Reunión habitual de
amigos en el Café de Marta el 29 05 17,
después de hablar acerca de la felicidad, del bienestar, de los valores y de
otros universales siempre actuales y llegar
a acuerdos mínimos, surgió la pregunta de que era el efecto halo.
La repuesta más
aceptable nos les da D. Kahneman en su libro
Pensar rápido Pensar despacio, en el capítulo Una Maquina para saltar a las Conclusiones,
uno de los puntos se refiere precisamente al
¨ Efecto Halo o Coherencia emocional
Exagerada¨.
Hace
días surgió nuevamente la pregunta de cómo evaluar y efecto halo tiene injerencia directa porque es la
tendencia a que algo o alguien nos guste o disguste utilizando ¨algo que conocemos y dejando de
lado lo muchísimo que desconocemos¨. Esto es el núcleo del sesgo con el cual evaluamos distintas
situaciones, y es responsabilidad del sistema de pensamiento rápido generar más
coherencia de la que en realidad existe , como si la coherencia
emocional fuera prueba de verdad.
En ocasiones quedamos deslumbrados por
un aspecto y deducimos erróneamente el resto, lo cual funciona siempre del
mismo modo. Fue el psicólogo Edward Thorndike con precisión establece la raíz psicológica
del sesgo, hace casi un siglo. Su ejemplo paradigmático: la belleza.
Si alguien es lindo, suponemos —sin pruebas— que también es inteligente, amable
o competente. Es el brillo del primer rasgo contaminando el resto. Lo terrible
es que ese brillo, cuando se instala, no se borra con facilidad. Si
es linda lo demás es secundario.
Este sesgo se nos
instala en el inconsciente y nos acecha
permanentemente dando lugar a
estereotipos. Existen muchas
evidencias que se van acumulando progresivamente y al azar,
pero la interpretación será indefectiblemente modelada por la primera impresión, que es la que
tiene más significación, al punto
tal, que las otras la van perdiendo
progresivamente, así de potente es el sistema 1 o pensamiento rápido.
Kahneman lo descubrió en carne propia al corregir exámenes.
Si el primer trabajo de un alumno era bueno, los siguientes le parecían mejores
de lo que en realidad eran. Si el primero era flojo, los demás ya estaban
condenados. La primera impresión, como un dictador silencioso, reescribía todas
las páginas siguientes.
*Al principio puntuaba a los alumnos de manera tradicional,
corregía los trabajos y obtenía el total, luego seguía con otros alumnos.
Eventualmente veía que las puntuaciones que había hecho eran sorprendentemente
homogéneas*.
Empezó a sospechar que el efecto halo era el
responsable de la homogenización. Pensaba que si el alumno hizo
bien el primer trabajo no cometería un error tonto, aparecía así el beneficio
de una duda razonable. Inaceptable desde la visión de
imparcialidad que debe haber al evaluar, además había otro problema importante,
si habían escrito dos trabajos un bueno y el otro flojo, el puntaje dependía
del que se leyera primero.
Esto nuevamente era
inaceptable. Para escapar del sesgo, ideó un método:
leer todas las respuestas a una misma pregunta antes de pasar a la siguiente,
ocultando el nombre del alumno anotando al dorso las respuestas. Perdió
seguridad, ganó justicia y supo algo esencial: pensar
bien no siempre se siente bien. La
incomodidad de la duda es el precio de la imparcialidad.
“Kahneman comprendió así que para reducir el efecto
halo no bastaba con buena intención: era necesario rediseñar el modo de
observar. Su estrategia de no correlacionar el error y realizar observaciones
independientes era solo una parte de una idea mayor: entrenar la mente para que
cada juicio conserve su independencia.”
Esto le dio menos
confianza en las puntuaciones, al ir al dorso tenía la tentación de reducir las
discrepancias, y le era difícil no ceder
a la tentación. Estaba menos
satisfecho y con menos confianza, lo cual era
un buen signo, un indicador que el nuevo procedimiento era superior.
“En la práctica docente, el efecto halo acecha en cada calificación.
Basta con una buena primera impresión para contaminar todo el proceso. Ser
consciente del sesgo no es un lujo intelectual: es una obligación ética.
Evaluar es también un acto de justicia cognitiva.”
El efecto halo, en realidad, no es un fallo del
pensamiento: es una economía del cerebro. Juzgar rápido ahorra
energía. La coherencia emocional produce alivio. Pero ese alivio tiene un costo
alto: distorsiona la realidad y nos hace ciegos a los matices. Nuestro Sistema 1 (pensamiento
rápido) busca la coherencia y el alivio que esta genera para ahorrar
energía. Sin embargo, este alivio tiene un costo altísimo: la distorsión
de la realidad y la ceguera a los matices. Es la eterna tensión entre la
eficiencia biológica y la necesidad ética de la imparcialidad.
La raíz pedagógica fue propuesta por Kahneman corrigiendo exámenes es un
ejemplo impecable porque conecta la
psicología experimental con la práctica docente cotidiana. Decidió que para
dominar el efecto halo era necesario, no correlacionar el error y realizar observaciones independientes. Lo de Kahneman corrigiendo exámenes es un ejemplo pedagógico impecable porque conecta la psicología experimental
con la práctica docente cotidiana. La aplicación del efecto halo a
la práctica docente (el ejemplo de Kahneman corrigiendo exámenes) es,
como se describe, impecable. Convierte un concepto de la psicología
experimental en una obligación ética en el mundo real.
Todos, alguna vez, fuimos víctimas y
verdugos del efecto halo.
Confiamos demasiado en
quien nos cayó bien. Desconfiamos de quien no supo agradarnos. Creamos
estereotipos, generalizamos, amamos o rechazamos a velocidad de relámpago, sin
advertir que el juicio, como el amor, necesita tiempo para afinar la mirada. Quizás,
en el fondo, el efecto halo es una metáfora perfecta del pensamiento humano: confundimos el brillo con la claridad. Pero al saber cómo el sesgo afecta la justicia
en la evaluación, abrimos la puerta a una reflexión moral sobre la
responsabilidad del juicio. Y no comprender lo que representa este sesgo nos
deja suspendidos entre la ignorancia y la pereza intelectual: justo donde el
pensamiento —y la evaluación— se adormecen.
Epilogo
Durante buena parte del siglo
pasado, en la escuela y en la universidad no se evaluaba, se examinaba.
El examen era un ritual de control, más que un proceso de comprensión. Se
centraba en verificar si el estudiante recordaba lo enseñado, no en comprender
cómo había aprendido o qué sentido le daba al conocimiento. La palabra evaluar
—del latín ex-valere, “dar valor”— se confundió con examinar, que
proviene de examen, “aguijón” o “balanza”. Mientras el examen buscaba
pesar y medir, la evaluación debía haber buscado dar valor, acompañar,
orientar. Pero el sistema escolar, heredero del modelo burocrático y
selectivo, privilegió lo medible sobre lo significativo.
Recién en las últimas décadas,
gracias a los aportes de la psicología cognitiva, la pedagogía crítica y la
evaluación formativa, comenzó a comprenderse que evaluar no es calificar,
sino comprender y mejorar los procesos de aprendizaje. Y que todo acto
de evaluación involucra no solo conocimientos, sino también justicia,
empatía y conciencia de los propios sesgos.
No comprender este sesgo nos deja suspendidos entre
la ignorancia y la pereza intelectual, justo donde la justicia y la calidad del
juicio se adormecen.
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