¡AHORA A LEER CON LAS LOCALIDADES COMPLETAS!
“Antes
de la aparición del sistema nervioso todo el proceso cósmico era un espectáculo
ante localidades vacías. Después de su aparición los colores, los olores y las
emociones dieron animación a un Universo hasta entonces silencioso”.
—
R. W. Sperry
Las
líneas más importantes de investigación del ser humano como unidad —cuerpo,
mente, espíritu y cerebro— están hoy intercambiando activamente ideas, con
resultados fascinantes. Me refiero a las neurociencias, las ciencias cognitivas
y la inteligencia artificial. Algunos inventos han logrado entreabrir nuestra
“caja negra” y convertirla en objeto de estudio.
Hoy sabemos cada vez más sobre los cómos
y los porqués de nuestro funcionamiento, aunque aún se nos escapa la gran
pregunta del para qué: ¿Para qué fuimos habilitados con esas “localidades” de
la función cósmica de las que habla Sperry?
Ante
los avances del conocimiento surge inevitablemente otra pregunta: ¿cuál ha sido
el invento más grande de la humanidad? Para muchos, la agricultura; para otros,
la escritura cuneiforme inventada por los sumerios, por su poder democratizador
del conocimiento. Stanislas Dehaene nos recuerda que las letras no son simples
figuras, sino el “prodigioso invento de traducir lo abstracto en concreto —y
viceversa—, convirtiéndose así en la fuente de nuevas abstracciones”. Hace seis
mil años, los sumerios, con un cerebro humano ya de 200.000 años de antigüedad,
necesitados de contabilizar sus bienes, nos legaron la escritura como
prolongación de la memoria personal y colectiva.
Aquí
se abre un dilema fascinante: ¿el cerebro se adaptó a esa nueva forma cultural,
o la cultura se fue adaptando al cerebro? Una posición muy clara sostiene: “Si
el cerebro no evolucionó para la lectura, lo opuesto debe ser verdad: la
escritura evolucionó en el marco de nuestras limitaciones cerebrales. Nuestra
corteza no evolucionó específicamente para la lectura: no hubo tiempo ni
presión evolutiva suficiente para que esto ocurriera. Al contrario, la
escritura evolucionó para ajustarse a la corteza”. Fue la cultura la que se
adaptó, retroalimentándose en un ciclo mutuo.
Aquí
entra en escena un hallazgo decisivo: Rita Levi-Montalcini, Premio Nobel de
Medicina, descubrió la neuroplasticidad neuronal, esa capacidad del sistema nervioso de
establecer puentes entre genes, biología, cultura y sociedad. Gracias a ella,
no solo aprendemos a leer y a escribir, sino que el universo entero recobra
movimiento en nuestra experiencia. Lo que Sperry describía como un cosmos
silencioso encuentra, en nuestras redes neuronales plásticas, la posibilidad de
convertirse en música, palabra, ciencia, emoción.
Einstein
decía: “Pienso en imágenes, no en palabras”. Esa frase ilumina que la imagen es
el núcleo de todo pensamiento, incluso del más abstracto. Antes que la
gramática, antes que la letra, está el destello de una forma mental, una
constelación visual que organiza el mundo. La mente primero dibuja, después
nombra.
Desde
esta posición, todo comienza con un estímulo: una huella luminosa, un contorno,
una vibración. El ojo lo capta, la piel lo reconoce, el oído lo insinúa... La percepción organiza ese flujo en
una imagen, y la imagen se
convierte en el núcleo de toda experiencia significativa. De allí nace el pictograma: la primera fijación de
una imagen en un soporte, intento de apresar en un trazo lo que se ve y se
siente. El pictograma pertenece al mundo de lo concreto; es reflejo y espejo.
Con
el ideograma, la imagen se vuelve
más abstracta: ya no representa solo lo visible, sino lo pensado. La imagen
deja de ser espejo y se convierte en símbolo. La letra es el siguiente paso:
un trazo despojado de figura concreta, forma repetible y combinable. En ese
despojamiento, la imagen parece perder potencia, pero en realidad la
multiplica: la letra, mínima e inerte por sí sola, al enlazarse con otras se
convierte en palabra, en frase, en texto. El poder ya no reside en la figura
aislada, sino en la red que conforma.
La
escritura es, entonces, el viaje de ida y vuelta entre lo abstracto y lo
concreto: de la percepción inmediata al signo visible, del signo al
significado, y del significado nuevamente a una percepción interna compartida.
Cada lectura revive este trayecto; cada escritura lo reinventa. Incluso la
letra más mínima conserva la memoria de una figura, un eco visual que el ojo
reconoce antes de que la mente traduzca. Todo el universo de palabras, frases y
textos se sostiene sobre esta arquitectura invisible: un linaje de imágenes que
se fueron haciendo cada vez más abstractas, hasta llegar a la letra, que es a
la vez lo más pobre y lo más fértil del lenguaje escrito.
Cada
imagen gráfica —sea letra, símbolo o pictograma— es un átomo del sentido, una partícula que
alcanza su verdadero poder al enlazarse con otras, formando moléculas de
palabras, frases y finalmente tejidos más vastos: los textos. El universo de la
escritura se construye como una química del sentido, donde lo más pequeño
resuena en lo más grande y donde cada trazo porta en potencia una memoria
colectiva.
El
universo ya no es un espectáculo vacío: se despliega en nosotros y a través de
nosotros, en la continua reinvención de la cultura y de la mente. Cada letra
escrita es un pequeño acto cósmico: una chispa que transforma el silencio en
sonido detenido, en huella visible, en conciencia compartida. Somos, al mismo
tiempo, espectadores de esa proliferación simbólica y creadores del sentido que
ella inaugura, fruto de la alianza entre plasticidad cerebral y cultura
acumulada.
Epílogo: del silencio al diálogo
El universo ya no es un
espectáculo vacío: se despliega en nosotros y a través de nosotros, en la
continua reinvención de la mente y de la cultura. Cada letra escrita es una
chispa cósmica: transforma el silencio en huella visible, en conciencia
compartida. Allí se esconde, quizá, el verdadero “para qué” de esas
misteriosas localidades cósmicas: convertir la soledad del pensamiento en
diálogo infinito, y el silencio del universo en memoria común.
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