Poner orden en el monedero:
para
la educación del pensamiento
Para los de mi época esto era muy común
Cada mente
tiene su propio monedero. Allí guardamos los
fragmentos con los que abonamos sentido al mundo: datos, imágenes, palabras,
certezas momentáneas. Pero no todas las monedas valen lo mismo, y confundirlas
puede llevarnos a gastar pensamiento sin recibir comprensión a cambio.
De tanto acumular ¨información¨, a veces olvidamos qué es lo que realmente
sabemos.
La metáfora del monedero, información
, representación ,conocimiento inspirada en Juan Ignacio Pozo, nos
invita a concebir la mente como una economía cognitiva: un sistema de
intercambios y conversiones donde la información, la representación y el
conocimiento constituyen monedas con distinto valor simbólico y funcional. Como
en toda economía, lo decisivo es cómo se organiza el capital y qué uso se le
da.
La primera moneda: la información
Matemáticamente, la
información es solo la medida de las opciones posibles, un juego de
combinaciones ¨binarias carente de contenido¨. Sin embargo, en la práctica
educativa tendemos a igualarla al conocimiento. Es un error frecuente: tener
información no implica comprender. Como recordaba Charles S. Peirce, la
información aislada no genera creencia, y sin creencia no hay guía para la
acción. La información, por sí sola, solo nos muestra el terreno, pero no el
camino. Lo que da valor a la información es su capacidad de transformarse en
representación significativa y, posteriormente, en conocimiento operativo.
La segunda moneda: la representación
La representación es la
manera en que la información se codifica dentro de nosotros. Es el mapa que
sustituye al territorio. Nuestros sentidos son los cobradores de este
intercambio: reciben las señales, las priorizan, las ordenan y finalmente las
entregan a la conciencia. Pero ese acto no ocurre en tiempo real. Como
demostraron David Eagleman y Terrence Sejnowski, nuestra mente es
posdictora: construye una interpretación retrospectiva de los hechos y
nos hace creer que vivimos en el presente, cuando en verdad nuestra conciencia
habita unos milisegundos en el pasado. Vivimos, podría decirse, mirando el
espejo retrovisor del ahora. Cada representación que elaboramos está filtrada
por los límites de nuestra especie, nuestra cultura y nuestra biografía. Y
también por el lenguaje, ese tercer socio de la mente que, como señaló Gregory
Bateson, no solo describe la realidad, sino que la modela.
En esta línea, Lev
Vygotsky subrayó que el pensamiento se forma en la interacción social y que
el lenguaje actúa como mediador del desarrollo cognitivo. Aprender, entonces,
no es un proceso solitario de almacenamiento, sino una experiencia
culturalmente situada: internalizamos el pensamiento de los otros y, al
hacerlo, aprendemos a pensar por nosotros mismos.
La tercera moneda: el conocimiento
El conocimiento surge cuando
la información y la representación se integran en una estructura coherente, el
dato, que es la unidad mínima de conocimiento .Educar no consiste en ¨transmitir¨
datos, sino en enseñar a pensar con ellos. No es acumulación, sino
organización. Edgar Morin lo define como parte de un tejido: de una red
de relaciones que da sentido a los fragmentos dispersos de la experiencia. Solo
cuando comprendemos las conexiones entre los saberes, estos se transforman
en competencias, en modos de actuar coherentes con lo que pensamos y decimos.
De ahí la importancia de poner orden en el monedero: podemos tener
información sin representación, representación sin conocimiento, o incluso
conocimiento sin acción. Ordenar es integrar, y esa integración constituye el
núcleo de la educación como proceso de construcción de sentido y acción en nuestra realidad .
Aprender como gestión del conocimiento
Desde esta perspectiva, la gestión
del conocimiento no es una técnica organizacional, sino una práctica de
conciencia. Implica diseñar modos de pensar que generen cambios duraderos. Un
gestor importante para iniciar el diseño, aunque no el único es Michael Polanyi quien distinguió entre conocimiento tácito y
explícito: lo que sabemos sin saber que lo sabemos y lo que podemos expresar y
compartir. Ambos coexisten en un flujo continuo: el primero da soporte al
segundo, y el segundo retroalimenta al primero.
Arthur
Reber amplió esta idea al sostener que no hay una
frontera esencial entre ambos, sino una diferencia de grado. El conocimiento
explícito sería una cristalización del
tácito. Educar, entonces, consiste en acompañar esa transformación: convertir
la intuición en forma, la experiencia en palabra, el gesto en comprensión. El
modelo de Nonaka y Takeuchi propone una forma evolutiva con un umbral
epistemológico digno de profundizar.
Metacognición y antifragilidad
Poner orden en el monedero
es, finalmente, un acto de metacognición: saber qué tipo de moneda
estamos usando y con qué intención. El pensamiento, como la economía, necesita
saber en qué invierte su energía. No basta con tener monedas; hay que aprender
a convertirlas en valor. Cuando la información se integra en representación, y
la representación se convierte en conocimiento, el pensamiento deja de ser
acumulación y se vuelve capital cognitivo, capaz de orientarnos en la
incertidumbre, de generar sentido, de volvernos antifrágiles frente al caos.
Como señala Nassim
Nicholas Taleb, lo antifrágil no solo resiste el desorden, sino que se
beneficia de él. Una mente antifrágil no busca protegerse del error, sino
aprender de él: convierte la pérdida en ajuste, la incertidumbre en señal. En
el terreno educativo, esto significa formar aprendices capaces de ganar
conocimiento del error, de transformar el tropiezo en pregunta y la duda en
GPS.
Educar
Educar es
enseñar a poner orden en el propio monedero mental. No se trata de coleccionar datos ni de repetir fórmulas, sino de
aprender a distinguir las monedas que realmente tienen valor: aquellas que
pueden transformarse en comprensión, criterio y acción. Solo así la educación
cumple su función más alta: ayudar a cada mente a construir su propia economía
del sentido, capaz de sostenerse, adaptarse y fortalecerse en un mundo
incierto.
Pensar bien
es mantener en orden el monedero con el que abonamos la realidad
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