martes, diciembre 23, 2025

 

 

 

Café de primavera

Comienzos de la primavera de 2024. Café de por medio, charla con Miguel y Cacho.

Atardecer en la costanera de Corrientes. Al fondo el puente Manuel  Belgrano.: imagen de Costanera de Corrientes - Tripadvisor

La escena es sencilla y, justamente por eso, fecunda en una mesa de café una conversación sin pretensiones, y el pensamiento un intruso permanente e inevitable que aparece sin pedir permiso.

Miguel comentaba algo que había leído en Nexus, el último libro de Yuval Noah Harari. El texto comienza con un rodeo mitológico —gesto habitual en Harari— para advertirnos sobre el uso imprudente del poder. Su punto de partida es provocador: la idea ingenua de información supone que las redes son poderosas y sabias, que más información es necesariamente algo bueno. Sin embargo, advierte, esa suposición podría ser uno de los errores más peligrosos de nuestra época.

Entre los escépticos de esta fe informacional aparece incluso alguien como Elon Musk. Según esta mirada, la información —lejos de salvarnos— podría convertirse en el factor que termine por destruir nuestra civilización.

La vieja y ya desaparecida Cortina de Hierro encuentra hoy su contraparte imaginaria en un Telón de Silicio: una posible división futura entre humanos y nuevos “jefes supremos” algorítmicos. No se trata solo de tecnología, sino de poder, asimetrías y dependencia cognitiva.

Harari no intenta resolver ni ofrecer una definición universal de información. Y, en ese punto, es honesto: definir qué es información es siempre una cuestión de perspectiva. Más aún, sostiene que la mayoría de la información no representa nada. Da un paso todavía más arriesgado cuando afirma que la información sería la pieza más básica de la realidad, incluso más fundamental que la materia o la energía. Aquí, inevitablemente, surge la duda: ¿en qué sentido?, ¿con qué costo conceptual?

Según Harari, pese a vivir rodeados de información, seguimos siendo profundamente autodestructivos. Carecemos de respuestas a las grandes preguntas y, por eso mismo, somos altamente susceptibles a la fantasía. Afirma también que la creación de artefactos poderosos con capacidades imprevistas no comenzó con la tecnología moderna, sino mucho antes: con la religión. Otra afirmación fuerte, que invita tanto a la reflexión como a la cautela.

El argumento central de Nexus es que la humanidad alcanza un poder enorme a través de grandes redes de cooperación. El problema es que esas mismas redes tienden al uso imprudente del poder. La información funciona como el pegamento que las mantiene unidas, aun cuando muchas de ellas estén sostenidas por ideas excepcionalmente equivocadas. En ese punto, Harari nos recuerda a Orwell y su célebre advertencia: «la ignorancia es la fuerza».

En una comparación que me dejó pensando, Harari afirma que, al igual que la música, el ADN no representa la realidad. Aquí fue donde la conversación se detuvo —y el pensamiento empezó a caminar solo.

A la música siempre la consideré una expresión personal y auténtica de la realidad de quien compone. Su pretensión no es describir el mundo ni representarlo de manera literal, sino algo más sutil y, quizás, más profundo: encarnar experiencia. No es simplemente una construcción de ondas sonoras, sino el arte de combinarlas para dar forma a emociones, vivencias y climas que son reales tanto para quien crea como para quien escucha.

El ADN, en cambio, pese a su importancia decisiva, pertenece a otro registro. Es información elemental en la intimidad de la biología. Coincido en que no representa la realidad: es sintaxis. Un conjunto de reglas formales que inaugura procesos, pero que no garantiza resultados. Es el primer paso de lo que acontecerá en un ser vivo, donde la semántica dependerá de múltiples variables —contextuales, ambientales, epigenéticas— que nunca cierran del todo y que incluyen tanto aciertos como desvíos.

