El yo
como unidad frágil: entre la clínica, la filosofía y la epistemología
Del yo cartesiano al yo emergente
Durante siglos, el
pensamiento occidental descansó sobre un pilar: el “Cogito, ergo sum”.
En el corazón del cartesianismo, el Yo era un punto de certeza absoluta, una
instancia separada del cuerpo y del mundo. El pensamiento garantizaba la
existencia, y la conciencia se erigía como un faro estable.
Sin embargo, la clínica
neurológica y la neurociencia contemporánea nos muestran un panorama muy
distinto. Hoy sabemos que el Yo no es una entidad fija ni independiente, sino
un entramado dinámico sostenido por múltiples sistemas que interactúan de forma
continua. Las sensaciones, los estados corporales y las memorias son los hilos
con los que tejemos la ilusión de unidad personal.
El Yo cartesiano, sólido y
solitario, se transforma así en un Yo emergente: una unidad funcional y
distribuida que surge de la coordinación entre cuerpo, memoria, conciencia y
circunstancias percibidas. Es un sistema autoorganizado que se sostiene en la
interacción constante entre los procesos neuronales, corporales y sociales. No
es una suma de partes, sino una propiedad de alto nivel que emerge del
entrelazamiento entre lo biológico, lo mental y lo cultural.
En este marco, el Yo puede
sufrir fisuras, interrupciones o distorsiones. La coherencia que lo sostiene no
es esencial, sino construida. Es, si se quiere, un cartesianismo renovado:
el mapa del Yo persiste, pero no siempre es exacto ni estable.
Tres raíces internas del Yo
La ciencia actual ha
identificado tres dimensiones internas fundamentales que sustentan nuestra
sensación de identidad:
- Propiocepción, la percepción del cuerpo en el espacio.
 - Interocepción, la conciencia interna del organismo.
 - Introspección, la capacidad de reflexionar sobre sí mismo.
 
De su interacción —junto con
la información sensorial y el contexto social— surgen nuestras capacidades
esenciales de orientación, autoconciencia y acción.
En este sentido, la Gestalt
constituye la materia prima del Yo emergente. Es el proceso cognitivo más
elemental para organizar tanto la realidad externa como la imagen interna del
propio cuerpo. Si seguimos la secuencia de emergencia del Yo, podríamos
plantear una cadena funcional:
                                  Gestalt
→ Patronicidad → Inteligibilidad → Agentividad.
La Gestalt permite
que lo fragmentario adquiera forma; la Patronicidad reconoce
regularidades en el flujo sensorial y simbólico; la Inteligibilidad
convierte esos patrones en sentido; y la Agentividad nos hace sentir
autores de nuestras acciones. Cuando alguno de estos eslabones se debilita, la
experiencia del Yo se fragmenta y el conocimiento de sí mismo se vuelve
inestable.
Cuando el cuerpo se pierde
Oliver Sacks relató el caso
de Christina, la mujer que perdió la propiocepción tras una infección. Sin
ella, su cuerpo se volvió un objeto extraño: un cuerpo sin anclaje, sin
orientación. Para moverse, debía vigilarse con la vista. Sus ojos se convirtieron
en sus muletas.
En la práctica médica, este
fenómeno también se observa en pacientes con tabes dorsal —una
degeneración de los cordones posteriores de la médula causada por sífilis—.
Recuerdo un caso: el revistero del Hospital Italiano, cuyo cuerpo sin
propiocepción sólo podía sostenerse con la vista. Si cerraba los ojos, caía.
En ambos casos, la agencia
corporal sobrevive, pero debilitada. El movimiento requiere cálculo consciente;
la acción se vuelve una coreografía forzada. La patronicidad corporal
automática se quiebra. El cuerpo deja de guiarse a sí mismo y depende de sustitutos
externos. La experiencia del Yo se mantiene, pero su fluidez se pierde.
