intención, una forma, una huella. Intercambio, porque ningún trabajo tiene sentido sin otro que lo reciba, lo use o lo interprete. Trascendencia, porque lo hecho permanece y nos continúa más allá del instante.

 

 

Adenda

 

 

 ¨Cuando te hagas mayor puede que no tengas empleo¨, así comienza el capítulo sobre trabajo N.Y.Harar dicen que los humanos tenemos dos capacidades;  la física y la cognitiva, que competíamos humanos y máquinas y que de esa lucha surgieron nuevos servicios, pero hoy la IA conoce nuestras capacidades y emociones y que no tenemos una tercera capacidad. La tecnología descubrió que las elecciones que tomamos no resultan de un misterioso libre albedrio, sino del trabajo de millones de neuronas que calculan probabilidades en fracciones de segundo, que la ¨intuición  es reconocimiento de patrones¨.

 

Nuestros algoritmos cerebrales se basan en ensayo error, en atajos y circuitos anticuados adaptados a la sabana africana y no a la jungla urbana. Asegura  que la amenaza de la perdida de trabajo es la combinación de la infotecnologia y biotecnología, capacidades que se potencian con conectividad y actualización ordenadores en red. Harari postula; ¨lo que se debe proteger es al ser humano no a los puestos de trabajo¨, porque es probable que poco se libre en el futuro de la automatización.

 

Por eso la idea de tener un puesto de trabajo de por vida es totalmente arcaica,  el modelo en que se iba a la universidad y se vivía  hasta la jubilación es inefectivo .Los cambios radicales suceden y sucederán.

 

Epílogo: del sudor al sentido

Hablar del trabajo es abrir una ¨ventana¨ que nos permite entrar a raíces insospechadas en lo cotidiano,  porque  es un territorio compartido por muchas disciplinas: la economía, la filosofía, la ética, la psicología, la física. Cada una ilumina una parte, pero todas coinciden en algo esencial: trabajar es participar de la realidad.

Lo cual permite además que el relato bíblico del Génesis pueda releerse desde otra mirada: el “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” no como castigo, sino como invitación a la conciencia. El pan es el símbolo del sentido que construimos al transformar la materia en significado. Porque, en definitiva, trabajar es dejar una marca en el polvo del que venimos y al que volveremos. Y en esa huella —el más humano de los gestos— encontramos no solo supervivencia, sino también sentido.

El trabajo nos separó del paraíso, pero también nos dio la posibilidad de recrearlo, con las manos, la mente y la energía.

                                                                                                          (Génesis 3:19)

 

 

 


domingo, noviembre 02, 2025


 

El yo como unidad frágil: entre la clínica, la filosofía y la epistemología

Del yo cartesiano al yo emergente

Durante siglos, el pensamiento occidental descansó sobre un pilar: el “Cogito, ergo sum”. En el corazón del cartesianismo, el Yo era un punto de certeza absoluta, una instancia separada del cuerpo y del mundo. El pensamiento garantizaba la existencia, y la conciencia se erigía como un faro estable.

Sin embargo, la clínica neurológica y la neurociencia contemporánea nos muestran un panorama muy distinto. Hoy sabemos que el Yo no es una entidad fija ni independiente, sino un entramado dinámico sostenido por múltiples sistemas que interactúan de forma continua. Las sensaciones, los estados corporales y las memorias son los hilos con los que tejemos la ilusión de unidad personal.

El Yo cartesiano, sólido y solitario, se transforma así en un Yo emergente: una unidad funcional y distribuida que surge de la coordinación entre cuerpo, memoria, conciencia y circunstancias percibidas. Es un sistema autoorganizado que se sostiene en la interacción constante entre los procesos neuronales, corporales y sociales. No es una suma de partes, sino una propiedad de alto nivel que emerge del entrelazamiento entre lo biológico, lo mental y lo cultural.

En este marco, el Yo puede sufrir fisuras, interrupciones o distorsiones. La coherencia que lo sostiene no es esencial, sino construida. Es, si se quiere, un cartesianismo renovado: el mapa del Yo persiste, pero no siempre es exacto ni estable.

