Café de primavera
Comienzos de la primavera de 2024. Café de por medio, charla con Miguel
y Cacho.
La escena es sencilla y,
justamente por eso, fecunda en una mesa de café una conversación sin
pretensiones, y el pensamiento un intruso permanente e inevitable que aparece
sin pedir permiso.
Miguel comentaba algo que había leído en Nexus,
el último libro de Yuval Noah Harari. El texto comienza con un rodeo mitológico
—gesto habitual en Harari— para advertirnos sobre el uso imprudente del poder.
Su punto de partida es provocador: la idea ingenua de información supone que
las redes son poderosas y sabias, que más información es necesariamente
algo bueno. Sin embargo, advierte, esa suposición podría ser uno de los errores
más peligrosos de nuestra época.
Entre los escépticos de esta fe informacional
aparece incluso alguien como Elon Musk. Según esta mirada, la información
—lejos de salvarnos— podría convertirse en el factor que termine por destruir
nuestra civilización.
La vieja y ya desaparecida Cortina de Hierro
encuentra hoy su contraparte imaginaria en un Telón de Silicio: una
posible división futura entre humanos y nuevos “jefes supremos” algorítmicos.
No se trata solo de tecnología, sino de poder, asimetrías y dependencia
cognitiva.
Harari no intenta resolver ni ofrecer una
definición universal de información. Y, en ese punto, es honesto: definir qué
es información es siempre una cuestión de perspectiva. Más aún, sostiene que la
mayoría de la información no representa nada. Da un paso todavía más
arriesgado cuando afirma que la información sería la pieza más básica de la
realidad, incluso más fundamental que la materia o la energía. Aquí,
inevitablemente, surge la duda: ¿en qué sentido?, ¿con qué costo conceptual?
Según Harari, pese a vivir rodeados de información,
seguimos siendo profundamente autodestructivos. Carecemos de respuestas a las
grandes preguntas y, por eso mismo, somos altamente susceptibles a la fantasía.
Afirma también que la creación de artefactos poderosos con capacidades
imprevistas no comenzó con la tecnología moderna, sino mucho antes: con la
religión. Otra afirmación fuerte, que invita tanto a la reflexión como a la
cautela.
El argumento central de Nexus es que la
humanidad alcanza un poder enorme a través de grandes redes de cooperación. El
problema es que esas mismas redes tienden al uso imprudente del poder. La
información funciona como el pegamento que las mantiene unidas, aun cuando
muchas de ellas estén sostenidas por ideas excepcionalmente equivocadas. En ese
punto, Harari nos recuerda a Orwell y su célebre advertencia: «la ignorancia
es la fuerza».
En una comparación que me dejó pensando, Harari
afirma que, al igual que la música, el ADN no representa la realidad. Aquí fue
donde la conversación se detuvo —y el pensamiento empezó a caminar solo.
A la música siempre la consideré una expresión
personal y auténtica de la realidad de quien compone. Su pretensión no es
describir el mundo ni representarlo de manera literal, sino algo más sutil y,
quizás, más profundo: encarnar experiencia. No es simplemente una
construcción de ondas sonoras, sino el arte de combinarlas para dar forma a
emociones, vivencias y climas que son reales tanto para quien crea como para
quien escucha.
El ADN, en cambio, pese a su importancia decisiva,
pertenece a otro registro. Es información elemental en la intimidad de la
biología. Coincido en que no representa la realidad: es sintaxis. Un
conjunto de reglas formales que inaugura procesos, pero que no garantiza
resultados. Es el primer paso de lo que acontecerá en un ser vivo, donde la
semántica dependerá de múltiples variables —contextuales, ambientales,
epigenéticas— que nunca cierran del todo y que incluyen tanto aciertos como
desvíos.
En esa diferencia vi con claridad un nexus:
un punto de cruce entre la semiótica de Charles Sanders Peirce, el experimento
mental de la Habitación China de John Searle y la base misma de la
biología. La sintaxis puede operar, producir efectos, incluso sostener sistemas
complejos, sin que por ello emerja necesariamente el sentido.
