Edgardo A Marecos

lunes, noviembre 03, 2025

TRABAJO

  

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“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.”

El 30 de abril de 2015, víspera del Día del Trabajador, Miguel propuso en nuestra mesa una pregunta ¨sencilla¨: ¿Qué es el trabajo?

La fecha, cercana a la conmemoración de los mártires de Chicago, parecía propicia para detenernos y pensar. Entre risas y recuerdos, la pregunta empezó a desplegarse como un hilo invisible entre las tazas de café. Se habló de los “haraganes” —siempre los otros, claro—, de los que nunca le dan trabajo a nadie, y de aquellos que trabajan tanto que parecen no tener tiempo para sí mismos.

Eduardo, con su ironía característica, rompió el hielo: Mi padre fue un hombre activo, trabajó desde joven, incluso jugó en la primera de Boca Unidos. Creo que toda esa energía previa a mi nacimiento me dejó un cansancio cuasi genético. Las risas fueron inevitables, pero su comentario dejó flotando una idea profunda: el trabajo como herencia, como una fuerza cultural y corporal que se transmite, más allá de la biología.

Guillermo sostuvo que él podía “trabajar con gusto”. Arturo, en cambio, fue tajante:
—¡El trabajo es un castigo! . Su sentencia nos devolvió al origen bíblico: el trabajo como consecuencia de una caída, como pena impuesta por haber probado el fruto del conocimiento. En esa lectura ancestral, trabajar era pagar el precio de la conciencia.

Sin embargo, algo cambió con el tiempo. Cuando el trabajo dejó de ser solo fatiga y se volvió creación, el ser humano comenzó a participar activamente en la transformación del mundo. Trabajar ya no fue solo sobrevivir, sino afirmarse frente al caos: poner forma, ritmo y sentido donde antes había pura materia.

 

Miguel recordó entonces una frase de un contador:
—En economía, el trabajo es costo.

Alguien replicó:
—Y también es dignidad.

 

Ese contrapunto marcó un silencio. Las personas que no pueden trabajar —por exclusión, enfermedad o invisibilidad social— suelen sentirse menos por la pérdida de ingresos, y más por la pérdida de reconocimiento. Trabajar es ser parte del mundo. Escribir, sembrar, enseñar, reparar, cuidar o construir son modos distintos de decir: “aquí estoy”.

La dignidad del trabajo no proviene del esfuerzo físico ni del resultado económico, sino de la posibilidad de verse reflejado en lo que uno hace. Cuando eso se rompe, sobreviene lo que Marx llamó alienación: el trabajador ya no se reconoce en su obra.

Aunque el trabajo acompaña al ser humano desde sus orígenes, pocas palabras tan comunes esconden una raíz tan profunda. Como decía Eduardo Galeano citando a J. Wagenberg en su búsqueda de las raíces fundamentales , las palabras cotidianas suelen ser “ventanas a lo invisible”, pero raramente nos detenemos a mirar a través de ellas.

Trabajo es una de esas palabras. Se pronuncia a diario, pero casi nunca  solemos indagar en sus raíces filosóficas, religiosas o físicas, como si se tratara de un hecho puramente instrumental, una rutina inevitable. Sin embargo, bajo su aparente trivialidad, el trabajo toca los cimientos mismos de lo humano: La energía, el sentido, la creación, la culpa y la dignidad.

En una de nuestras últimas charlas, Carlos recordó que desde la física el trabajo se define como el producto entre una fuerza y un desplazamiento. Su explicación fue precisa, pero dejó abierta una intuición: porque detrás de esa definición exacta late una historia más compleja —la del esfuerzo, el castigo, la transformación y la conciencia— que atraviesa siglos de pensamiento y de experiencia. Fue a partir de esa conversación que retome esa vieja escena, ocurrida una década atrás, en una tarde de café.

Valor, precio y sentido

Desde una mirada concreta, el trabajo transforma una materia en producto. En ese proceso se articulan tres elementos: materia prima, medios de producción y fuerza de trabajo. Esta última no es otra cosa que energía humana: física, mental, emocional. Pero el núcleo del trabajo no está sólo en el movimiento de esa energía, sino en la relación entre valor, precio y sentido.

En economía, se dice que: Valor ≥ Precio > Costo.

El productor busca que el precio refleje su esfuerzo; el consumidor, que el valor percibido justifique el pago. Pero detrás de las fórmulas y balances emerge una pregunta filosófica: ¿de dónde proviene el valor?