 

Tres raíces internas del Yo

La ciencia actual ha identificado tres dimensiones internas fundamentales que sustentan nuestra sensación de identidad:

  • Propiocepción, la percepción del cuerpo en el espacio.
  • Interocepción, la conciencia interna del organismo.
  • Introspección, la capacidad de reflexionar sobre sí mismo.

De su interacción —junto con la información sensorial y el contexto social— surgen nuestras capacidades esenciales de orientación, autoconciencia y acción.

En este sentido, la Gestalt constituye la materia prima del Yo emergente. Es el proceso cognitivo más elemental para organizar tanto la realidad externa como la imagen interna del propio cuerpo. Si seguimos la secuencia de emergencia del Yo, podríamos plantear una cadena funcional:
                                  Gestalt → Patronicidad → Inteligibilidad → Agentividad.

La Gestalt permite que lo fragmentario adquiera forma; la Patronicidad reconoce regularidades en el flujo sensorial y simbólico; la Inteligibilidad convierte esos patrones en sentido; y la Agentividad nos hace sentir autores de nuestras acciones. Cuando alguno de estos eslabones se debilita, la experiencia del Yo se fragmenta y el conocimiento de sí mismo se vuelve inestable.

 

Cuando el cuerpo se pierde

Oliver Sacks relató el caso de Christina, la mujer que perdió la propiocepción tras una infección. Sin ella, su cuerpo se volvió un objeto extraño: un cuerpo sin anclaje, sin orientación. Para moverse, debía vigilarse con la vista. Sus ojos se convirtieron en sus muletas.

En la práctica médica, este fenómeno también se observa en pacientes con tabes dorsal —una degeneración de los cordones posteriores de la médula causada por sífilis—. Recuerdo un caso: el revistero del Hospital Italiano, cuyo cuerpo sin propiocepción sólo podía sostenerse con la vista. Si cerraba los ojos, caía.

En ambos casos, la agencia corporal sobrevive, pero debilitada. El movimiento requiere cálculo consciente; la acción se vuelve una coreografía forzada. La patronicidad corporal automática se quiebra. El cuerpo deja de guiarse a sí mismo y depende de sustitutos externos. La experiencia del Yo se mantiene, pero su fluidez se pierde.

 

Cuando el tiempo se interrumpe

Henry Molaison (H.M.), tras una cirugía para controlar su epilepsia, perdió los hipocampos y con ellos la posibilidad de fijar recuerdos nuevos. Vivía en un presente perpetuo: podía aprender patrones motores, pero no recordaba haberlos practicado. Su acción inmediata era coherente, pero su identidad narrativa se había disuelto.

El caso de H.M. revela que la continuidad temporal es un pilar de la unidad del Yo. Cuando la memoria episódica se quiebra, el Yo puede seguir actuando, pero sin historia. La coherencia autobiográfica desaparece, y con ella, parte de la inteligibilidad del mundo.

Así, la propiocepción, la interocepción y la memoria no son meras funciones: son cimientos epistemológicos del Yo. Sin ellas, la conciencia pierde coordenadas internas; sin narrativa, se disuelve la experiencia de continuidad.

 

Epistemología del yo emergente

Desde una perspectiva epistemológica, el Yo emergente no es un núcleo que garantiza certeza, sino un sistema de coherencia funcional. Su conocimiento es distribuido, relacional y siempre inacabado.

Candace Pert, al proponer la articulación de los tres mundos —bioquímico, mental y social—, anticipó una comprensión del Yo como fenómeno integrador. En cada uno de esos niveles, la coherencia depende del equilibrio dinámico entre cuerpo, emoción y entorno.

En términos de Popper, podríamos decir que el Yo existe en la intersección de sus tres mundos: el mundo físico (1), el mental (2) y el simbólico o social (3). Su estabilidad depende de la reciprocidad entre ellos. Si uno falla —si el cuerpo enferma, si la memoria se rompe o si el lazo social se quiebra—, la unidad se resiente.

Francisco Varela lo expresó en clave fenomenológica: el Yo no está “en” el cerebro, sino “entre” el cuerpo y el mundo. Merleau-Ponty iría más allá, sosteniendo que el cuerpo no es el instrumento del Yo, sino su modo de ser-en-el-mundo. Damasio lo retoma desde la neurociencia: la conciencia se construye sobre mapas corporales que se actualizan sin cesar.

