domingo, noviembre 02, 2025


 

El yo como unidad frágil: entre la clínica, la filosofía y la epistemología

Del yo cartesiano al yo emergente

Durante siglos, el pensamiento occidental descansó sobre un pilar: el “Cogito, ergo sum”. En el corazón del cartesianismo, el Yo era un punto de certeza absoluta, una instancia separada del cuerpo y del mundo. El pensamiento garantizaba la existencia, y la conciencia se erigía como un faro estable.

Sin embargo, la clínica neurológica y la neurociencia contemporánea nos muestran un panorama muy distinto. Hoy sabemos que el Yo no es una entidad fija ni independiente, sino un entramado dinámico sostenido por múltiples sistemas que interactúan de forma continua. Las sensaciones, los estados corporales y las memorias son los hilos con los que tejemos la ilusión de unidad personal.

El Yo cartesiano, sólido y solitario, se transforma así en un Yo emergente: una unidad funcional y distribuida que surge de la coordinación entre cuerpo, memoria, conciencia y circunstancias percibidas. Es un sistema autoorganizado que se sostiene en la interacción constante entre los procesos neuronales, corporales y sociales. No es una suma de partes, sino una propiedad de alto nivel que emerge del entrelazamiento entre lo biológico, lo mental y lo cultural.

En este marco, el Yo puede sufrir fisuras, interrupciones o distorsiones. La coherencia que lo sostiene no es esencial, sino construida. Es, si se quiere, un cartesianismo renovado: el mapa del Yo persiste, pero no siempre es exacto ni estable.

 

Tres raíces internas del Yo

La ciencia actual ha identificado tres dimensiones internas fundamentales que sustentan nuestra sensación de identidad:

  • Propiocepción, la percepción del cuerpo en el espacio.
  • Interocepción, la conciencia interna del organismo.
  • Introspección, la capacidad de reflexionar sobre sí mismo.

De su interacción —junto con la información sensorial y el contexto social— surgen nuestras capacidades esenciales de orientación, autoconciencia y acción.

En este sentido, la Gestalt constituye la materia prima del Yo emergente. Es el proceso cognitivo más elemental para organizar tanto la realidad externa como la imagen interna del propio cuerpo. Si seguimos la secuencia de emergencia del Yo, podríamos plantear una cadena funcional:
                                  Gestalt → Patronicidad → Inteligibilidad → Agentividad.

La Gestalt permite que lo fragmentario adquiera forma; la Patronicidad reconoce regularidades en el flujo sensorial y simbólico; la Inteligibilidad convierte esos patrones en sentido; y la Agentividad nos hace sentir autores de nuestras acciones. Cuando alguno de estos eslabones se debilita, la experiencia del Yo se fragmenta y el conocimiento de sí mismo se vuelve inestable.

 

Cuando el cuerpo se pierde

Oliver Sacks relató el caso de Christina, la mujer que perdió la propiocepción tras una infección. Sin ella, su cuerpo se volvió un objeto extraño: un cuerpo sin anclaje, sin orientación. Para moverse, debía vigilarse con la vista. Sus ojos se convirtieron en sus muletas.

En la práctica médica, este fenómeno también se observa en pacientes con tabes dorsal —una degeneración de los cordones posteriores de la médula causada por sífilis—. Recuerdo un caso: el revistero del Hospital Italiano, cuyo cuerpo sin propiocepción sólo podía sostenerse con la vista. Si cerraba los ojos, caía.

En ambos casos, la agencia corporal sobrevive, pero debilitada. El movimiento requiere cálculo consciente; la acción se vuelve una coreografía forzada. La patronicidad corporal automática se quiebra. El cuerpo deja de guiarse a sí mismo y depende de sustitutos externos. La experiencia del Yo se mantiene, pero su fluidez se pierde.

 

Cuando el tiempo se interrumpe

Henry Molaison (H.M.), tras una cirugía para controlar su epilepsia, perdió los hipocampos y con ellos la posibilidad de fijar recuerdos nuevos. Vivía en un presente perpetuo: podía aprender patrones motores, pero no recordaba haberlos practicado. Su acción inmediata era coherente, pero su identidad narrativa se había disuelto.

El caso de H.M. revela que la continuidad temporal es un pilar de la unidad del Yo. Cuando la memoria episódica se quiebra, el Yo puede seguir actuando, pero sin historia. La coherencia autobiográfica desaparece, y con ella, parte de la inteligibilidad del mundo.

Así, la propiocepción, la interocepción y la memoria no son meras funciones: son cimientos epistemológicos del Yo. Sin ellas, la conciencia pierde coordenadas internas; sin narrativa, se disuelve la experiencia de continuidad.

 

Epistemología del yo emergente

Desde una perspectiva epistemológica, el Yo emergente no es un núcleo que garantiza certeza, sino un sistema de coherencia funcional. Su conocimiento es distribuido, relacional y siempre inacabado.

Candace Pert, al proponer la articulación de los tres mundos —bioquímico, mental y social—, anticipó una comprensión del Yo como fenómeno integrador. En cada uno de esos niveles, la coherencia depende del equilibrio dinámico entre cuerpo, emoción y entorno.

En términos de Popper, podríamos decir que el Yo existe en la intersección de sus tres mundos: el mundo físico (1), el mental (2) y el simbólico o social (3). Su estabilidad depende de la reciprocidad entre ellos. Si uno falla —si el cuerpo enferma, si la memoria se rompe o si el lazo social se quiebra—, la unidad se resiente.

Francisco Varela lo expresó en clave fenomenológica: el Yo no está “en” el cerebro, sino “entre” el cuerpo y el mundo. Merleau-Ponty iría más allá, sosteniendo que el cuerpo no es el instrumento del Yo, sino su modo de ser-en-el-mundo. Damasio lo retoma desde la neurociencia: la conciencia se construye sobre mapas corporales que se actualizan sin cesar.

En todos los casos, la conclusión converge: el Yo se conoce a sí mismo a través de la coherencia entre sus sistemas, no desde una instancia exterior o fija.

 

Filosofía de las fisuras

Los casos clínicos, la neurociencia y la filosofía coinciden en algo esencial: el Yo es frágil. No en el sentido de débil, sino en el de vulnerable a la desintegración de sus sistemas de sentido.

Cuando se pierde la propiocepción, se debilita la agencia corporal; cuando se pierde la memoria, se rompe la agencia narrativa. Cuando falla la integración sensorial, el Yo se dispersa entre fragmentos que el pensamiento intenta volver a unir.

Esta fragilidad no es un defecto, sino una condición ontológica. Nos recuerda que la identidad no es una sustancia, sino un proceso. Que el Yo no es un punto fijo, sino una red que se reconstituye continuamente.

 

Conclusión: Un cartesianismo renovado

Pensamos, actuamos y recordamos como si todo proviniera de un mismo centro. Pero la evidencia clínica y la reflexión filosófica nos muestran que esa unidad es precaria y emergente. El Yo no es un objeto, sino un equilibrio dinámico entre sistemas sensoriales, corporales y sociales. Su estabilidad depende de la coherencia que logran mantener entre sí. Cuando uno de ellos se altera, el mapa se deforma, aunque no desaparece.

En ese sentido, la epistemología del Yo es una epistemología de la fragilidad: conocer es mantener la coherencia posible entre mundos distintos. El cartesianismo renovado que aquí se perfila conserva la necesidad de un mapa interno, pero acepta su inestabilidad como parte de su verdad. El Yo, más que una certeza, es una forma de orientación. Un mapa que se rehace en cada instante, mientras el cuerpo, la memoria y el mundo buscan mantenerse —por un momento más— en armonía.

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