Spinoza lo dijo con precisión: “No valoremos las cosas porque sean buenas; son buenas porque las valoramos.”  El valor nace del acto de valorar: de atribuir sentido. Así, el trabajo no solo produce bienes; produce mundo. Trabajar es valorar activamente la realidad.

Desde la física: energía, dirección y transformación

Como recordó Carlos, en física el trabajo tiene una definición exacta:

Trabajo (W) = Fuerza (F) × Desplazamiento (d) × cos(θ)

Es decir: el trabajo es energía que actúa con dirección. Podemos ejercer una fuerza enorme sin mover nada —como cuando empujamos una pared—, pero sólo hay trabajo cuando la energía transforma algo.

Si lo trasladamos al plano humano, trabajamos verdaderamente cuando nuestro esfuerzo produce desplazamiento, cuando algo —fuera o dentro de nosotros— cambia de lugar. Una vida llena de esfuerzo sin dirección sería como aplicar fuerza sin movimiento: energía sin transformación.

Desde esta perspectiva, el trabajo humano se vuelve una forma de energía organizada, un modo de convertir el caos en estructura, la posibilidad en realidad. Cada obra, cada idea, cada cultivo o herramienta es una pequeña negación de la entropía, una chispa que resiste el desorden natural del universo.

Comunicación, intercambio y trascendencia

Propuse sumar tres palabras que creo condensan la esencia del trabajo: comunicación, intercambio y trascendencia. Comunicación, porque todo trabajo expresa algo: una intención, una forma, una huella. Intercambio, porque ningún trabajo tiene sentido sin otro que lo reciba, lo use o lo interprete. Trascendencia, porque lo hecho permanece y nos continúa más allá del instante.

 

 

Adenda

 

 

 ¨Cuando te hagas mayor puede que no tengas empleo¨, así comienza el capítulo sobre trabajo N.Y.Harar dicen que los humanos tenemos dos capacidades;  la física y la cognitiva, que competíamos humanos y máquinas y que de esa lucha surgieron nuevos servicios, pero hoy la IA conoce nuestras capacidades y emociones y que no tenemos una tercera capacidad. La tecnología descubrió que las elecciones que tomamos no resultan de un misterioso libre albedrio, sino del trabajo de millones de neuronas que calculan probabilidades en fracciones de segundo, que la ¨intuición  es reconocimiento de patrones¨.

 

Nuestros algoritmos cerebrales se basan en ensayo error, en atajos y circuitos anticuados adaptados a la sabana africana y no a la jungla urbana. Asegura  que la amenaza de la perdida de trabajo es la combinación de la infotecnologia y biotecnología, capacidades que se potencian con conectividad y actualización ordenadores en red. Harari postula; ¨lo que se debe proteger es al ser humano no a los puestos de trabajo¨, porque es probable que poco se libre en el futuro de la automatización.

 

Por eso la idea de tener un puesto de trabajo de por vida es totalmente arcaica,  el modelo en que se iba a la universidad y se vivía  hasta la jubilación es inefectivo .Los cambios radicales suceden y sucederán.

 

Epílogo: del sudor al sentido

Hablar del trabajo es abrir una ¨ventana¨ que nos permite entrar a raíces insospechadas en lo cotidiano,  porque  es un territorio compartido por muchas disciplinas: la economía, la filosofía, la ética, la psicología, la física. Cada una ilumina una parte, pero todas coinciden en algo esencial: trabajar es participar de la realidad.

Lo cual permite además que el relato bíblico del Génesis pueda releerse desde otra mirada: el “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” no como castigo, sino como invitación a la conciencia. El pan es el símbolo del sentido que construimos al transformar la materia en significado. Porque, en definitiva, trabajar es dejar una marca en el polvo del que venimos y al que volveremos. Y en esa huella —el más humano de los gestos— encontramos no solo supervivencia, sino también sentido.

El trabajo nos separó del paraíso, pero también nos dio la posibilidad de recrearlo, con las manos, la mente y la energía.

                                                                                                          (Génesis 3:19)

 

 

 


domingo, noviembre 02, 2025


 

El yo como unidad frágil: entre la clínica, la filosofía y la epistemología

Del yo cartesiano al yo emergente

Durante siglos, el pensamiento occidental descansó sobre un pilar: el “Cogito, ergo sum”. En el corazón del cartesianismo, el Yo era un punto de certeza absoluta, una instancia separada del cuerpo y del mundo. El pensamiento garantizaba la existencia, y la conciencia se erigía como un faro estable.