En todos los casos, la conclusión converge: el Yo se conoce a sí mismo a través de la coherencia entre sus sistemas, no desde una instancia exterior o fija.

 

Filosofía de las fisuras

Los casos clínicos, la neurociencia y la filosofía coinciden en algo esencial: el Yo es frágil. No en el sentido de débil, sino en el de vulnerable a la desintegración de sus sistemas de sentido.

Cuando se pierde la propiocepción, se debilita la agencia corporal; cuando se pierde la memoria, se rompe la agencia narrativa. Cuando falla la integración sensorial, el Yo se dispersa entre fragmentos que el pensamiento intenta volver a unir.

Esta fragilidad no es un defecto, sino una condición ontológica. Nos recuerda que la identidad no es una sustancia, sino un proceso. Que el Yo no es un punto fijo, sino una red que se reconstituye continuamente.

 

Conclusión: Un cartesianismo renovado

Pensamos, actuamos y recordamos como si todo proviniera de un mismo centro. Pero la evidencia clínica y la reflexión filosófica nos muestran que esa unidad es precaria y emergente. El Yo no es un objeto, sino un equilibrio dinámico entre sistemas sensoriales, corporales y sociales. Su estabilidad depende de la coherencia que logran mantener entre sí. Cuando uno de ellos se altera, el mapa se deforma, aunque no desaparece.

En ese sentido, la epistemología del Yo es una epistemología de la fragilidad: conocer es mantener la coherencia posible entre mundos distintos. El cartesianismo renovado que aquí se perfila conserva la necesidad de un mapa interno, pero acepta su inestabilidad como parte de su verdad. El Yo, más que una certeza, es una forma de orientación. Un mapa que se rehace en cada instante, mientras el cuerpo, la memoria y el mundo buscan mantenerse —por un momento más— en armonía.

sábado, noviembre 01, 2025

 

ERROR Y EQUIVOCACION

Imagen que contiene exterior, transporte, vehículo militar, firmar

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

 

El domingo de café 04 12 16,  Miguel nos preguntó: ¿El error es lo mismo que la equivocación? , le  dije que para mí había algunas diferencias, pero como no sabía concretamente en que consistían, asumí el compromiso de  buscarlas. En 5to año, en filosofía nos habían planteado interrogantes acerca de la verdad, el error, la ignorancia y sus diferencias, pero no recuerdo específicamente que se tratara algo acerca de las equivocaciones. Parecían asuntos menores, tropiezos pasajeros. Sin embargo, con los años uno descubre que en esas pequeñas desviaciones se esconden claves profundas sobre cómo aprendemos y pensamos

Encontré algo que me gusto,  las equivocaciones pueden deberse a muchos factores como ansiedad, apuro, falta de atención etc., pero no a una deficiencia en el contenido de verdad y es por lo tanto subsanable  mejorando nuestra aplicación.  La equivocación pertenece al terreno de la acción; el error, al del pensamiento.

En el error hay una grieta en la estructura de la idea. No basta con repetir el procedimiento con más cuidado: hay que revisar el mapa, es decir, el marco conceptual desde el cual pensamos.

Imaginemos que viajamos a una ciudad desconocida con un mapa en la mano . Si doblamos por la calle equivocada porque nos distrajimos o malinterpretamos un cartel, eso es una equivocación. El mapa está bien; falló la atención. Basta con retroceder y volver a mirar. Pero si el mapa mismo está mal trazado —si las calles que marca no existen, o el norte está invertido— entonces no importa cuán atentos estemos: seguiremos perdidos. Eso ya no es una equivocación, sino un error de conocimiento.

La metáfora del mapa resume bien nuestras vidas cognitivas. Las equivocaciones son desvíos momentáneos del camino, ajustes de marcha, recordatorios de que la atención también forma parte del conocimiento. Los errores, en cambio, nos obligan a rehacer el mapa completo: a repensar nuestras creencias, nuestros supuestos, nuestro modo de representar el mundo.

