Edgardo A Marecos

miércoles, diciembre 24, 2025

 

Sembramos antes de saber

                Epistemología del suelo fértil y supervivencia cognitiva

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Mi manera de ver las cosas y la forma en que intento hacerlas mías encuentran una expresión particularmente lúcida en una frase de Gilles Deleuze, cuando afirma que se acerca a un autor “por la espalda” y lo deja embarazado de una criatura que, siendo suya, le permita decir lo que él mismo quiere decir. Este reconocimiento explícito de la apropiación intelectual me libera de cualquier sonrojo ante esta costumbre inveterada de echar raíces en terrenos ajenos. Pensar sin condicionamientos es casi imposible; asumirlo sin culpa es, quizás, el primer gesto de lucidez epistemológica.

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Con ese espíritu comenzaba, allá por 2014, lo que llamé La nueva mochila, la vieja mochila. Hoy sospecho que esa metáfora ya no alcanza. La mochila remite a carga, inventario, transporte. Pero lo que realmente sostiene el pensamiento —y lo mantiene vivo— no es lo que se lleva encima, sino el terreno sobre el que se camina. Tal vez por eso, en una reunión reciente de nuestro ya clásico laboratorio de café, en lo de Marta, propuse reemplazarla por otra metáfora: la del suelo cognitivo.

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Imagen de la pantalla de un celular con letras

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El suelo cognitivo no es un contenedor ni un sistema cerrado. Es un entorno fértil, irregular, con capas, nutrientes desiguales y límites difusos. En él brotan ideas, patrones, hábitos inferenciales y criterios prácticos que no pertenecen a nadie en particular y, sin embargo, están disponibles para cualquiera que se anime a trabajar la tierra. Recolectar en ese suelo no significa acumular conceptos, sino cultivar capacidades: hacer crecer el tipo de conocimiento que cada situación exige, desde pedir un café casi media lágrima hasta formular una hipótesis científica bajo presión de evidencia.

Aquí aparece una tesis central: no hay conocimiento sin suelo previo, y no hay supervivencia cognitiva sin un suelo suficientemente fértil como para absorber el error sin colapsar.

Charles Sanders Peirce entendió esto con claridad. Conocer no es deducir certezas, sino inferir bajo incertidumbre. La abducción no busca verdad; busca posibilidad. Es el gesto de sembrar sin garantías. Allí donde el dato no alcanza y la deducción no arranca, la abducción introduce variación. Muchas semillas morirán. Y eso está bien. Un suelo que no tolera hipótesis fallidas ya está muerto.

Sin Peirce, el pensamiento se vuelve repetición. Sobrevive, pero no aprende.

Karl Popper interviene después, pero no tarde: interviene cuando algo ya empezó a crecer. Su aporte no es la siembra, sino la poda. La falsación elimina teorías, no para destruir el suelo, sino para que no se ahogue en maleza conceptual. Un suelo sin poda se vuelve dogmático: todo crece, nada se distingue, y la crítica se interpreta como amenaza.

Popper introduce una regla decisiva para la supervivencia cognitiva: equivocarse no mata; aferrarse al error, sí. Pero esta regla solo funciona si el suelo es lo bastante fértil como para soportar el corte sin erosionarse. Sin suelo, la crítica arrasa; con suelo, la crítica regenera. Sin Popper, el pensamiento prolifera, pero se pierde.

N.Taleb da el paso decisivo. No agrega semillas ni tijeras: modifica el suelo mismo. Introduce la idea de antifragilidad: hay sistemas que no solo resisten el error, sino que mejoran gracias a él. La antifragilidad no es una propiedad de las ideas, sino del entorno cognitivo que las aloja.

Un suelo frágil busca certezas. Un suelo robusto tolera errores. Un suelo antifrágil necesita variación, ruido y estrés. Aquí la supervivencia cognitiva alcanza su forma madura: el error deja de ser un costo y se convierte en nutriente. El suelo aprende.

