Aprender
a aprender: el desafío permanente
Aprender es un acto creativo. Cada vez que lo
hacemos, reorganizamos nuestra estructura mental, complejizamos nuestra forma
de pensar y ampliamos nuestras posibilidades de actuar en el mundo. Dicho de
otro modo: aprender es escribir, paso a paso, nuestro propio “manual de uso”. Sin
embargo, las teorías del aprendizaje han recorrido un largo camino para
explicar cómo ocurre este proceso.
Del
conductismo a la construcción activa
El conductismo fue el primer gran
intento de sistematizar el aprendizaje. Desde Pavlov hasta Watson y Skinner, se
pensó como un proceso de estímulo y respuesta: lo que importa es lo observable
y medible. Watson llegó a afirmar que, con la educación adecuada, cualquier
niño podría ser convertido en médico, abogado o ladrón. Aunque hoy suene
radical, esta visión sigue presente en prácticas educativas centradas en la
repetición y el control.
El cognitivismo, en cambio, se preguntó
por lo que sucede dentro de la mente. Aprender dejó de ser solo reaccionar a
estímulos y pasó a entenderse como procesamiento de información:
percibir, almacenar, recuperar, organizar. Aquí entran autores como Ausubel,
con su énfasis en los “organizadores previos”, que ayudan a dar sentido a lo
que incorporamos.
Pero el constructivismo dio un paso
decisivo: aprender no es solo procesar datos, sino construir activamente
significados. Piaget mostró que nuestras estructuras cognitivas evolucionan
en etapas, y Vygotski subrayó la importancia del contexto social y cultural.
Conceptos como la zona de desarrollo próximo y el andamiaje de
Bruner explican cómo el aprendizaje se potencia con la ayuda de otros.
El giro
posconstructivista
El posconstructivismo no niega estas
corrientes: las integra y las amplía. Reconoce la importancia de los procesos
internos (cognitivismo) y de la construcción activa de significados
(constructivismo), pero los sitúa en un marco más dinámico, flexible y
plural.
El aprendizaje ya no se entiende como algo
individual y lineal, sino como un proceso situado, distribuido y en red,
atravesado por lo social, lo emocional y lo tecnológico. En la práctica, esto
significa reconocer que hoy aprendemos tanto en un aula como en una comunidad
virtual, tanto de un profesor como de un compañero, un tutorial de YouTube o
una inteligencia artificial.
Bateson,
Dilts y los niveles del aprendizaje
Gregory Bateson profundizó aún más: no todos
los aprendizajes son iguales. A veces solo repetimos patrones (aprendizaje
cero). Otras veces adaptamos lo que ya sabemos (aprendizaje I). Pero hay
niveles más hondos: en el aprendizaje II y III cambiamos creencias,
valores o incluso nuestra identidad. Y en ocasiones excepcionales, se producen
saltos revolucionarios (aprendizaje IV).
Robert Dilts, inspirado en Bateson, insistió
en que los aprendizajes se tejen a partir de creencias, valores y mapas
mentales. El lenguaje, en este sentido, cumple un doble papel: nos permite
representarnos el mundo y, al mismo tiempo, compartirlo con otros. Aprender a
aprender implica entonces también cuestionar nuestros propios supuestos
y ampliar el marco desde el cual interpretamos la realidad.
La escuela
y el gran desacople
Aquí surge el problema de fondo. Como advierte
Peter Senge, la escuela tal como la conocemos nunca se diseñó para aprender,
sino para instruir y socializar, replicando el modelo fabril de la era
industrial. De ahí que los errores —fuente natural del aprendizaje— hayan sido
históricamente castigados en lugar de valorados.
En La quinta disciplina, Senge plantea
que las organizaciones inteligentes se sostienen en cuatro pilares: el dominio
personal, los modelos mentales, la visión compartida y el aprendizaje
en equipo. Este último comienza con el diálogo: la capacidad de suspender
supuestos y abrir un flujo auténtico de significados. Ese es el sentido
profundo de metanoia: un tránsito mental decisivo, una transformación de
la manera misma en que entendemos el aprender.
Hacia una
nueva centralidad del aprendizaje
Si algo muestran estas teorías es que no
existe una única manera de aprender. En algunos contextos funcionamos como
conductistas; en otros, necesitamos la mirada cognitivista o constructivista; y
muchas veces la clave está en integrar todas estas perspectivas.
Lo central es que aprender a aprender
se convierta en un objetivo compartido por estudiantes, docentes, familias y
gobiernos. Porque mientras la educación siga centrada en transmitir contenidos
y evaluar respuestas correctas, arrastraremos un déficit estructural. El futuro
de la educación dependerá, en gran medida, de si somos capaces de poner el
aprendizaje —y no la instrucción— en el corazón del sistema.
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