COMETAS,
METEOROS,ESTRELLAS FUGACES ,METEORITOS ,BÓLIDOS
Desambiguación, vaguedad y
sentido
Tendría
unos ocho años cuando, de pronto, el cielo de Corrientes se iluminó durante
apenas unos segundos. Serían cerca de las ocho de la noche. El asombro y la
curiosidad fue un nexo inmediato. Le
pregunté a mi padre qué había sido aquello.
—Es un
meteorito —me dijo—, no te preocupes.
Seguramente
su explicación provenía de conocimientos adquiridos muchos años antes, cuando
pasó el cometa Halley en 1910, cuya aparición ocurre aproximadamente cada
setenta y cinco años. Tanto lo habría impresionado ese acontecimiento que mi
hermano se llama Halley, a pesar de haber nacido en 1933. La primera vez que el
cometa Halley fue documentado data del año 239 a.C., y su último paso cercano a
la Tierra ocurrió el 9 de febrero de 1986. Lleva el nombre de Edmund Halley,
quien logró calcular su órbita y predecir su retorno periódico.
Halley fue
también el primer cometa observado con detalle por naves espaciales, lo que
permitió obtener evidencias que respaldaron varias hipótesis sobre la
estructura de estos cuerpos celestes, en particular el modelo de la “bola de
nieve sucia”, que describía correctamente su composición como una mezcla de
hielo, dióxido de carbono, amoníaco y polvo. Con el tiempo supe que los cometas
no fueron solo visitantes espectaculares del cielo, sino actores fundamentales
en la historia de la vida en la Tierra. Se cree que aportaron gran parte del
agua que formó los océanos, ya que nuestro planeta, en sus orígenes, era seco,
de manera similar a la Luna.
La
diferencia es que la menor gravedad lunar no le permitió retener el agua de
origen cometario, a pesar de haber sufrido un bombardeo semejante. En nuestro
caso fue un bombardeo de resultado positivo: posibilitó la vida. Algo parecido
parece haber ocurrido en Marte, donde habría existido agua —y quizá vida—, pero
que terminó perdiéndose, en parte, por no poder retenerla.
En 1973
estaba en el balcón de mi casa, a las cuatro de la madrugada, esperando el paso
del cometa Kohoutek. Entonces se acercó Edgardo, que tenía cuatro años, y me
preguntó:
—¿Qué hacés?
—Espero el paso de un cometa —le respondí.
A partir de
ahí comenzaron las preguntas: qué era un
cometa, de dónde venía, y finalmente de dónde veníamos nosotros. Yo intenté
responder: yo vengo de mis padres, vos venís de nosotros… Pero las preguntas
siguieron, cada vez más atrás, hasta que me quedé sin respuesta. Hoy lo tengo
un poco más claro, aunque quizá le diría lo mismo que dijo Woody Allen cuando
le hicieron preguntas de ese estilo: mejor preguntemos qué vamos a cenar esta
noche.
El cometa
Kohoutek fue visible durante gran parte de ese año y volverá a orbitar cerca de
la Tierra dentro de aproximadamente diez mil años. No creo que ninguno de
nosotros lo espere.
Del cielo al suelo: Campo del
Cielo
Durante
miles de años, no todo lo que cayó del cielo se desintegró en un destello.
Algunos fragmentos sobrevivieron al fuego de la atmósfera y quedaron
incrustados en la Tierra. En el norte argentino, entre el sudoeste del Chaco y
el noroeste de Santiago del Estero, existe un lugar que conserva esa memoria
material: Campo del Cielo.
Hace unos
cuatro o cinco mil años, un gran cuerpo metálico ingresó a la atmósfera
terrestre con un ángulo bajo y se fragmentó antes de impactar. El resultado fue
una extensa elipse de dispersión de meteoritos de hierro y níquel, algunos de
ellos de decenas de toneladas. Los pueblos originarios ya conocían esos
“hierros del cielo” mucho antes de que llegaran los europeos. No eran una curiosidad
científica: eran objetos singulares, cargados de sentido.
Campo del
Cielo funciona como contrapunto terrestre de las estrellas fugaces. Allí, lo
que en el cielo dura segundos, en el suelo dura milenios. Lo que arriba es
vaguedad luminosa, abajo se vuelve peso, masa, resistencia. El lenguaje también
cambia: ya no alcanza con decir “algo cayó del cielo”. Hay que medir,
clasificar, excavar, fechar.