Sin embargo, la clínica neurológica y la neurociencia contemporánea nos muestran un panorama muy distinto. Hoy sabemos que el Yo no es una entidad fija ni independiente, sino un entramado dinámico sostenido por múltiples sistemas que interactúan de forma continua. Las sensaciones, los estados corporales y las memorias son los hilos con los que tejemos la ilusión de unidad personal.

El Yo cartesiano, sólido y solitario, se transforma así en un Yo emergente: una unidad funcional y distribuida que surge de la coordinación entre cuerpo, memoria, conciencia y circunstancias percibidas. Es un sistema autoorganizado que se sostiene en la interacción constante entre los procesos neuronales, corporales y sociales. No es una suma de partes, sino una propiedad de alto nivel que emerge del entrelazamiento entre lo biológico, lo mental y lo cultural.

En este marco, el Yo puede sufrir fisuras, interrupciones o distorsiones. La coherencia que lo sostiene no es esencial, sino construida. Es, si se quiere, un cartesianismo renovado: el mapa del Yo persiste, pero no siempre es exacto ni estable.

 

Tres raíces internas del Yo

La ciencia actual ha identificado tres dimensiones internas fundamentales que sustentan nuestra sensación de identidad:

  • Propiocepción, la percepción del cuerpo en el espacio.
  • Interocepción, la conciencia interna del organismo.
  • Introspección, la capacidad de reflexionar sobre sí mismo.

De su interacción —junto con la información sensorial y el contexto social— surgen nuestras capacidades esenciales de orientación, autoconciencia y acción.

En este sentido, la Gestalt constituye la materia prima del Yo emergente. Es el proceso cognitivo más elemental para organizar tanto la realidad externa como la imagen interna del propio cuerpo. Si seguimos la secuencia de emergencia del Yo, podríamos plantear una cadena funcional:
                                  Gestalt → Patronicidad → Inteligibilidad → Agentividad.

La Gestalt permite que lo fragmentario adquiera forma; la Patronicidad reconoce regularidades en el flujo sensorial y simbólico; la Inteligibilidad convierte esos patrones en sentido; y la Agentividad nos hace sentir autores de nuestras acciones. Cuando alguno de estos eslabones se debilita, la experiencia del Yo se fragmenta y el conocimiento de sí mismo se vuelve inestable.

 

Cuando el cuerpo se pierde

Oliver Sacks relató el caso de Christina, la mujer que perdió la propiocepción tras una infección. Sin ella, su cuerpo se volvió un objeto extraño: un cuerpo sin anclaje, sin orientación. Para moverse, debía vigilarse con la vista. Sus ojos se convirtieron en sus muletas.

En la práctica médica, este fenómeno también se observa en pacientes con tabes dorsal —una degeneración de los cordones posteriores de la médula causada por sífilis—. Recuerdo un caso: el revistero del Hospital Italiano, cuyo cuerpo sin propiocepción sólo podía sostenerse con la vista. Si cerraba los ojos, caía.

En ambos casos, la agencia corporal sobrevive, pero debilitada. El movimiento requiere cálculo consciente; la acción se vuelve una coreografía forzada. La patronicidad corporal automática se quiebra. El cuerpo deja de guiarse a sí mismo y depende de sustitutos externos. La experiencia del Yo se mantiene, pero su fluidez se pierde.

 

Cuando el tiempo se interrumpe

Henry Molaison (H.M.), tras una cirugía para controlar su epilepsia, perdió los hipocampos y con ellos la posibilidad de fijar recuerdos nuevos. Vivía en un presente perpetuo: podía aprender patrones motores, pero no recordaba haberlos practicado. Su acción inmediata era coherente, pero su identidad narrativa se había disuelto.

El caso de H.M. revela que la continuidad temporal es un pilar de la unidad del Yo. Cuando la memoria episódica se quiebra, el Yo puede seguir actuando, pero sin historia. La coherencia autobiográfica desaparece, y con ella, parte de la inteligibilidad del mundo.

Así, la propiocepción, la interocepción y la memoria no son meras funciones: son cimientos epistemológicos del Yo. Sin ellas, la conciencia pierde coordenadas internas; sin narrativa, se disuelve la experiencia de continuidad.

 

Epistemología del yo emergente

Desde una perspectiva epistemológica, el Yo emergente no es un núcleo que garantiza certeza, sino un sistema de coherencia funcional. Su conocimiento es distribuido, relacional y siempre inacabado.

Candace Pert, al proponer la articulación de los tres mundos —bioquímico, mental y social—, anticipó una comprensión del Yo como fenómeno integrador. En cada uno de esos niveles, la coherencia depende del equilibrio dinámico entre cuerpo, emoción y entorno.

