Gracias a ranas y jaulas
L.GALVANI
Una rana, una chispa y una piedra imán: así
podría comenzar la historia de la electricidad y el magnetismo, o, mejor dicho,
la historia de genios que domesticaron lo invisible.
Luigi Galvani, médico y anatomista, observó
un día de tormenta las patas de una rana muerta se contraían un día de tormenta
al contacto con un metal. Creyó haber descubierto una “electricidad animal”,
una fuerza vital que habitaba en los cuerpos. Sin embargo, Alessandro Volta
demostraría que la electricidad era una sola, que su origen no residía en la
rana sino en el contacto entre los metales. Así, de la biología al laboratorio,
la chispa vital se convirtió en corriente mensurable.
Mientras
los experimentos con electricidad comenzaban a asombrar a los científicos, había
otro fenómeno invisible llamaba la atención: los imanes Los primeros “imanes”
que conoció el ser humano no eran artificiales, sino piedras naturales
con propiedades magnéticas: la magnetita (óxido de
hierro, Fe₃O₄). Estas piedras se
encontraban principalmente en una región de Asia Menor llamada Magnesia
(actual Turquía). De ahí viene la palabra magnetismo.
Fue William Gilbert, médico inglés del siglo
XVI, quien estudió sistemáticamente los imanes y demostró que la Tierra misma
era un gran imán, dando las primeras leyes del magnetismo. Décadas más tarde,
en el siglo XIX, Hans Christian Ørsted descubrió algo aún más sorprendente: una
corriente eléctrica podía generar un campo magnético. André-Marie Ampère y
Michael Faraday expandieron esta idea hasta demostrar que electricidad y
magnetismo no eran fenómenos separados, sino dos aspectos de una misma fuerza invisible.
Allí comenzaba a dibujarse un patrón: una danza de fuerzas que atravesaba el
espacio y el tiempo.
Michael Faraday, un hombre con educación informal
y, una curiosidad insaciable, llevó esta comprensión un paso más allá. Jugando
con imanes y corrientes eléctricas, descubrió la inducción electromagnética:
un campo magnético podía generar corriente eléctrica y viceversa. A. Faraday le
gustaba de mostrar lo que hacía; le encantaba que la ciencia fuera visible,
tangible. Entre sus demostraciones más célebres estaba la “jaula de Faraday”,
un recinto metálico que protege de campos eléctricos externos. Hoy, desde un
avión en medio de una tormenta hasta una resonancia magnética, seguimos
viviendo dentro de esa metáfora protectora.
En
medicina
Avión
dentro de su Jaula de Faraday
James Clerk Maxwell, matemático escocés, tomó
las intuiciones de Faraday y las transformó en lenguaje universal. Sus
ecuaciones unificaron electricidad y magnetismo en una sola fuerza: la fuerza
electromagnética, responsable de la luz, el magnetismo y la electricidad
que nos rodea. Hoy sabemos que esta fuerza es una de las cuatro fuerzas
fundamentales de la naturaleza, junto con la gravedad y las interacciones
nucleares fuertes y débiles, y gobierna desde la estructura de los átomos hasta
la transmisión de energía por nuestros dispositivos modernos.
Donde Faraday veía líneas de fuerza, Maxwell
escribió campos vectoriales. Gracias a esa síntesis, la ciencia pudo predecir,
medir y controlar fenómenos que antes parecían milagrosos.
El siguiente capítulo de esta serie lo
protagonizaron Thomas Edison y Nikola Tesla. Edison, el incansable inventor,
creía en la electricidad como oficio; Tesla, como lenguaje cósmico. Entre ambos
se libró la llamada “guerra de las corrientes”: continua contra alterna. Ganó
Tesla en la distribución de energía a gran escala, pero nuestros dispositivos
combinan las ideas de ambos: la corriente alterna de Tesla viaja por los
cables hasta nuestros hogares, y dentro de cada celular o computadora, se convierte
en corriente continua, estable y controlable, lista para alimentar cada
circuito y batería. Edison aporta, entonces, la base práctica de la CC en los
circuitos, mientras Tesla nos dio la visión de la energía global y su
distribución.
Se cuenta que Edison desconfiaba de los
matemáticos. Cuando alguien solicitaba empleo en su laboratorio, le pedía
calcular el volumen de un foco vacío. Después de verlos sudar entre fórmulas,
llenaba la ampolla con agua y medía el resultado. Tenía razón en lo práctico,
pero su desprecio por las ecuaciones le costó caro: nunca comprendió el alcance
de las formulaciones de Maxwell. En esa tensión entre intuición, cálculo y
visión, late aún nuestra relación con la tecnología.
Tesla,
veía más allá del foco y el cable, pensando en la electricidad como un
lenguaje que fluye invisible, más allá de la técnica inmediata. Hoy, cada
celular, cada pantalla, cada circuito que sostiene nuestra vida digital, es un
pequeño testimonio de esa visión. Vivimos en la intimidad cuántica de la
electricidad: corriente que se transforma, señales
que viajan, energía que entra y sale de nuestros dispositivos. Tesla, desde
afuera, parecía susurrarnos que lo invisible no es sólo fuerza, sino también
imaginación.
Epilogo
Al fin y al cabo, la electricidad y el
magnetismo no sólo encendieron el planeta: iluminaron nuestra manera de pensar.
Desde las patas de una rana hasta la pantalla de un celular, la historia de la
energía es también la historia de nuestra curiosidad, nuestra creatividad y
nuestra capacidad de transformar lo invisible en algo que podemos tocar, usar y
comprender.
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