Cuando el tiempo se interrumpe
Henry Molaison (H.M.), tras
una cirugía para controlar su epilepsia, perdió los hipocampos y con ellos la
posibilidad de fijar recuerdos nuevos. Vivía en un presente perpetuo: podía
aprender patrones motores, pero no recordaba haberlos practicado. Su acción
inmediata era coherente, pero su identidad narrativa se había disuelto.
El caso de H.M. revela que
la continuidad temporal es un pilar de la unidad del Yo. Cuando la memoria
episódica se quiebra, el Yo puede seguir actuando, pero sin historia. La
coherencia autobiográfica desaparece, y con ella, parte de la inteligibilidad del
mundo.
Así, la propiocepción, la
interocepción y la memoria no son meras funciones: son cimientos
epistemológicos del Yo. Sin ellas, la conciencia pierde coordenadas
internas; sin narrativa, se disuelve la experiencia de continuidad.
Epistemología del yo emergente
Desde una perspectiva
epistemológica, el Yo emergente no es un núcleo que garantiza certeza, sino un sistema
de coherencia funcional. Su conocimiento es distribuido, relacional y
siempre inacabado.
Candace Pert, al proponer la
articulación de los tres mundos —bioquímico, mental y social—, anticipó una
comprensión del Yo como fenómeno integrador. En cada uno de esos niveles, la
coherencia depende del equilibrio dinámico entre cuerpo, emoción y entorno.
En términos de Popper,
podríamos decir que el Yo existe en la intersección de sus tres mundos: el
mundo físico (1), el mental (2) y el simbólico o social (3). Su estabilidad
depende de la reciprocidad entre ellos. Si uno falla —si el cuerpo enferma, si
la memoria se rompe o si el lazo social se quiebra—, la unidad se resiente.
Francisco Varela lo expresó
en clave fenomenológica: el Yo no está “en” el cerebro, sino “entre” el cuerpo
y el mundo. Merleau-Ponty iría más allá, sosteniendo que el cuerpo no es el
instrumento del Yo, sino su modo de ser-en-el-mundo. Damasio lo retoma desde la
neurociencia: la conciencia se construye sobre mapas corporales que se
actualizan sin cesar.
En todos los casos, la
conclusión converge: el Yo se conoce a sí mismo a través de la coherencia
entre sus sistemas, no desde una instancia exterior o fija.
Filosofía de las fisuras
Los casos clínicos, la
neurociencia y la filosofía coinciden en algo esencial: el Yo es frágil. No en
el sentido de débil, sino en el de vulnerable a la desintegración de sus
sistemas de sentido.
Cuando se pierde la
propiocepción, se debilita la agencia corporal; cuando se pierde la memoria, se
rompe la agencia narrativa. Cuando falla la integración sensorial, el Yo se
dispersa entre fragmentos que el pensamiento intenta volver a unir.
Esta fragilidad no es un
defecto, sino una condición ontológica. Nos recuerda que la identidad no
es una sustancia, sino un proceso. Que el Yo no es un punto fijo, sino una red
que se reconstituye continuamente.
Conclusión:
Un cartesianismo renovado
Pensamos, actuamos y
recordamos como si todo proviniera de un mismo centro. Pero la evidencia
clínica y la reflexión filosófica nos muestran que esa unidad es precaria y emergente.
El Yo no es un objeto, sino un equilibrio dinámico entre sistemas sensoriales,
corporales y sociales. Su estabilidad depende de la coherencia que logran
mantener entre sí. Cuando uno de ellos se altera, el mapa se deforma, aunque no
desaparece.
En ese sentido, la
epistemología del Yo es una epistemología de la fragilidad: conocer es mantener
la coherencia posible entre mundos distintos. El cartesianismo renovado
que aquí se perfila conserva la necesidad de un mapa interno, pero acepta su
inestabilidad como parte de su verdad. El Yo, más que una certeza, es una forma
de orientación. Un mapa que se rehace en cada instante, mientras el cuerpo, la
memoria y el mundo buscan mantenerse —por un momento más— en armonía.
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