En términos de Popper, podríamos decir que el Yo existe en la intersección de sus tres mundos: el mundo físico (1), el mental (2) y el simbólico o social (3). Su estabilidad depende de la reciprocidad entre ellos. Si uno falla —si el cuerpo enferma, si la memoria se rompe o si el lazo social se quiebra—, la unidad se resiente.

Francisco Varela lo expresó en clave fenomenológica: el Yo no está “en” el cerebro, sino “entre” el cuerpo y el mundo. Merleau-Ponty iría más allá, sosteniendo que el cuerpo no es el instrumento del Yo, sino su modo de ser-en-el-mundo. Damasio lo retoma desde la neurociencia: la conciencia se construye sobre mapas corporales que se actualizan sin cesar.

En todos los casos, la conclusión converge: el Yo se conoce a sí mismo a través de la coherencia entre sus sistemas, no desde una instancia exterior o fija.

 

Filosofía de las fisuras

Los casos clínicos, la neurociencia y la filosofía coinciden en algo esencial: el Yo es frágil. No en el sentido de débil, sino en el de vulnerable a la desintegración de sus sistemas de sentido.

Cuando se pierde la propiocepción, se debilita la agencia corporal; cuando se pierde la memoria, se rompe la agencia narrativa. Cuando falla la integración sensorial, el Yo se dispersa entre fragmentos que el pensamiento intenta volver a unir.

Esta fragilidad no es un defecto, sino una condición ontológica. Nos recuerda que la identidad no es una sustancia, sino un proceso. Que el Yo no es un punto fijo, sino una red que se reconstituye continuamente.

 

Conclusión: Un cartesianismo renovado

Pensamos, actuamos y recordamos como si todo proviniera de un mismo centro. Pero la evidencia clínica y la reflexión filosófica nos muestran que esa unidad es precaria y emergente. El Yo no es un objeto, sino un equilibrio dinámico entre sistemas sensoriales, corporales y sociales. Su estabilidad depende de la coherencia que logran mantener entre sí. Cuando uno de ellos se altera, el mapa se deforma, aunque no desaparece.

En ese sentido, la epistemología del Yo es una epistemología de la fragilidad: conocer es mantener la coherencia posible entre mundos distintos. El cartesianismo renovado que aquí se perfila conserva la necesidad de un mapa interno, pero acepta su inestabilidad como parte de su verdad. El Yo, más que una certeza, es una forma de orientación. Un mapa que se rehace en cada instante, mientras el cuerpo, la memoria y el mundo buscan mantenerse —por un momento más— en armonía.

sábado, noviembre 01, 2025

 

ERROR Y EQUIVOCACION

Imagen que contiene exterior, transporte, vehículo militar, firmar

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

 

El domingo de café 04 12 16,  Miguel nos preguntó: ¿El error es lo mismo que la equivocación? , le  dije que para mí había algunas diferencias, pero como no sabía concretamente en que consistían, asumí el compromiso de  buscarlas. En 5to año, en filosofía nos habían planteado interrogantes acerca de la verdad, el error, la ignorancia y sus diferencias, pero no recuerdo específicamente que se tratara algo acerca de las equivocaciones. Parecían asuntos menores, tropiezos pasajeros. Sin embargo, con los años uno descubre que en esas pequeñas desviaciones se esconden claves profundas sobre cómo aprendemos y pensamos

Encontré algo que me gusto,  las equivocaciones pueden deberse a muchos factores como ansiedad, apuro, falta de atención etc., pero no a una deficiencia en el contenido de verdad y es por lo tanto subsanable  mejorando nuestra aplicación.  La equivocación pertenece al terreno de la acción; el error, al del pensamiento.

En el error hay una grieta en la estructura de la idea. No basta con repetir el procedimiento con más cuidado: hay que revisar el mapa, es decir, el marco conceptual desde el cual pensamos.

Imaginemos que viajamos a una ciudad desconocida con un mapa en la mano . Si doblamos por la calle equivocada porque nos distrajimos o malinterpretamos un cartel, eso es una equivocación. El mapa está bien; falló la atención. Basta con retroceder y volver a mirar. Pero si el mapa mismo está mal trazado —si las calles que marca no existen, o el norte está invertido— entonces no importa cuán atentos estemos: seguiremos perdidos. Eso ya no es una equivocación, sino un error de conocimiento.

La metáfora del mapa resume bien nuestras vidas cognitivas. Las equivocaciones son desvíos momentáneos del camino, ajustes de marcha, recordatorios de que la atención también forma parte del conocimiento. Los errores, en cambio, nos obligan a rehacer el mapa completo: a repensar nuestras creencias, nuestros supuestos, nuestro modo de representar el mundo.