La tríada no es cronológica, es funcional, una estructura ecológica del conocimiento:

  • sin Peirce, no hay novedad: el suelo se fosiliza;
  • sin Popper, no hay control: el suelo se enmaleza;
  • sin Taleb, no hay adaptación: el suelo colapsa ante el estrés.

La triada está encarnada en el trabajo silencioso de la red neuronal por defecto —generando asociaciones, hipótesis, hibridaciones ,anticipaciones, probabilidades , seria el suelo— y de la red ejecutiva que se activa cuando nos  concentramos —evaluando, descartando, ajustando estrategias sería el jardinero—. Ese trabajo incesante y en gran medida desatendido es el humus profundo del pensamiento. Para algunos, ese fondo se parece a lo que solemos llamar subconsciente; para otros, es simplemente el reservorio activo del pensamiento tácito, siempre a la espera de ser requerido… o sembrado.

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Quizás por eso fue necesario aclarar —en aquella reunión de café— que epistemología y filosofía de la ciencia no son lo mismo. La epistemología se ocupa de cómo conocemos en general: percepción, sentido común, creencia, error, aprendizaje. La filosofía de la ciencia se concentra en las condiciones específicas que hacen científica a una teoría. Confundirlas empobrece el suelo: reduce el conocimiento a laboratorio y deja al pensamiento cotidiano sin herramientas para orientarse en un mundo incierto.

En mi suelo cognitivo conviven la Gestalt y los patrones de inteligibilidad; una cierta argentinidad del pensar; las inferencias peirceanas; Bayes y sus priors operando allí donde la certeza no llega; el lenguaje en todas sus formas; y ese gran inquisidor interno que Kipling llama sus fieles servidores: que,  quien, como, cuando, donde, porque, y sin pudor agrego con qué y para qué. Todo esto no conforma una doctrina ni aspira a ser un mapa definitivo. Es, deliberadamente, un terreno en uso.

Epílogo (provisorio): el suelo como condición de supervivencia

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Este epílogo no cierra nada. Marca, a lo sumo, una pausa reflexiva. Los suelos vivos no se clausuran: se degradan o se regeneran. A veces se cosecha; otras, se siembra sin saber si algo crecerá. Hay estaciones de claridad y largos inviernos cognitivos. Si algo justifica este ejercicio es la convicción de que la supervivencia cognitiva depende menos de las respuestas que del suelo que permite seguir preguntando

El conocimiento no avanza por acumulación ni por consenso, sino por fertilización cruzada, por error trabajado, por crítica que no destruye. El suelo cognitivo solo existe si alguien más lo pisa, lo cuestiona, lo contradice o lo enriquece. Este texto queda, entonces, deliberadamente abierto. No como condición de posibilidad. Porque pensar —como sembrar— nunca fue una actividad segura. Y justamente por eso, sigue siendo imprescindible.

¿Qué tipo de jardinero soy para mi propia mente?

 

martes, diciembre 23, 2025

 

 

 

Café de primavera

Comienzos de la primavera de 2024. Café de por medio, charla con Miguel y Cacho.

Atardecer en la costanera de Corrientes. Al fondo el puente Manuel  Belgrano.: imagen de Costanera de Corrientes - Tripadvisor

La escena es sencilla y, justamente por eso, fecunda en una mesa de café una conversación sin pretensiones, y el pensamiento un intruso permanente e inevitable que aparece sin pedir permiso.

Miguel comentaba algo que había leído en Nexus, el último libro de Yuval Noah Harari. El texto comienza con un rodeo mitológico —gesto habitual en Harari— para advertirnos sobre el uso imprudente del poder. Su punto de partida es provocador: la idea ingenua de información supone que las redes son poderosas y sabias, que más información es necesariamente algo bueno. Sin embargo, advierte, esa suposición podría ser uno de los errores más peligrosos de nuestra época.