Y, sin
embargo, incluso allí persiste la ambigüedad. Durante siglos no se supo si esos
bloques eran minerales terrestres, restos volcánicos o verdaderos visitantes
cósmicos. Campo del Cielo fue uno de los lugares donde empezó a consolidarse
una idea decisiva: la Tierra no es un sistema cerrado. Su historia
incluye impactos, aportes y perturbaciones venidas de afuera.
Desambiguar los
nombres
Conviene,
entonces, desambiguar los términos. Las llamadas “estrellas fugaces” no son
estrellas, sino meteoros: fenómenos luminosos que se producen cuando
pequeñas partículas de roca, hielo o polvo entran en la atmósfera terrestre a
velocidades que pueden superar los 50 km por segundo. Estas partículas suelen
provenir de los restos que dejan los cometas en su recorrido alrededor del Sol.
Al ingresar en la atmósfera, el rozamiento eleva su temperatura a más de 7.000
grados, desintegrándolas y produciendo trazos luminosos de distintos colores.
Cuando
estos meteoros son especialmente grandes y brillantes, capaces de dejar una
estela visible durante varios segundos o incluso minutos, se los denomina bólidos.
Solo en los casos en que algún fragmento logra sobrevivir al paso atmosférico y
alcanza el suelo, hablamos propiamente de un meteorito. Campo del Cielo
es, justamente, el testimonio silencioso de esos raros supervivientes.
Vaguedad y ambigüedad:
diferencias y consecuencias
Aquí
aparece una distinción semántica clave. El problema del lenguaje cotidiano no
es solo la ambigüedad, sino también —y, sobre todo— la vaguedad.
La
ambigüedad ocurre cuando una palabra tiene
dos o más significados distintos y alternativos. “Meteorito”, en boca de mi
padre, podía significar muchas cosas: un meteoro, un bólido, algo que cayó del
cielo. La ambigüedad se resuelve, en principio, aclarando el contexto o
afinando la definición. Es un problema semántico corregible.
La vaguedad, en cambio, es otra cosa. No implica significados múltiples, sino
bordes difusos. ¿Cuándo un meteoro pasa a ser un bólido? ¿Cuán brillante es
“muy brillante”? ¿En qué punto exacto algo deja de ser solo un fenómeno
atmosférico y se convierte en un objeto geológico? La vaguedad no se elimina
del todo: se gestiona. ¨Es constitutiva de nuestra relación con
el mundo¨.
Las
consecuencias son profundas.
La
ambigüedad genera confusión si no se aclara; la vaguedad, en cambio, permite
habitar el asombro sin clausurarlo. El lenguaje
científico tiende a reducir ambas, porque necesita precisión operativa. El
lenguaje humano, en cambio, vive de esa tensión: dice lo suficiente para
orientarnos, pero no tanto como para agotar el misterio. Por eso la frase de mi
padre no era “incorrecta” en un sentido humano. Era vaga, sí, pero funcional.
Cumplía su tarea principal: tranquilizar, nombrar, transmitir que el mundo
sigue siendo habitable incluso cuando el cielo se enciende de golpe.
Adenda
Meteorito recuperado que fue robado de Campo
del cielo. No es el único caso, uno fue con asalto a mano armada se llevaron dos meteoritos de poco peso a Chile
,existiendo un trámite judicial para recuperarlos
Epílogo
Edmond
Halley no fue un discípulo de Newton, sino un colega y
amigo intelectual. Reconoció antes que nadie el alcance de sus leyes, lo
convenció de publicarlas y financió la impresión de los Principia.
Con la autorización de Newton, aplicó esas leyes al estudio de los cometas:
reconstruyó sus trayectorias a partir de registros ancestrales y mostró que
incluso esos cuerpos errantes obedecían a la gravitación universal.
En un
sentido profundo, fue la primera prueba de fuego de la gravitación universal:
allí donde el cielo parecía errático, la ley mostró su alcance. No solo explicó
el movimiento, sino que devolvió al tiempo lo que antes era presagio.
Tal vez no
miramos los cometas para saber exactamente qué son, ni recorremos Campo del
Cielo solo para pesar meteoritos. Lo hacemos para recordar que hay fenómenos —y
preguntas— que nos exceden en escala y en tiempo. Entre la precisión de la
ciencia y la vaguedad del lenguaje cotidiano se juega algo esencial: nuestra
capacidad de seguir preguntando sin quedar paralizados.
Todo
confirma que, aunque no siempre sepamos exactamente qué vimos, sabemos algo con
certeza: valió la pena levantar la vista… y, a veces, mirar el suelo.