Ambos son necesarios. Sin equivocaciones, nos volveríamos rígidos y confiados; sin errores, jamás revisaríamos los límites de nuestra comprensión. Las equivocaciones nos permiten afinar lo que  hacen, los errores pueden ser motores que expanden el pensar.

Karl Popper decía que el conocimiento progresa por ensayo y error, no por acumulación de certezas. Y Charles Peirce nos recordaba que las “creencias fijadas” solo se modifican cuando la realidad las contradice. En ambos casos, el error es el motor del descubrimiento.  Podríamos decirlo así: Las equivocaciones son los baches del camino; los errores, los desvíos del mapa. En los primeros tropezamos; en los segundos, nos transformamos. Ver los peligros de los errores.

A veces confundimos ambas cosas: llamamos “equivocación” a un error profundo, para no aceptar que debemos repensar algo esencial. O creemos haber errado gravemente cuando en realidad solo nos apuramos al doblar la esquina. Distinguir entre ambos es parte del arte de pensar sin miedo. El error nos enseña a mirar distinto. La equivocación, a mirar mejor. Uno amplía el horizonte; la otra afina el foco.

Quizás el verdadero aprendizaje consista en ese ir y venir: tropezar, detenerse, revisar el mapa, volver a avanzar… cada vez un poco más lúcido.

 

Hay que tener en cuenta que cuando se pide opiniones en reuniones de expertos, no se debe dejar de pensar en la importancia de la  independencia del error, ya que el intercambio de información reduce el valor de las observaciones o de las opiniones. Esto en oportunidades es un  punto en contra de la tormenta de ideas clásica, donde las opiniones son compartidas y en favor de la forma hibrida donde primero cada uno aporta privadamente lo suyo y luego  informa al equipo.

Las ideas básicas; importancia de la independencia del error, el valor de la diversidad, el volumen de la muestra, de las circunstancias adecuadas y un método que las unifique, elementos para lograr el saber colectivo. Así, se nos hace más claro porque juntos, independiente de los niveles intelectuales podemos llegar a saber más. Deberíamos tener presente que  todo pensar puede comenzar con un paso en falso, y que a veces el único modo de encontrar el camino es perderse con inteligencia.

Adenda

Sí, Francis Bacon no solo  consideró a los errores como peligrosos, sino que creía que eran el principal obstáculo para el avance del conocimiento y la ciencia. Su obra principal, el Novum Organum, es esencialmente un manual para identificar y eliminar estos errores antes de que se pueda iniciar cualquier investigación seria.

Bacon los llama "ídolos" (del griego eidolon, imagen falsa o fantasma).

ÍDOLO

ORIGEN DEL ERROR

PELIGRO PRINCIPAL

1. Ídolos de la Tribu (Idola Tribus)

La naturaleza inherente del género humano.

Corrompen la experiencia: Llevan al sesgo de confirmación y a proyectar orden o finalidad donde no existen, distorsionando la realidad desde el inicio.

2. Ídolos de la Caverna (Idola Specus)

La naturaleza y la experiencia del individuo.

Generan subjetivismo: Encierran a la persona en sus prejuicios y hábitos, impidiendo la objetividad y la comunicación de la verdad.

3. Ídolos del Foro (Idola Fori)

El lenguaje y la comunicación social.

Causan disputas estériles: La ambigüedad de las palabras y los conceptos mal definidos controlan y confunden el entendimiento, llevando a interminables debates sin sentido.

4. Ídolos del Teatro (Idola Theatri)

Las doctrinas y sistemas filosóficos antiguos.

Perpetúan el error por autoridad: La sumisión acrítica a las teorías del pasado (como el aristotelismo) y a los sistemas dogmáticos impide la renovación del conocimiento a través de la experiencia.

 

Conclusión:

Como vimos los errores pueden ser motores de cambio  importantes se diferencian claramente de las equivocaciones  y  Bacon los considera  solo desde una óptica acotada ,como  un cuádruple azote que mantenía a la humanidad en la ignorancia, atendible para su época. Para él, eran más que simples equivocaciones; eran prejuicios profundamente arraigados que debían ser activamente "exorcizados" de la mente para liberar el intelecto y permitir el progreso científico, cuyo objetivo era "dominar la naturaleza" a través del conocimiento.