Entre los escépticos de esta fe informacional aparece incluso alguien como Elon Musk. Según esta mirada, la información —lejos de salvarnos— podría convertirse en el factor que termine por destruir nuestra civilización.

La vieja y ya desaparecida Cortina de Hierro encuentra hoy su contraparte imaginaria en un Telón de Silicio: una posible división futura entre humanos y nuevos “jefes supremos” algorítmicos. No se trata solo de tecnología, sino de poder, asimetrías y dependencia cognitiva.

Harari no intenta resolver ni ofrecer una definición universal de información. Y, en ese punto, es honesto: definir qué es información es siempre una cuestión de perspectiva. Más aún, sostiene que la mayoría de la información no representa nada. Da un paso todavía más arriesgado cuando afirma que la información sería la pieza más básica de la realidad, incluso más fundamental que la materia o la energía. Aquí, inevitablemente, surge la duda: ¿en qué sentido?, ¿con qué costo conceptual?

Según Harari, pese a vivir rodeados de información, seguimos siendo profundamente autodestructivos. Carecemos de respuestas a las grandes preguntas y, por eso mismo, somos altamente susceptibles a la fantasía. Afirma también que la creación de artefactos poderosos con capacidades imprevistas no comenzó con la tecnología moderna, sino mucho antes: con la religión. Otra afirmación fuerte, que invita tanto a la reflexión como a la cautela.

El argumento central de Nexus es que la humanidad alcanza un poder enorme a través de grandes redes de cooperación. El problema es que esas mismas redes tienden al uso imprudente del poder. La información funciona como el pegamento que las mantiene unidas, aun cuando muchas de ellas estén sostenidas por ideas excepcionalmente equivocadas. En ese punto, Harari nos recuerda a Orwell y su célebre advertencia: «la ignorancia es la fuerza».

En una comparación que me dejó pensando, Harari afirma que, al igual que la música, el ADN no representa la realidad. Aquí fue donde la conversación se detuvo —y el pensamiento empezó a caminar solo.

A la música siempre la consideré una expresión personal y auténtica de la realidad de quien compone. Su pretensión no es describir el mundo ni representarlo de manera literal, sino algo más sutil y, quizás, más profundo: encarnar experiencia. No es simplemente una construcción de ondas sonoras, sino el arte de combinarlas para dar forma a emociones, vivencias y climas que son reales tanto para quien crea como para quien escucha.

El ADN, en cambio, pese a su importancia decisiva, pertenece a otro registro. Es información elemental en la intimidad de la biología. Coincido en que no representa la realidad: es sintaxis. Un conjunto de reglas formales que inaugura procesos, pero que no garantiza resultados. Es el primer paso de lo que acontecerá en un ser vivo, donde la semántica dependerá de múltiples variables —contextuales, ambientales, epigenéticas— que nunca cierran del todo y que incluyen tanto aciertos como desvíos.

En esa diferencia vi con claridad un nexus: un punto de cruce entre la semiótica de Charles Sanders Peirce, el experimento mental de la Habitación China de John Searle y la base misma de la biología. La sintaxis puede operar, producir efectos, incluso sostener sistemas complejos, sin que por ello emerja necesariamente el sentido.

Una forma especialmente clara de visualizar esta conexión aparece en la metáfora de Juan Ignacio Pozo y sus tres monedas cognitivas. La primera es la información, entendida como una diferencia binaria, sin contenido propio. La segunda es la representación: la capacidad de redescribir esa información dentro de nuestros sistemas de memoria. La tercera es el conocimiento, que solo existe cuando se cumplen las anteriores y, además, se asume una actitud proposicional, es decir, un compromiso con lo que se cree y se comprende.

Esta distinción desarma la ilusión informacionalista contemporánea: no toda información es conocimiento, ni toda red informativa genera comprensión. Sin representación y sin actitud proposicional, no hay sentido, solo circulación.