Una forma especialmente clara de visualizar esta
conexión aparece en la metáfora de Juan Ignacio Pozo y sus tres monedas
cognitivas. La primera es la información, entendida como una diferencia
binaria, sin contenido propio. La segunda es la representación: la capacidad de
redescribir esa información dentro de nuestros sistemas de memoria. La tercera
es el conocimiento, que solo existe cuando se cumplen las anteriores y, además,
se asume una actitud proposicional, es decir, un compromiso con lo que se cree
y se comprende.
Esta distinción desarma la ilusión
informacionalista contemporánea: no toda información es conocimiento, ni toda
red informativa genera comprensión. Sin representación y sin actitud
proposicional, no hay sentido, solo circulación.
Los humanos somos traductores permanentes.
Traductores analógico–digitales cuando convertimos experiencias sensoriales
continuas —emociones, percepciones, gestos— en representaciones mentales y
lenguaje. Y traductores digital–analógicos cuando transformamos pensamientos
abstractos, símbolos y narrativas en acciones, decisiones y expresiones
corporales.
Es
precisamente esta integración entre lo analógico —la experiencia vivida,
emocional y perceptual— y lo digital —el lenguaje, la lógica, los símbolos— lo
que, al menos hasta ahora, nos diferencia de las máquinas. No por falta de
potencia, sino por falta de cuerpo; no por déficit de cálculo, sino por
ausencia de historia vivida, de implicación.
Lo analógico
es el flujo continuo. Es el aroma del café antes del primer sorbo, el tono
apenas irónico de Cacho cuando dice que el café no fue casi lágrima, la escena mínima en la que el mozo, sin que
nadie lo pida ni lo note del todo, acerca la jarrita y suma apenas un
centímetro de leche. Nada de eso está escrito, y sin embargo todo está dicho.
Lo digital,
en cambio, es el corte: la palabra, el dato, la cifra, la distinción nítida. Es
lo que permite nombrar, comparar, transmitir. Pero al nombrar, recorta; al
fijar, pierde espesor.
Entre ese
flujo que no se deja atrapar del todo y el gesto que lo convierte en signo
habita lo humano. No es una oposición, sino una tensión viva. Y es en esa zona
—donde algo se siente antes de poder decirse, donde se entiende sin terminar de
explicarse— donde aparece eso que llamamos lo inefable: no porque sea misterioso, sino
porque siempre llega un instante antes del lenguaje.
Nuestra riqueza humana reside en la
"pérdida" que ocurre en esa traducción. Una máquina no pierde nada al
procesar datos; nosotros, al intentar poner una emoción en palabras,
transformamos la realidad. Esa imprecisión es, paradójicamente, lo
que genera sentido. La pregunta queda abierta, flotando sobre la mesa de café, como
corresponde a toda buena conversación que no busca cerrar sino abrir: ¿Será
siempre así?
Epilogo
Tal vez el problema no sea cuánta información
producimos, sino qué hacemos con ella cuando atraviesa un cuerpo, una
historia y una conversación. Las redes pueden acumular datos y coordinar
acciones, pero el sentido no circula: se construye, se encarna, se discute.
Mientras
sigamos sentándonos a tomar un café, a dudar de lo que leemos ,y a traducir la
experiencia en palabras imperfectas, habrá algo irreductible que no quedará del
todo del lado del silicio. No porque entendamos todo o seamos más inteligentes,
sino porque vivimos.
Eso es lo inefable (del latín ineffabilis: "que no se puede
decir") es aquello que no puede ser expresado con palabras, pero no porque
le falte claridad, sino porque desborda la capacidad del lenguaje.
Cuando trato de describir el aroma del café o la sensación de la mano de un
amigo en el hombro, lo que queda afuera no es "indefinido", es lo
"inefable" que solo se puede vivir.
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