 

viernes, octubre 31, 2025

 

Ser alfabetizado hoy: leer el mundo en la era de los algoritmos

“Leer no es caminar sobre las palabras, sino atravesarlas.”
— Paulo Freire

El alfabeto la Revolución Apacible

En el libro ¨El infinito en un Junco¨ de I.Valllejo, uno de sus capítulos se denomina; La revolución apacible del alfabeto. Es cierto que hoy se lee mucho, y que es muy raro encontrar una persona adulta que no sepa leer, vivimos en un mundo ¨alfabetizado¨. Hacen seis mil años aparecieron los primeros signos escritos en la Mesopotamia y también en otros lugares, su origen fue absolutamente practico; ¨primero las cuentas luego los cuentos¨, se aprendió el cálculo antes que las letras.

Al principio solo dibujos, pero se necesitaban muchos y eso dejaba poco espacio para la memoria, la solución fue sencilla y una de las mayores genialidades de nuestra historia, dejar  de dibujar cosas e ideas que son infinitas, para dibujar el sonidos de las palabras, y así a través de  simplificaciones llegaron las letras y combinándolas se logró la más perfecta partitura del lenguaje y la más duradera. Con  la invención del alfabeto se derribó muros y se abrió las puertas al conocimiento para que muchos accediéramos al pensamiento escrito. El origen del alfabeto se remonta a varias culturas que desarrollaron sistemas de escritura para comunicarse y registrar información. Lo finito para lo infinito.

Uno de los sistemas de escritura más influyentes en el desarrollo del alfabeto occidental es el alfabeto fenicio. Ellos crearon un sistema de escritura basado en signos o caracteres que representaban sonidos consonánticos sin vocales, era extremadamente eficiente para el comercio y la comunicación. Los griegos adaptaron el alfabeto fenicio en el siglo VIII a.C., le añadieron vocales  y desarrollaron el primer alfabeto griego, que constaba de 24 letras. Esto permitió una representación más precisa de los sonidos de la lengua griega y facilitó la lectura y la escritura. En síntesis, el alfabeto fenicio,  fue adoptado, adaptado y modificado por varias culturas a lo largo del tiempo. Cada adaptación y evolución, llevó al desarrollo de sistemas de escritura más efectiva y versátil, que finalmente condujeron a los alfabetos utilizados en todo el mundo en la actualidad.

J.Wagensberg con una visión integradora nos  dice, hoy los alfabetos son cuatro: a) Algo más de cien letras para la materia inerte, la tabla periódica, b) Veintisiete letras para el español c) Cuatro letras para la materia viva, d) Millones para describir paisajes.

Durante siglos, la alfabetización fue una frontera nítida: saber leer y escribir significaba poder ingresar al mundo de la cultura, la ley y la historia. Fue —como bien señala Irene Vallejo en El infinito en un junco— una revolución apacible, una conquista silenciosa que cambió para siempre la relación del ser humano con la palabra.


Sin embargo, hoy esa frontera se ha desplazado. Vivimos en sociedades formalmente alfabetizadas, pero paradójicamente más expuestas a la confusión, la manipulación y el ruido informativo. Ser alfabetizado en el siglo XXI no se reduce a conocer las letras del alfabeto, sino a saber orientarse en el laberinto del sentido.

Existen diverso estamentos muy claramente definidos:

Del alfabeto al algoritmo El alfabeto fue, en su momento, una tecnología del pensamiento. Permitió fijar la palabra, conservar la memoria y construir conocimiento acumulativo. Cada signo era un puente entre el sonido y la idea, entre el cuerpo y la mente. Hoy, la tecnología dominante ya no es la letra, sino el algoritmo. Y, como en toda revolución silenciosa, su influencia no siempre es visible: los algoritmos leen por nosotros, seleccionan lo que vemos, anticipan lo que deseamos. Así como en la antigüedad pocos sabían escribir y muchos dependían de los escribas, hoy muchos leen, pero pocos comprenden cómo se escriben los códigos que gobiernan la información. La nueva forma de analfabetismo no es la ausencia de lectura, sino la lectura dirigida.

 Alfabetización funcional y crítica: el mínimo y el umbral Saber leer y escribir textos sigue siendo fundamental. Pero la verdadera alfabetización comienza cuando comprendemos qué nos dice el texto y qué intenta hacernos creer. Leer críticamente es reconocer el tono, la intención, el sesgo. Es entender que todo texto —sea un poema, un tuit o un informe científico— es también un acto de poder. El pensamiento de Freire conserva toda su vigencia:

 “La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra”. Hoy deberíamos agregar: la lectura del sistema precede a la lectura de la pantalla.

La alfabetización crítica implica aprender a ver los hilos invisibles que mueven el discurso, los intereses detrás de la información y los mecanismos de persuasión que operan sobre la atención.

