jueves, octubre 16, 2025

Poner orden en el monedero: para la educación del pensamiento

 

Poner orden en el monedero:

             para la educación del pensamiento

Para los de mi época esto era muy común

Cada mente tiene su propio monedero. Allí guardamos los fragmentos con los que abonamos sentido al mundo: datos, imágenes, palabras, certezas momentáneas. Pero no todas las monedas valen lo mismo, y confundirlas puede llevarnos a gastar pensamiento sin recibir comprensión a cambio.
De tanto acumular ¨información¨, a veces olvidamos qué es lo que realmente sabemos.

La metáfora del monedero, información , representación ,conocimiento inspirada en Juan Ignacio Pozo, nos invita a concebir la mente como una economía cognitiva: un sistema de intercambios y conversiones donde la información, la representación y el conocimiento constituyen monedas con distinto valor simbólico y funcional. Como en toda economía, lo decisivo es cómo se organiza el capital y qué uso se le da.

La primera moneda: la información

Matemáticamente, la información es solo la medida de las opciones posibles, un juego de combinaciones ¨binarias carente de contenido¨. Sin embargo, en la práctica educativa tendemos a igualarla al conocimiento. Es un error frecuente: tener información no implica comprender. Como recordaba Charles S. Peirce, la información aislada no genera creencia, y sin creencia no hay guía para la acción. La información, por sí sola, solo nos muestra el terreno, pero no el camino. Lo que da valor a la información es su capacidad de transformarse en representación significativa y, posteriormente, en conocimiento operativo.

La segunda moneda: la representación

La representación es la manera en que la información se codifica dentro de nosotros. Es el mapa que sustituye al territorio. Nuestros sentidos son los cobradores de este intercambio: reciben las señales, las priorizan, las ordenan y finalmente las entregan a la conciencia. Pero ese acto no ocurre en tiempo real. Como demostraron David Eagleman y Terrence Sejnowski, nuestra mente es posdictora: construye una interpretación retrospectiva de los hechos y nos hace creer que vivimos en el presente, cuando en verdad nuestra conciencia habita unos milisegundos en el pasado. Vivimos, podría decirse, mirando el espejo retrovisor del ahora. Cada representación que elaboramos está filtrada por los límites de nuestra especie, nuestra cultura y nuestra biografía. Y también por el lenguaje, ese tercer socio de la mente que, como señaló Gregory Bateson, no solo describe la realidad, sino que la modela.

En esta línea, Lev Vygotsky subrayó que el pensamiento se forma en la interacción social y que el lenguaje actúa como mediador del desarrollo cognitivo. Aprender, entonces, no es un proceso solitario de almacenamiento, sino una experiencia culturalmente situada: internalizamos el pensamiento de los otros y, al hacerlo, aprendemos a pensar por nosotros mismos.

La tercera moneda: el conocimiento

El conocimiento surge cuando la información y la representación se integran en una estructura coherente, el dato, que es la unidad mínima de conocimiento .Educar no consiste en ¨transmitir¨ datos, sino en enseñar a pensar con ellos. No es acumulación, sino organización. Edgar Morin lo define como parte de un tejido: de una red de relaciones que da sentido a los fragmentos dispersos de la experiencia. Solo cuando comprendemos las conexiones entre los saberes, estos se transforman en competencias, en modos de actuar coherentes con lo que pensamos y decimos. De ahí la importancia de poner orden en el monedero: podemos tener información sin representación, representación sin conocimiento, o incluso conocimiento sin acción. Ordenar es integrar, y esa integración constituye el núcleo de la educación como proceso de construcción de sentido  y acción en nuestra realidad .

Aprender como gestión del conocimiento

Desde esta perspectiva, la gestión del conocimiento no es una técnica organizacional, sino una práctica de conciencia. Implica diseñar modos de pensar que generen cambios duraderos. Un gestor importante para iniciar el diseño, aunque no el único  es Michael Polanyi quien  distinguió entre conocimiento tácito y explícito: lo que sabemos sin saber que lo sabemos y lo que podemos expresar y compartir. Ambos coexisten en un flujo continuo: el primero da soporte al segundo, y el segundo retroalimenta al primero.

Arthur Reber amplió esta idea al sostener que no hay una frontera esencial entre ambos, sino una diferencia de grado. El conocimiento explícito sería  una cristalización del tácito. Educar, entonces, consiste en acompañar esa transformación: convertir la intuición en forma, la experiencia en palabra, el gesto en comprensión. El modelo de Nonaka y Takeuchi propone una forma evolutiva con un umbral epistemológico digno de profundizar.

Metacognición y antifragilidad

Poner orden en el monedero es, finalmente, un acto de metacognición: saber qué tipo de moneda estamos usando y con qué intención. El pensamiento, como la economía, necesita saber en qué invierte su energía. No basta con tener monedas; hay que aprender a convertirlas en valor. Cuando la información se integra en representación, y la representación se convierte en conocimiento, el pensamiento deja de ser acumulación y se vuelve capital cognitivo, capaz de orientarnos en la incertidumbre, de generar sentido, de volvernos antifrágiles frente al caos.

Como señala Nassim Nicholas Taleb, lo antifrágil no solo resiste el desorden, sino que se beneficia de él. Una mente antifrágil no busca protegerse del error, sino aprender de él: convierte la pérdida en ajuste, la incertidumbre en señal. En el terreno educativo, esto significa formar aprendices capaces de ganar conocimiento del error, de transformar el tropiezo en pregunta y la duda en GPS.

Educar

Educar es enseñar a poner orden en el propio monedero mental. No se trata de coleccionar datos ni de repetir fórmulas, sino de aprender a distinguir las monedas que realmente tienen valor: aquellas que pueden transformarse en comprensión, criterio y acción. Solo así la educación cumple su función más alta: ayudar a cada mente a construir su propia economía del sentido, capaz de sostenerse, adaptarse y fortalecerse en un mundo incierto.

Pensar bien es mantener en orden el monedero con el que abonamos la realidad

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