Doxa y
Episteme
La cena fue, como tantas
veces, un disparador de ideas. En un momento surgieron opiniones sobre un tema
cualquiera; y esas “opiniones” me llevaron a recordar que Platón había
distinguido entre doxa (opinión) y episteme (ciencia).
Tiempo atrás, Esther Díaz
publicó un libro con un título tan provocador como lúcido: El himen como
obstáculo epistemológico. Relatos sexuales de una filósofa. Ella misma
ironiza diciendo que es como “poner la Biblia junto al calefón”. Pero en otro
de sus libros arroja luz no sobre el himen, sino sobre el obstáculo, al afirmar
que la epistemología es a la ciencia lo que la crítica de arte es al
fenómeno estético: el artista produce la obra; el crítico la
analiza. Así también, el científico produce teorías y prácticas científicas,
mientras el epistemólogo reflexiona sobre ellas.
Volviendo a Platón, su mirada distingue con
claridad dos mundos:
- La doxa corresponde al mundo sensible, visible,
opinable. Es el saber vulgar, el mundo de los filodoxos, los
amantes de las apariencias.
- La episteme, en
cambio, pertenece al mundo inteligible, el de los verdaderos amantes de la
sabiduría: los filósofos.
En la célebre alegoría de la
caverna, Platón invita a salir del mundo de las sombras para acceder, mediante
la episteme, al mundo de las ideas. Allí el conocimiento no se obtiene
con los sentidos sino con el entendimiento (dianoia), cuya tarea
consiste en elevarse desde lo sensible hacia lo inteligible.
Etimológicamente, episteme
proviene del griego epi-histēmi, que significa “poner sobre algo” o
“sostener firmemente”. Es, por tanto, un saber que se apoya sobre una base
sólida, un conocimiento que no fluctúa con la opinión.
Con el paso de los siglos,
la reflexión sobre el conocimiento adoptó otro nombre: epistemología,
también llamada teoría o filosofía de la ciencia. Su propósito es
distinguir la ciencia de la seudociencia, y examinar los métodos, fundamentos y
límites del saber científico. Mario Bunge lamentaba la escasa importancia que a
menudo se le otorga, atribuyéndola —con su ironía habitual— a la creencia de
que se trata de “un pasatiempo de profesores jubilados”.
Bunge
propone pensar la epistemología como una metaciencia, y para explicarlo recurría a una analogía lingüística: así como la
gramática se ocupa de las relaciones entre palabras, la epistemología se ocupa
de las relaciones entre teorías y hechos. Si sustituimos la conjunción “y” en
la expresión “filosofía y ciencia” por la preposición “de”, el sentido cambia
por completo: “filosofía de la ciencia”. Esa pequeña operación muestra
que la epistemología no acompaña a la ciencia, sino que la examina desde otro
nivel.
Francisco Salmerón, en el libro Epistemología de Bunge, responde
a la pregunta de si la epistemología es útil. Lo es, dice, cuando cumple
ciertas condiciones:
a) Se ocupa realmente de la ciencia.
b) Aborda problemas filosóficos que emergen en la investigación.
c) Propone soluciones claras y rigurosas.
d) Distingue ciencia de seudociencia, investigación profunda de
superficial.
e) Es capaz de criticar programas erróneos y sugerir nuevos enfoques.
Todo esto nos devuelve al
punto de partida: la cena, las opiniones, las doxas cotidianas. Tal vez la
epistemología sea, en el fondo, el intento de salir una y otra vez de la
caverna del sentido común, de mirar las sombras con una luz un poco más
firme.
Entre la doxa que
ronda las sobremesas y la episteme que ilumina las ideas, se abre un
espacio frágil pero necesario: el del pensamiento crítico. Allí donde una
opinión se detiene a pensarse, comienza la filosofía de la ciencia. Y, quizás
también, la filosofía de la vida cotidiana.
Epílogo:
Entre la sombra y la mirada
Quizás toda conversación —incluso aquella cena de diciembre— sea una
pequeña alegoría de la caverna. Cada uno habla desde su rincón de luz,
proyectando las sombras de lo que cree ver. En medio del ruido, alguna palabra
se ilumina, y por un instante parece que comprendemos algo.
La episteme no es solo patrimonio del científico ni del filósofo: es un gesto, un
modo de mirar. Es la decisión de no quedarse con la primera imagen, de
sospechar de la apariencia, de someter la opinión al cuidado del pensamiento.
La doxa habita en nosotros como el rumor de lo inmediato; la episteme,
como el eco de una pregunta que insiste. Entre ambas se teje la trama de
nuestra existencia: pensar no para tener razón, sino para ver mejor.
En tiempos donde la opinión se multiplica más
rápido que la reflexión, recuperar el valor de la episteme es casi un
acto de resistencia. Tal vez, después de todo, el verdadero conocimiento no
consista en poseer la verdad, sino en atreverse a mirar lo suficiente como para
seguir buscándola.
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