domingo, agosto 31, 2025

¡AHORA A LEER CON LAS LOCALIDADES COMPLETAS!

 

¡AHORA A LEER CON LAS LOCALIDADES COMPLETAS!

“Antes de la aparición del sistema nervioso todo el proceso cósmico era un espectáculo ante localidades vacías. Después de su aparición los colores, los olores y las emociones dieron animación a un Universo hasta entonces silencioso”.
                                                                                                                       — R. W. Sperry

Las líneas más importantes de investigación del ser humano como unidad —cuerpo, mente, espíritu y cerebro— están hoy intercambiando activamente ideas, con resultados fascinantes. Me refiero a las neurociencias, las ciencias cognitivas y la inteligencia artificial. Algunos inventos han logrado entreabrir nuestra “caja negra” y convertirla en objeto de estudio.

Hoy sabemos cada vez más sobre los cómos y los porqués de nuestro funcionamiento, aunque aún se nos escapa la gran pregunta del para qué: ¿Para qué fuimos habilitados con esas “localidades” de la función cósmica de las que habla Sperry?

Ante los avances del conocimiento surge inevitablemente otra pregunta: ¿cuál ha sido el invento más grande de la humanidad? Para muchos, la agricultura; para otros, la escritura cuneiforme inventada por los sumerios, por su poder democratizador del conocimiento. Stanislas Dehaene nos recuerda que las letras no son simples figuras, sino el “prodigioso invento de traducir lo abstracto en concreto —y viceversa—, convirtiéndose así en la fuente de nuevas abstracciones”. Hace seis mil años, los sumerios, con un cerebro humano ya de 200.000 años de antigüedad, necesitados de contabilizar sus bienes, nos legaron la escritura como prolongación de la memoria personal y colectiva.

Aquí se abre un dilema fascinante: ¿el cerebro se adaptó a esa nueva forma cultural, o la cultura se fue adaptando al cerebro? Una posición muy clara sostiene: “Si el cerebro no evolucionó para la lectura, lo opuesto debe ser verdad: la escritura evolucionó en el marco de nuestras limitaciones cerebrales. Nuestra corteza no evolucionó específicamente para la lectura: no hubo tiempo ni presión evolutiva suficiente para que esto ocurriera. Al contrario, la escritura evolucionó para ajustarse a la corteza”. Fue la cultura la que se adaptó, retroalimentándose en un ciclo mutuo.

Aquí entra en escena un hallazgo decisivo: Rita Levi-Montalcini, Premio Nobel de Medicina, descubrió la neuroplasticidad neuronal, esa capacidad del sistema nervioso de establecer puentes entre genes, biología, cultura y sociedad. Gracias a ella, no solo aprendemos a leer y a escribir, sino que el universo entero recobra movimiento en nuestra experiencia. Lo que Sperry describía como un cosmos silencioso encuentra, en nuestras redes neuronales plásticas, la posibilidad de convertirse en música, palabra, ciencia, emoción.

Einstein decía: “Pienso en imágenes, no en palabras”. Esa frase ilumina que la imagen es el núcleo de todo pensamiento, incluso del más abstracto. Antes que la gramática, antes que la letra, está el destello de una forma mental, una constelación visual que organiza el mundo. La mente primero dibuja, después nombra.

Desde esta posición, todo comienza con un estímulo: una huella luminosa, un contorno, una vibración. El ojo lo capta, la piel lo reconoce, el oído lo insinúa... La percepción organiza ese flujo en una imagen, y la imagen se convierte en el núcleo de toda experiencia significativa. De allí nace el pictograma: la primera fijación de una imagen en un soporte, intento de apresar en un trazo lo que se ve y se siente. El pictograma pertenece al mundo de lo concreto; es reflejo y espejo.

Con el ideograma, la imagen se vuelve más abstracta: ya no representa solo lo visible, sino lo pensado. La imagen deja de ser espejo y se convierte en símbolo. La letra es el siguiente paso: un trazo despojado de figura concreta, forma repetible y combinable. En ese despojamiento, la imagen parece perder potencia, pero en realidad la multiplica: la letra, mínima e inerte por sí sola, al enlazarse con otras se convierte en palabra, en frase, en texto. El poder ya no reside en la figura aislada, sino en la red que conforma.

La escritura es, entonces, el viaje de ida y vuelta entre lo abstracto y lo concreto: de la percepción inmediata al signo visible, del signo al significado, y del significado nuevamente a una percepción interna compartida. Cada lectura revive este trayecto; cada escritura lo reinventa. Incluso la letra más mínima conserva la memoria de una figura, un eco visual que el ojo reconoce antes de que la mente traduzca. Todo el universo de palabras, frases y textos se sostiene sobre esta arquitectura invisible: un linaje de imágenes que se fueron haciendo cada vez más abstractas, hasta llegar a la letra, que es a la vez lo más pobre y lo más fértil del lenguaje escrito.

Cada imagen gráfica —sea letra, símbolo o pictograma— es un átomo del sentido, una partícula que alcanza su verdadero poder al enlazarse con otras, formando moléculas de palabras, frases y finalmente tejidos más vastos: los textos. El universo de la escritura se construye como una química del sentido, donde lo más pequeño resuena en lo más grande y donde cada trazo porta en potencia una memoria colectiva.

El universo ya no es un espectáculo vacío: se despliega en nosotros y a través de nosotros, en la continua reinvención de la cultura y de la mente. Cada letra escrita es un pequeño acto cósmico: una chispa que transforma el silencio en sonido detenido, en huella visible, en conciencia compartida. Somos, al mismo tiempo, espectadores de esa proliferación simbólica y creadores del sentido que ella inaugura, fruto de la alianza entre plasticidad cerebral y cultura acumulada.

Epílogo: del silencio al diálogo

El universo ya no es un espectáculo vacío: se despliega en nosotros y a través de nosotros, en la continua reinvención de la mente y de la cultura. Cada letra escrita es una chispa cósmica: transforma el silencio en huella visible, en conciencia compartida. Allí se esconde, quizá, el verdadero “para qué” de esas misteriosas localidades cósmicas: convertir la soledad del pensamiento en diálogo infinito, y el silencio del universo en memoria común.

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