Alfabetización digital: sobrevivir al exceso Internet democratizó el acceso a la palabra, pero al precio de una sobreabundancia caótica. La información ya no escasea; lo que escasea es la atención y la capacidad de discernir. Ser alfabetizado digitalmente es saber navegar en ese océano sin naufragar. Significa desarrollar una conciencia de los entornos informativos y de cómo configuran nuestras percepciones. En este contexto, la lectura se vuelve un acto ecológico: seleccionar qué leer, qué creer y qué ignorar. Leer se transforma en una forma de higiene mental.

Alfabetización científica e informacional: leer la evidencia Otra dimensión esencial es la alfabetización científica: la capacidad de distinguir entre un hecho, una hipótesis y una opinión. En tiempos de desinformación viral, donde las emociones circulan más rápido que los datos, comprender cómo se construye la evidencia científica es una forma de defensa cognitiva. Ser alfabetizado científicamente no significa ser científico, sino entender cómo piensa la ciencia: por conjeturas, refutaciones y revisiones. En ese sentido, el pensamiento de Popper o Peirce sigue siendo clave: aprender a convivir con la duda, a corregir nuestras creencias, a pensar en términos de probabilidad y no de dogma.

 

Alfabetización cognitiva: La alfabetización más profunda es la del propio pensamiento.
Implica reconocer nuestros sesgos, emociones y límites cognitivos. Saber cómo se genera una creencia, cómo se refuerza un prejuicio, cómo opera la atención. En la era de la inteligencia artificial, esta alfabetización se vuelve vital: quien no conoce su mente será leído y precedido por los algoritmos mejor que por sí mismo.

Leer el mundo hoy requiere también leerse a uno mismo: entender cómo percibimos, cómo inferimos y cómo nos equivocamos. Esa metacognición es la nueva frontera de la libertad.

 

De la letra al sentido La alfabetización del futuro no se medirá por la capacidad de leer textos, sino por la capacidad de construir sentido. Ser alfabetizado hoy es poder dialogar con la complejidad sin reducirla a consignas. Es poder pensar con otros, escribir con criterio, y no perder la brújula ética en un mundo saturado de estímulos. En definitiva, ser alfabetizado en el siglo XXI es un acto de resistencia: resistir la manipulación, la simplificación y la indiferencia. Es continuar, con otros medios, la vieja revolución apacible que comenzó cuando el ser humano aprendió a dejar huella en el junco, en el papel y ahora, en el código.

 

Epílogo:

El nuevo alfabeto no está hecho solo de letras, sino de gestos cognitivos: atención, duda, empatía, discernimiento. La verdadera alfabetización del futuro será la capacidad de mantener la mente despierta en medio del ruido.

jueves, octubre 30, 2025

 

TARDE DE CAFÉ CON EMOCIONES

Diagrama, Forma, Círculo

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Al salir de lo de Marta 29 10 25 Miguel nos dijo, ¨hubo un torbellino de ideas¨. En realidad, se trataron  muchos temas que sin embargo tenían un hilo de conexión.  En un momento sonó el celular de Carlos un gallo que alarma al más precavido vino bien porque todo giró  acerca de las emociones y, lo del gallo fue oportuno.

Recordamos a U Eco y su libro El Nombre de la Rosa , que en un pasaje se habla de la risa como peligrosa , Miguel tomo la risa como disparador y  nos hizo una pregunta muy simplificada , ¨no simple¨  “¿Río porque estoy feliz o estoy feliz porque río?”

Las opiniones fueron diversas y  me llevo a Candace Pert y las moléculas  de las emociones, lo que pregunto  es una paradoja de causalidad invertida, con raíces  filosóficas como científicas. Hace décadas el querido y recordado Oscar nos había comentado el poner un lápiz en la comisura produce una sonrisa que ¨da felicidad¨. Hay estudios donde sostener una sonrisa durante unos minutos aumenta el estado de ánimo positivo, aunque haya sido inducida artificialmente.

Esto tiene que ver con  William James (filósofo y psicólogo estadounidense) y Carl Lange (fisiólogo danés) quienes propusieron, a fines del siglo XIX, la teoría James–Lange de la emoción. Según ellos, no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Es decir: que desde esta visión primero ocurre la reacción corporal, y luego la mente interpreta esa reacción como emoción.

Un ejemplo más explicito; Veo una serpiente. Mi cuerpo reacciona: aumento del pulso, tensión muscular. Siento miedo al notar mi propio estado corporal.