Los humanos somos traductores permanentes. Traductores analógico–digitales cuando convertimos experiencias sensoriales continuas —emociones, percepciones, gestos— en representaciones mentales y lenguaje. Y traductores digital–analógicos cuando transformamos pensamientos abstractos, símbolos y narrativas en acciones, decisiones y expresiones corporales.

Es precisamente esta integración entre lo analógico —la experiencia vivida, emocional y perceptual— y lo digital —el lenguaje, la lógica, los símbolos— lo que, al menos hasta ahora, nos diferencia de las máquinas. No por falta de potencia, sino por falta de cuerpo; no por déficit de cálculo, sino por ausencia de historia vivida, de implicación.

Lo analógico es el flujo continuo. Es el aroma del café antes del primer sorbo, el tono apenas irónico de Cacho cuando dice que el café no fue casi lágrima, la escena mínima en la que el mozo, sin que nadie lo pida ni lo note del todo, acerca la jarrita y suma apenas un centímetro de leche. Nada de eso está escrito, y sin embargo todo está dicho.

Lo digital, en cambio, es el corte: la palabra, el dato, la cifra, la distinción nítida. Es lo que permite nombrar, comparar, transmitir. Pero al nombrar, recorta; al fijar, pierde espesor.

Entre ese flujo que no se deja atrapar del todo y el gesto que lo convierte en signo habita lo humano. No es una oposición, sino una tensión viva. Y es en esa zona —donde algo se siente antes de poder decirse, donde se entiende sin terminar de explicarse— donde aparece eso que llamamos lo inefable: no porque sea misterioso, sino porque siempre llega un instante antes del lenguaje.

Nuestra  riqueza humana reside en la "pérdida" que ocurre en esa traducción. Una máquina no pierde nada al procesar datos; nosotros, al intentar poner una emoción en palabras, transformamos la realidad. Esa imprecisión es, paradójicamente, lo que genera sentido. La pregunta queda abierta, flotando sobre la mesa de café, como corresponde a toda buena conversación que no busca cerrar sino abrir: ¿Será siempre así?

Epilogo

Tal vez el problema no sea cuánta información producimos, sino qué hacemos con ella cuando atraviesa un cuerpo, una historia y una conversación. Las redes pueden acumular datos y coordinar acciones, pero el sentido no circula: se construye, se encarna, se discute.

Mientras sigamos sentándonos a tomar un café, a dudar de lo que leemos ,y a traducir la experiencia en palabras imperfectas, habrá algo irreductible que no quedará del todo del lado del silicio. No porque entendamos todo o seamos más inteligentes, sino porque vivimos. Eso es lo inefable (del latín ineffabilis: "que no se puede decir") es aquello que no puede ser expresado con palabras, pero no porque le falte claridad, sino porque desborda la capacidad del lenguaje. Cuando trato de describir el aroma del café o la sensación de la mano de un amigo en el hombro, lo que queda afuera no es "indefinido", es lo "inefable" que solo se puede vivir.

lunes, diciembre 22, 2025

 

 

COMETAS, METEOROS,ESTRELLAS FUGACES ,METEORITOS ,BÓLIDOS

Un dibujo de una persona

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Desambiguación, vaguedad y sentido

Tendría unos ocho años cuando, de pronto, el cielo de Corrientes se iluminó durante apenas unos segundos. Serían cerca de las ocho de la noche. El asombro y la curiosidad  fue un nexo inmediato. Le pregunté a mi padre qué había sido aquello.

—Es un meteorito —me dijo—, no te preocupes.

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Seguramente su explicación provenía de conocimientos adquiridos muchos años antes, cuando pasó el cometa Halley en 1910, cuya aparición ocurre aproximadamente cada setenta y cinco años. Tanto lo habría impresionado ese acontecimiento que mi hermano se llama Halley, a pesar de haber nacido en 1933. La primera vez que el cometa Halley fue documentado data del año 239 a.C., y su último paso cercano a la Tierra ocurrió el 9 de febrero de 1986. Lleva el nombre de Edmund Halley, quien logró calcular su órbita y predecir su retorno periódico.

