Predecir: entre la ilusión de libertad y la biología del mal
En la película Minority
Report, protagonizada por Tom Cruise, tres mutantes pueden prever
crímenes antes de que ocurran. La organización Precrimen se encarga de
detener a los futuros criminales basándose en esas visiones. El trabajo del
protagonista es impedir delitos que aún no se han cometido. Pero un día, el
sistema lo señala a él mismo como culpable futuro, y debe huir. La paradoja se
despliega: ¿cómo probar la inocencia de un acto que aún no ha sucedido?
¨Neurociencia ficción: cómo el cine se
adelantó a la ciencia¨
Es el libro del neurocientífico Rodrigo Quian
Quiroga, donde analiza cómo la ciencia y la ficción se
retroalimentan. Muchas ideas de la película hoy parecen posibles. Los avances
en neurociencia y en inteligencia artificial ya permiten anticipar conductas
con cierta probabilidad. Pero surge una pregunta decisiva: ¿Qué haríamos si
pudiéramos predecir comportamientos y juzgar antes de que alguien actúe?
Desde el derecho romano, el castigo requiere dos condiciones:
Actus reus, el acto
cometido, y mens rea, la intención de cometerlo. Si eliminamos el acto y
nos basamos solo en la intención —o peor aún, en la predisposición neuronal—,
el concepto de culpabilidad se disuelve.
Derecho penal y
neurociencia: la tormenta de lo previsible
El jurista Bernardo F. Sánchez, en su
libro Derecho Penal y Neurociencia: ¿Una relación tormentosa?, se
pregunta si las teorías clásicas de la pena pueden sobrevivir al avance
neurocientífico. Si se demuestra que ciertos patrones cerebrales predisponen a
la violencia: ¿Sigue siendo válida la idea de responsabilidad?
Hoy existen algoritmos como COMPAS, utilizados en tribunales
estadounidenses para estimar el riesgo de reincidencia. Es decir, ya hay
sistemas que predicen la probabilidad de volver a delinquir, y que
entregan esa información al juez antes de dictar sentencia. Pero estos
algoritmos no están libres de sesgos raciales o sociales. Ante esto que no le
gusta a Cacho dijo : ¨Houston, tenemos un problema¨.
El mal en el cerebro: el
caso Jim Fallon
El neurocientífico Jim Fallon, asesor del Pentágono, analizó
resonancias magnéticas de asesinos y personas sin historial criminal para
identificar patrones cerebrales asociados a la psicopatía. En una de esas
series descubrió, con sorpresa, que su propio cerebro presentaba todas las
marcas de un psicópata: alteraciones en el lóbulo frontal, temporal y el
sistema límbico.
Su madre le recordó que en la familia abundaban los antecedentes de
asesinos, todos varones, lo que sugería un componente genético ligado al
cromosoma Y Fallon se autodenominó psicópata secundario: alguien con
predisposición biológica al mal, pero que necesita un desencadenante ambiental
—abuso, trauma, maltrato— para convertirse en peligroso.
Los psicópatas primarios, en cambio, nacen con esa estructura y
pueden actuar sin provocación alguna. ¿Habrá sido Santos Godino un psicópata
primario? La
mayoría de los expertos coinciden en que Godino era psicópata,
no psicótico. No hay evidencia de que haya sufrido alucinaciones, delirios o
pérdida del contacto con la realidad. Su peligrosidad estaba en la intención
y la planificación consciente, no en un estado mental
distorsionado.
Los
psicópatas carecen de empatía y remordimiento; son manipuladores, fríos y
egocéntricos. La Escala de Hare los evalúa con un puntaje máximo de 40.
Fallon obtiene 20: está justo en el límite. Aun así, sostiene que los
verdaderos psicópatas son irrecuperables, y que la prevención —identificarlos
antes de actuar— sería rentable para la sociedad. Pero su propia historia
introduce una grieta: Fallon afirma que ha cambiado desde que comprendió
su condición. Consciente de su estructura, elige comportarse según las
expectativas de los demás. No ha cambiado su cerebro, sino su conciencia.
La ilusión del libre
albedrío
En los años ochenta, el neurofisiólogo Benjamín
Libet registró el cerebro de sujetos que debían mover un dedo cuando lo
desearan. Descubrió que la actividad neuronal que prepara el movimiento —el potencial
de preparación— aparece medio segundo antes de que la persona sea
consciente de su decisión.
El cerebro, literalmente, “decide” antes que nosotros.
Libet concluyó que el libre albedrío podría ser una ilusión temporal:
la conciencia llega tarde a un proceso ya iniciado. Sin embargo, no negó toda
libertad. Propuso que, aunque no podamos iniciar conscientemente una
acción, sí podemos detenerla. Esa capacidad de veto sería el último
bastión de la voluntad humana. Quizás la libertad no resida en decidir qué
hacer, sino en elegir no hacerlo.
El libre albedrío no sería afirmativo, sino negativo: la posibilidad de
decir no a lo que ya estaba en marcha.
Predicción, ética y
autoconciencia
Si la genética puede predisponer, la
neurociencia puede detectar y los algoritmos pueden anticipar, la pregunta ya
no es científica sino ética: ¿Qué haremos con esa información?
¿Hasta dónde se puede prevenir sin caer en la tiranía de la predicción?
El caso de Jim Fallon ofrece una pista: la autoconciencia puede ser
una forma de veto.
Saber quién soy —biológica y psicológicamente— me da la posibilidad de
corregir, de no actuar según el impulso. La conciencia emerge entonces como un
espacio de libertad mínima pero real.
¨Podría decirse que la ética comienza allí
donde se toma distancia de sí mismo, donde puede mirar sus determinaciones y aun
así decidir no seguirlas. Es el lugar donde la biología se convierte en
biografía¨.
Epílogo
Predecir no es conocer. Conocer no es condenar. Entre el impulso y la
acción hay un umbral —breve, invisible— donde habita la posibilidad humana de
decir no. Tal vez en ese veto silencioso, entre la descarga neuronal y
el acto, sobreviva nuestra libertad.
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