Pero en términos neurofisiológicos: Hoy sabemos que la relación es bidireccional. El cerebro y el cuerpo forman un circuito de retroalimentación constante. Las expresiones faciales y los gestos corporales pueden modular la emoción (como mostró Paul Ekman al estudiar las microexpresiones).

La pregunta de Miguel también puede leerse como una paradoja del orden del ser y el aparecer. ¿La alegría “produce” la risa o la risa “revela” la alegría? Quizás ambas cosas sean verdaderas al mismo tiempo: la risa es la forma visible de la alegría, y la alegría es la forma invisible de la risa. La emoción y su expresión se co-crean. El ser (felicidad) y el aparecer (risa) se engendran mutuamente. La emoción interior y su expresión corporal no están en relación causal lineal, sino en relación circular. Cada una da sentido y existencia a la otra.

Candace Pert, es una neurocientífica fundamental para entender la unidad cuerpo-mente desde la bioquímica de las emociones. Descubrió que las emociones no están sólo en el cerebro, sino que se distribuyen químicamente por todo el cuerpo a través de péptidos y receptores (por ejemplo, endorfinas, encefalinas, neuropéptidos). Su idea central fue que cada emoción es un patrón bioquímico que circula y conecta el cerebro, el sistema inmune y el sistema endocrino.

“Las emociones son la manifestación física de la conciencia.”
—Candace Pert, Molecules of Emotion (1997)

Así, el cuerpo piensa y siente: no como metáfora, sino literalmente, mediante comunicación molecular.

La risa y la felicidad como ciclo químico

Cuando reímos, nuestro cuerpo libera endorfinas, dopamina y oxitocina, sustancias que generan bienestar, reducen el estrés y aumentan la sensación de conexión. Por eso, la acción de reír puede inducir felicidad, aunque la causa original no haya sido una emoción previa. Esto coincide con James–Lange, pero Pert aporta la base molecular: la risa no sólo expresa la emoción, la produce químicamente, donde el cuerpo y mente son un mismo circuito donde no hay una dirección única (de la mente al cuerpo o del cuerpo a la mente) sino  un sistema de retroalimentación continua: Los pensamientos generan péptidos. Los péptidos influyen en las emociones. Las emociones modifican los pensamientos.

En ese sentido, río porque estoy feliz y estoy feliz porque río son dos mitades del mismo bucle: la experiencia emocional se autogenera entre el gesto, la química y la conciencia.

 

La visión integradora

La  pregunta de Miguel desde Pert, no tiene que resolverse eligiendo un lado. Más bien se transforma en una tautología viva: La emoción y su expresión son un mismo proceso que se pliega sobre sí mismo, como una sonrisa que se reconoce en el espejo del cuerpo. El aporte de Pert va más allá de la fisiología: es una revolución epistemológica.


Hasta entonces, el pensamiento occidental había separado el cuerpo de la mente, el sentimiento de la razón. Pert mostró que esa frontera es artificial: el cuerpo también piensa, y la mente también se encarna. Cada célula, decía, tiene receptores que “escuchan” el estado emocional del organismo. Las emociones son, en su visión, el puente entre lo físico y lo consciente, el idioma que traduce moléculas en experiencia. Así, la risa no es un mero reflejo muscular: es un acto cognitivo, una forma de inteligencia corporal. Cuando reímos, el cuerpo realiza una afirmación silenciosa: “Estoy vivo, estoy aquí, y puedo transformar mi química en alegría”.

¿Río porque estoy feliz o estoy feliz porque río?, desde Candace Pert tiene  una respuesta clara: ambas cosas son verdad al mismo tiempo. El cuerpo y la mente forman un circuito cerrado, un bucle de retroalimentación donde cada gesto modifica al otro. Pensar una emoción la refuerza. Actuar una emoción la despierta. Sentir una emoción la encarna. Por eso la risa puede nacer sin motivo y, sin embargo, volverse motivo en sí misma. La acción corporal desencadena la química, y la química, la conciencia. Pert llamaba a esto la danza de las moléculas, y en esa danza cada sonrisa es un paso que el cuerpo da hacia su propio equilibrio.

 

 Epílogo: la sonrisa como conocimiento

Hay un tipo de sabiduría que no pasa por el pensamiento lógico sino por el tono del cuerpo, la respiración, la mirada. Reír no solo cambia el ánimo: reconecta los sistemas que nos constituyen.
Una carcajada es una forma de conocimiento: un instante en el que el cuerpo y la mente se reconocen como un solo ser. Quizás, al final, la risa sea la más simple de las tautologías vivientes: Río porque estoy feliz, y estoy feliz porque río. El cuerpo y la mente son dos modos de decir la misma verdad.