Ambos son necesarios. Sin equivocaciones, nos volveríamos rígidos y confiados; sin errores, jamás revisaríamos los límites de nuestra comprensión. Las equivocaciones nos permiten afinar lo que  hacen, los errores pueden ser motores que expanden el pensar.

Karl Popper decía que el conocimiento progresa por ensayo y error, no por acumulación de certezas. Y Charles Peirce nos recordaba que las “creencias fijadas” solo se modifican cuando la realidad las contradice. En ambos casos, el error es el motor del descubrimiento.  Podríamos decirlo así: Las equivocaciones son los baches del camino; los errores, los desvíos del mapa. En los primeros tropezamos; en los segundos, nos transformamos. Ver los peligros de los errores.

A veces confundimos ambas cosas: llamamos “equivocación” a un error profundo, para no aceptar que debemos repensar algo esencial. O creemos haber errado gravemente cuando en realidad solo nos apuramos al doblar la esquina. Distinguir entre ambos es parte del arte de pensar sin miedo. El error nos enseña a mirar distinto. La equivocación, a mirar mejor. Uno amplía el horizonte; la otra afina el foco.

Quizás el verdadero aprendizaje consista en ese ir y venir: tropezar, detenerse, revisar el mapa, volver a avanzar… cada vez un poco más lúcido.

 

Hay que tener en cuenta que cuando se pide opiniones en reuniones de expertos, no se debe dejar de pensar en la importancia de la  independencia del error, ya que el intercambio de información reduce el valor de las observaciones o de las opiniones. Esto en oportunidades es un  punto en contra de la tormenta de ideas clásica, donde las opiniones son compartidas y en favor de la forma hibrida donde primero cada uno aporta privadamente lo suyo y luego  informa al equipo.

Las ideas básicas; importancia de la independencia del error, el valor de la diversidad, el volumen de la muestra, de las circunstancias adecuadas y un método que las unifique, elementos para lograr el saber colectivo. Así, se nos hace más claro porque juntos, independiente de los niveles intelectuales podemos llegar a saber más. Deberíamos tener presente que  todo pensar puede comenzar con un paso en falso, y que a veces el único modo de encontrar el camino es perderse con inteligencia.

Adenda

Sí, Francis Bacon no solo  consideró a los errores como peligrosos, sino que creía que eran el principal obstáculo para el avance del conocimiento y la ciencia. Su obra principal, el Novum Organum, es esencialmente un manual para identificar y eliminar estos errores antes de que se pueda iniciar cualquier investigación seria.

Bacon los llama "ídolos" (del griego eidolon, imagen falsa o fantasma).

ÍDOLO

ORIGEN DEL ERROR

PELIGRO PRINCIPAL

1. Ídolos de la Tribu (Idola Tribus)

La naturaleza inherente del género humano.

Corrompen la experiencia: Llevan al sesgo de confirmación y a proyectar orden o finalidad donde no existen, distorsionando la realidad desde el inicio.

2. Ídolos de la Caverna (Idola Specus)

La naturaleza y la experiencia del individuo.

Generan subjetivismo: Encierran a la persona en sus prejuicios y hábitos, impidiendo la objetividad y la comunicación de la verdad.

3. Ídolos del Foro (Idola Fori)

El lenguaje y la comunicación social.

Causan disputas estériles: La ambigüedad de las palabras y los conceptos mal definidos controlan y confunden el entendimiento, llevando a interminables debates sin sentido.

4. Ídolos del Teatro (Idola Theatri)

Las doctrinas y sistemas filosóficos antiguos.

Perpetúan el error por autoridad: La sumisión acrítica a las teorías del pasado (como el aristotelismo) y a los sistemas dogmáticos impide la renovación del conocimiento a través de la experiencia.

 

Conclusión:

Como vimos los errores pueden ser motores de cambio  importantes se diferencian claramente de las equivocaciones  y  Bacon los considera  solo desde una óptica acotada ,como  un cuádruple azote que mantenía a la humanidad en la ignorancia, atendible para su época. Para él, eran más que simples equivocaciones; eran prejuicios profundamente arraigados que debían ser activamente "exorcizados" de la mente para liberar el intelecto y permitir el progreso científico, cuyo objetivo era "dominar la naturaleza" a través del conocimiento.