Halley fue también el primer cometa observado con detalle por naves espaciales, lo que permitió obtener evidencias que respaldaron varias hipótesis sobre la estructura de estos cuerpos celestes, en particular el modelo de la “bola de nieve sucia”, que describía correctamente su composición como una mezcla de hielo, dióxido de carbono, amoníaco y polvo. Con el tiempo supe que los cometas no fueron solo visitantes espectaculares del cielo, sino actores fundamentales en la historia de la vida en la Tierra. Se cree que aportaron gran parte del agua que formó los océanos, ya que nuestro planeta, en sus orígenes, era seco, de manera similar a la Luna.

La diferencia es que la menor gravedad lunar no le permitió retener el agua de origen cometario, a pesar de haber sufrido un bombardeo semejante. En nuestro caso fue un bombardeo de resultado positivo: posibilitó la vida. Algo parecido parece haber ocurrido en Marte, donde habría existido agua —y quizá vida—, pero que terminó perdiéndose, en parte, por no poder retenerla.

En 1973 estaba en el balcón de mi casa, a las cuatro de la madrugada, esperando el paso del cometa Kohoutek. Entonces se acercó Edgardo, que tenía cuatro años, y me preguntó:

 

—¿Qué hacés?


—Espero el paso de un cometa —le respondí.

A partir de ahí comenzaron las preguntas: qué era un cometa, de dónde venía, y finalmente de dónde veníamos nosotros. Yo intenté responder: yo vengo de mis padres, vos venís de nosotros… Pero las preguntas siguieron, cada vez más atrás, hasta que me quedé sin respuesta. Hoy lo tengo un poco más claro, aunque quizá le diría lo mismo que dijo Woody Allen cuando le hicieron preguntas de ese estilo: mejor preguntemos qué vamos a cenar esta noche.

El cometa Kohoutek fue visible durante gran parte de ese año y volverá a orbitar cerca de la Tierra dentro de aproximadamente diez mil años. No creo que ninguno de nosotros lo espere.

Del cielo al suelo: Campo del Cielo

CHARATA.com | Portal de Noticias

Durante miles de años, no todo lo que cayó del cielo se desintegró en un destello. Algunos fragmentos sobrevivieron al fuego de la atmósfera y quedaron incrustados en la Tierra. En el norte argentino, entre el sudoeste del Chaco y el noroeste de Santiago del Estero, existe un lugar que conserva esa memoria material: Campo del Cielo.

Hace unos cuatro o cinco mil años, un gran cuerpo metálico ingresó a la atmósfera terrestre con un ángulo bajo y se fragmentó antes de impactar. El resultado fue una extensa elipse de dispersión de meteoritos de hierro y níquel, algunos de ellos de decenas de toneladas. Los pueblos originarios ya conocían esos “hierros del cielo” mucho antes de que llegaran los europeos. No eran una curiosidad científica: eran objetos singulares, cargados de sentido.

Campo del Cielo funciona como contrapunto terrestre de las estrellas fugaces. Allí, lo que en el cielo dura segundos, en el suelo dura milenios. Lo que arriba es vaguedad luminosa, abajo se vuelve peso, masa, resistencia. El lenguaje también cambia: ya no alcanza con decir “algo cayó del cielo”. Hay que medir, clasificar, excavar, fechar.

Y, sin embargo, incluso allí persiste la ambigüedad. Durante siglos no se supo si esos bloques eran minerales terrestres, restos volcánicos o verdaderos visitantes cósmicos. Campo del Cielo fue uno de los lugares donde empezó a consolidarse una idea decisiva: la Tierra no es un sistema cerrado. Su historia incluye impactos, aportes y perturbaciones venidas de afuera.