En esa diferencia vi con claridad un nexus: un punto de cruce entre la semiótica de Charles Sanders Peirce, el experimento mental de la Habitación China de John Searle y la base misma de la biología. La sintaxis puede operar, producir efectos, incluso sostener sistemas complejos, sin que por ello emerja necesariamente el sentido.

Una forma especialmente clara de visualizar esta conexión aparece en la metáfora de Juan Ignacio Pozo y sus tres monedas cognitivas. La primera es la información, entendida como una diferencia binaria, sin contenido propio. La segunda es la representación: la capacidad de redescribir esa información dentro de nuestros sistemas de memoria. La tercera es el conocimiento, que solo existe cuando se cumplen las anteriores y, además, se asume una actitud proposicional, es decir, un compromiso con lo que se cree y se comprende.

Esta distinción desarma la ilusión informacionalista contemporánea: no toda información es conocimiento, ni toda red informativa genera comprensión. Sin representación y sin actitud proposicional, no hay sentido, solo circulación.

Los humanos somos traductores permanentes. Traductores analógico–digitales cuando convertimos experiencias sensoriales continuas —emociones, percepciones, gestos— en representaciones mentales y lenguaje. Y traductores digital–analógicos cuando transformamos pensamientos abstractos, símbolos y narrativas en acciones, decisiones y expresiones corporales.

Es precisamente esta integración entre lo analógico —la experiencia vivida, emocional y perceptual— y lo digital —el lenguaje, la lógica, los símbolos— lo que, al menos hasta ahora, nos diferencia de las máquinas. No por falta de potencia, sino por falta de cuerpo; no por déficit de cálculo, sino por ausencia de historia vivida, de implicación.

Lo analógico es el flujo continuo. Es el aroma del café antes del primer sorbo, el tono apenas irónico de Cacho cuando dice que el café no fue casi lágrima, la escena mínima en la que el mozo, sin que nadie lo pida ni lo note del todo, acerca la jarrita y suma apenas un centímetro de leche. Nada de eso está escrito, y sin embargo todo está dicho.

Lo digital, en cambio, es el corte: la palabra, el dato, la cifra, la distinción nítida. Es lo que permite nombrar, comparar, transmitir. Pero al nombrar, recorta; al fijar, pierde espesor.

Entre ese flujo que no se deja atrapar del todo y el gesto que lo convierte en signo habita lo humano. No es una oposición, sino una tensión viva. Y es en esa zona —donde algo se siente antes de poder decirse, donde se entiende sin terminar de explicarse— donde aparece eso que llamamos lo inefable: no porque sea misterioso, sino porque siempre llega un instante antes del lenguaje.

Nuestra  riqueza humana reside en la "pérdida" que ocurre en esa traducción. Una máquina no pierde nada al procesar datos; nosotros, al intentar poner una emoción en palabras, transformamos la realidad. Esa imprecisión es, paradójicamente, lo que genera sentido. La pregunta queda abierta, flotando sobre la mesa de café, como corresponde a toda buena conversación que no busca cerrar sino abrir: ¿Será siempre así?

Epilogo

Tal vez el problema no sea cuánta información producimos, sino qué hacemos con ella cuando atraviesa un cuerpo, una historia y una conversación. Las redes pueden acumular datos y coordinar acciones, pero el sentido no circula: se construye, se encarna, se discute.

Mientras sigamos sentándonos a tomar un café, a dudar de lo que leemos ,y a traducir la experiencia en palabras imperfectas, habrá algo irreductible que no quedará del todo del lado del silicio. No porque entendamos todo o seamos más inteligentes, sino porque vivimos. Eso es lo inefable (del latín ineffabilis: "que no se puede decir") es aquello que no puede ser expresado con palabras, pero no porque le falte claridad, sino porque desborda la capacidad del lenguaje. Cuando trato de describir el aroma del café o la sensación de la mano de un amigo en el hombro, lo que queda afuera no es "indefinido", es lo "inefable" que solo se puede vivir.

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