viernes, noviembre 14, 2025

 

 

Llego la hora del coctel  epistemológico

 


 

“…Por irónico que pueda parecer, la única realidad que la ciencia no puede reducir es precisamente la única realidad que nosotros conoceremos siempre… Estamos hechos de arte y ciencia. Al igual que ocurre con una obra de arte, también nosotros superamos nuestros materiales. La ciencia necesita del arte para enmarcar el misterio, pero el arte necesita de la ciencia para que todo no sea misterio. Ninguna de las dos verdades es la solución, pues nuestra realidad es plural.”

                                                                          Jacob Bronowski, El ascenso del hombre

En nuestras tardes de laboratorio de café tenemos una visión clásica del conocimiento. Pero Oscar siempre me incito a poner en funcionamiento la coctelera y preparar un trago distinto. Así que fui en búsqueda del barman adecuado.

Lo encontré con poco esfuerzo: el sujeto en cuestión es Alan Sokal, quien entre sus antecedentes figura como profesor en la Universidad de Nueva York y en el University College de Londres. En esta última institución, dicho sea de paso, se conserva en una vitrina el cuerpo embalsamado de Jeremy Bentham, con la cabeza de cera, “participando” de las reuniones del consejo académico. ¿?

Sokal, amigo de las bromas pesadas —ya veremos por qué—, habla de la actitud racional más que del sentido común, y quiere convencernos de que lo que hacemos cotidianamente goza de continuidad metodológica con el conocimiento científico; que las diferencias solo se dan en los resultados. Bronowski decía que “estamos hechos de arte y ciencia”, Sokal, agrega un tercer ingrediente: la ironía como método de limpieza conceptual. A veces hace falta un chiste para desarmar un mito.

“Por sus frutos los conoceréis.”
                                           (Mateo 7:20)

Su posición es clara: no existen diferencias esenciales entre lo que hacemos todos los días y lo que hace un científico. Muchos pensarán que el barman se pasó en la dosis y que el trago le salió muy cargado. Puede gustar o no. Pero para Sokal, la actitud racional tiene distintos niveles de profundidad: ubica al conocimiento cotidiano en un extremo y al científico en el otro. En la brecha estarían los historiadores, detectives, médicos, mecánicos, plomeros… y cualquiera que tu imaginación permita incluir.

Sokal es apropiado considerarlo como un símbolo de vigilancia epistemológica, a favor de la claridad conceptual, marcando la frontera entre ciencia y retórica, un crítico de la autoridad discursiva sin contenido. Es, de algún modo, un “Bronowski del rigor”: cree profundamente que la claridad es un acto ético.  Una deuda impaga en muchas de nuestras reuniones en el laboratorio.

Decía que era amigo de las bromas pesadas, y la prueba fue un cóctel de auténtica mala leche que preparó con el título “La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”, publicado en 1996 en la revista Social Text. El nombre además de poco claro en hasta difícil de recordar y da idea de solo para genios

¿Por qué su trago tenía mala leche? Porque el mismo día de la publicación, Sokal anunció en otra revista que todo era una farsa. ¿La razón? Mostrar la falta de neutralidad ideológica de ciertos editores y cómo se publican textos por el prestigio del autor, independientemente de los disparates que pudiera decir.

Sokal no fue tímido en sus críticas. Señaló el fraude científico y dio nombres. En su lista figura Martha E. Rogers, precursora de la pseudociencia en enfermería, aunque —dice— muy por debajo de los virtuosos de la charlatanería: Jacques Lacan, Julia Kristeva, Gilles Deleuze y Félix Guattari. Si buscan un crítico agudo de la ciencia y sus espejismos, no se pierdan de leerlo.

“Al autor puede perdonársele su falta de honradez solo en caso de que, antes de engañar a otros, se haya tomado muchas molestias en engañarse a sí mismo.”
                                                                                                                        — Peter Medawar

Sokal no está solo en esta cruzada. Lo acompaña, entre otros, el propio Peter Medawar, Premio Nobel de Medicina, quien dedica un capítulo entero al fraude científico en su libro El extraño caso de los ratones moteados y otros ensayos sobre la ciencia.

Nos hace ver que  la ciencia está hecha de santos y de sinvergüenzas, de visionarios y de dibujantes, de místicos y .... Los casos de fraude no enseñan nada profundo sobre la naturaleza humana; enseñan algo simple todo oficio humano puede ser bastardeado, y por eso mismo necesita vigilancia, humildad y humor.

En su libro entre tantas cosas interesantes nos relata el caso del doctor W. Summerlin, investigador del Instituto del Cáncer Sloan Kettering de Nueva York. Summerlin afirmaba haber logrado, con un método sencillo, trasplantes exitosos de piel y córnea entre individuos —incluso de distintas especies—. El fraude se descubrió, y Medawar le dedicó unas líneas memorables:

“Cuando el asunto Summerlin sea conocido, los profanos menearán la cabeza pesarosamente y se echarán largas miradas como si hubiesen aprendido algo profundamente nuevo sobre la moral de los científicos. Pero los científicos —como todos los seres humanos— son de muchos tipos: coleccionistas, clasificadores, detectives por temperamento, exploradores, artistas, artesanos, poetas, filósofos, algunos místicos y unos pocos sinvergüenzas. No hay una verdad profunda sobre la conducta científica que aprender del caso Summerlin, salvo quizá que en el mundo tiene que haber de todo.”

Y quizá esa sea la verdadera enseñanza: la ciencia, como el arte, no está hecha de materiales puros, sino de mezclas. De pasiones, de errores, de intuiciones y de ironías. Al fin y al cabo, el conocimiento —como los buenos cócteles— necesita una dosis justa de razón y de misterio. Si falta una, el trago pierde sabor; si sobra, se vuelve indigesto.

Epílogo: el último sorbo

Al terminar el cóctel, siempre queda un gusto persistente. En este caso, una certeza inquietante: el conocimiento humano es una bebida mezclada. Ningún trago puro nos explica del todo. La ciencia sin arte se seca en fórmulas; el arte sin ciencia se disuelve . Entre ambos, la razón cotidiana —esa que Sokal quiso rescatar— que intenta mantener el equilibrio, mezclando un poco de rigor con un poco de intuición, un poco de duda con un poco de fe. Quizás lo que nos salva no sea la verdad, sino la lucidez con que dudamos de ella. Porque el conocimiento, como todo buen brebaje, se disfruta mejor cuando no se lo bebe de un trago, sino cuando se lo saborea con pausa, mientras conversamos, sospechamos y reímos un poco. Al final, toda ciencia es un arte del juicio, y todo arte, una ciencia del asombro. El secreto no está en las proporciones, sino en saber cuándo agitar y cuándo dejar reposar.

Sokal nos recuerda que pensar es, a veces, ponerse ácido, Bronowski  que  también es, siempre, ponerse humano.

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