Desambiguar los nombres

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Conviene, entonces, desambiguar los términos. Las llamadas “estrellas fugaces” no son estrellas, sino meteoros: fenómenos luminosos que se producen cuando pequeñas partículas de roca, hielo o polvo entran en la atmósfera terrestre a velocidades que pueden superar los 50 km por segundo. Estas partículas suelen provenir de los restos que dejan los cometas en su recorrido alrededor del Sol. Al ingresar en la atmósfera, el rozamiento eleva su temperatura a más de 7.000 grados, desintegrándolas y produciendo trazos luminosos de distintos colores.

Cuando estos meteoros son especialmente grandes y brillantes, capaces de dejar una estela visible durante varios segundos o incluso minutos, se los denomina bólidos. Solo en los casos en que algún fragmento logra sobrevivir al paso atmosférico y alcanza el suelo, hablamos propiamente de un meteorito. Campo del Cielo es, justamente, el testimonio silencioso de esos raros supervivientes.

Vaguedad y ambigüedad: diferencias y consecuencias

Aquí aparece una distinción semántica clave. El problema del lenguaje cotidiano no es solo la ambigüedad, sino también —y, sobre todo— la vaguedad.

La ambigüedad ocurre cuando una palabra tiene dos o más significados distintos y alternativos. “Meteorito”, en boca de mi padre, podía significar muchas cosas: un meteoro, un bólido, algo que cayó del cielo. La ambigüedad se resuelve, en principio, aclarando el contexto o afinando la definición. Es un problema semántico corregible.

La vaguedad, en cambio, es otra cosa. No implica significados múltiples, sino bordes difusos. ¿Cuándo un meteoro pasa a ser un bólido? ¿Cuán brillante es “muy brillante”? ¿En qué punto exacto algo deja de ser solo un fenómeno atmosférico y se convierte en un objeto geológico? La vaguedad no se elimina del todo: se gestiona. ¨Es constitutiva de nuestra relación con el mundo¨.

Las consecuencias son profundas.

La ambigüedad genera confusión si no se aclara; la vaguedad, en cambio, permite habitar el asombro sin clausurarlo. El lenguaje científico tiende a reducir ambas, porque necesita precisión operativa. El lenguaje humano, en cambio, vive de esa tensión: dice lo suficiente para orientarnos, pero no tanto como para agotar el misterio. Por eso la frase de mi padre no era “incorrecta” en un sentido humano. Era vaga, sí, pero funcional. Cumplía su tarea principal: tranquilizar, nombrar, transmitir que el mundo sigue siendo habitable incluso cuando el cielo se enciende de golpe.

Adenda

 

 Meteorito recuperado que fue robado de Campo del cielo. No es el único caso, uno fue  con asalto a mano armada  se llevaron dos meteoritos de poco peso a Chile ,existiendo un trámite judicial para recuperarlos

 

Epílogo

Edmond Halley no fue un discípulo de Newton, sino un colega y amigo intelectual. Reconoció antes que nadie el alcance de sus leyes, lo convenció de publicarlas y financió la impresión de los Principia. Con la autorización de Newton, aplicó esas leyes al estudio de los cometas: reconstruyó sus trayectorias a partir de registros ancestrales y mostró que incluso esos cuerpos errantes obedecían a la gravitación universal.

En un sentido profundo, fue la primera prueba de fuego de la gravitación universal: allí donde el cielo parecía errático, la ley mostró su alcance. No solo explicó el movimiento, sino que devolvió al tiempo lo que antes era presagio.

Tal vez no miramos los cometas para saber exactamente qué son, ni recorremos Campo del Cielo solo para pesar meteoritos. Lo hacemos para recordar que hay fenómenos —y preguntas— que nos exceden en escala y en tiempo. Entre la precisión de la ciencia y la vaguedad del lenguaje cotidiano se juega algo esencial: nuestra capacidad de seguir preguntando sin quedar paralizados.

Todo confirma que, aunque no siempre sepamos exactamente qué vimos, sabemos algo con certeza: valió la pena levantar la vista… y, a veces, mirar el suelo.

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