lunes, diciembre 22, 2025

 

 

COMETAS, METEOROS,ESTRELLAS FUGACES ,METEORITOS ,BÓLIDOS

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Desambiguación, vaguedad y sentido

Tendría unos ocho años cuando, de pronto, el cielo de Corrientes se iluminó durante apenas unos segundos. Serían cerca de las ocho de la noche. El asombro y la curiosidad  fue un nexo inmediato. Le pregunté a mi padre qué había sido aquello.

—Es un meteorito —me dijo—, no te preocupes.

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Seguramente su explicación provenía de conocimientos adquiridos muchos años antes, cuando pasó el cometa Halley en 1910, cuya aparición ocurre aproximadamente cada setenta y cinco años. Tanto lo habría impresionado ese acontecimiento que mi hermano se llama Halley, a pesar de haber nacido en 1933. La primera vez que el cometa Halley fue documentado data del año 239 a.C., y su último paso cercano a la Tierra ocurrió el 9 de febrero de 1986. Lleva el nombre de Edmund Halley, quien logró calcular su órbita y predecir su retorno periódico.

Halley fue también el primer cometa observado con detalle por naves espaciales, lo que permitió obtener evidencias que respaldaron varias hipótesis sobre la estructura de estos cuerpos celestes, en particular el modelo de la “bola de nieve sucia”, que describía correctamente su composición como una mezcla de hielo, dióxido de carbono, amoníaco y polvo. Con el tiempo supe que los cometas no fueron solo visitantes espectaculares del cielo, sino actores fundamentales en la historia de la vida en la Tierra. Se cree que aportaron gran parte del agua que formó los océanos, ya que nuestro planeta, en sus orígenes, era seco, de manera similar a la Luna.

La diferencia es que la menor gravedad lunar no le permitió retener el agua de origen cometario, a pesar de haber sufrido un bombardeo semejante. En nuestro caso fue un bombardeo de resultado positivo: posibilitó la vida. Algo parecido parece haber ocurrido en Marte, donde habría existido agua —y quizá vida—, pero que terminó perdiéndose, en parte, por no poder retenerla.

En 1973 estaba en el balcón de mi casa, a las cuatro de la madrugada, esperando el paso del cometa Kohoutek. Entonces se acercó Edgardo, que tenía cuatro años, y me preguntó:

 

—¿Qué hacés?


—Espero el paso de un cometa —le respondí.

A partir de ahí comenzaron las preguntas: qué era un cometa, de dónde venía, y finalmente de dónde veníamos nosotros. Yo intenté responder: yo vengo de mis padres, vos venís de nosotros… Pero las preguntas siguieron, cada vez más atrás, hasta que me quedé sin respuesta. Hoy lo tengo un poco más claro, aunque quizá le diría lo mismo que dijo Woody Allen cuando le hicieron preguntas de ese estilo: mejor preguntemos qué vamos a cenar esta noche.

El cometa Kohoutek fue visible durante gran parte de ese año y volverá a orbitar cerca de la Tierra dentro de aproximadamente diez mil años. No creo que ninguno de nosotros lo espere.

Del cielo al suelo: Campo del Cielo

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Durante miles de años, no todo lo que cayó del cielo se desintegró en un destello. Algunos fragmentos sobrevivieron al fuego de la atmósfera y quedaron incrustados en la Tierra. En el norte argentino, entre el sudoeste del Chaco y el noroeste de Santiago del Estero, existe un lugar que conserva esa memoria material: Campo del Cielo.

Hace unos cuatro o cinco mil años, un gran cuerpo metálico ingresó a la atmósfera terrestre con un ángulo bajo y se fragmentó antes de impactar. El resultado fue una extensa elipse de dispersión de meteoritos de hierro y níquel, algunos de ellos de decenas de toneladas. Los pueblos originarios ya conocían esos “hierros del cielo” mucho antes de que llegaran los europeos. No eran una curiosidad científica: eran objetos singulares, cargados de sentido.

Campo del Cielo funciona como contrapunto terrestre de las estrellas fugaces. Allí, lo que en el cielo dura segundos, en el suelo dura milenios. Lo que arriba es vaguedad luminosa, abajo se vuelve peso, masa, resistencia. El lenguaje también cambia: ya no alcanza con decir “algo cayó del cielo”. Hay que medir, clasificar, excavar, fechar.

Y, sin embargo, incluso allí persiste la ambigüedad. Durante siglos no se supo si esos bloques eran minerales terrestres, restos volcánicos o verdaderos visitantes cósmicos. Campo del Cielo fue uno de los lugares donde empezó a consolidarse una idea decisiva: la Tierra no es un sistema cerrado. Su historia incluye impactos, aportes y perturbaciones venidas de afuera.

Desambiguar los nombres

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Conviene, entonces, desambiguar los términos. Las llamadas “estrellas fugaces” no son estrellas, sino meteoros: fenómenos luminosos que se producen cuando pequeñas partículas de roca, hielo o polvo entran en la atmósfera terrestre a velocidades que pueden superar los 50 km por segundo. Estas partículas suelen provenir de los restos que dejan los cometas en su recorrido alrededor del Sol. Al ingresar en la atmósfera, el rozamiento eleva su temperatura a más de 7.000 grados, desintegrándolas y produciendo trazos luminosos de distintos colores.

Cuando estos meteoros son especialmente grandes y brillantes, capaces de dejar una estela visible durante varios segundos o incluso minutos, se los denomina bólidos. Solo en los casos en que algún fragmento logra sobrevivir al paso atmosférico y alcanza el suelo, hablamos propiamente de un meteorito. Campo del Cielo es, justamente, el testimonio silencioso de esos raros supervivientes.

Vaguedad y ambigüedad: diferencias y consecuencias

Aquí aparece una distinción semántica clave. El problema del lenguaje cotidiano no es solo la ambigüedad, sino también —y, sobre todo— la vaguedad.

La ambigüedad ocurre cuando una palabra tiene dos o más significados distintos y alternativos. “Meteorito”, en boca de mi padre, podía significar muchas cosas: un meteoro, un bólido, algo que cayó del cielo. La ambigüedad se resuelve, en principio, aclarando el contexto o afinando la definición. Es un problema semántico corregible.

La vaguedad, en cambio, es otra cosa. No implica significados múltiples, sino bordes difusos. ¿Cuándo un meteoro pasa a ser un bólido? ¿Cuán brillante es “muy brillante”? ¿En qué punto exacto algo deja de ser solo un fenómeno atmosférico y se convierte en un objeto geológico? La vaguedad no se elimina del todo: se gestiona. ¨Es constitutiva de nuestra relación con el mundo¨.

Las consecuencias son profundas.

La ambigüedad genera confusión si no se aclara; la vaguedad, en cambio, permite habitar el asombro sin clausurarlo. El lenguaje científico tiende a reducir ambas, porque necesita precisión operativa. El lenguaje humano, en cambio, vive de esa tensión: dice lo suficiente para orientarnos, pero no tanto como para agotar el misterio. Por eso la frase de mi padre no era “incorrecta” en un sentido humano. Era vaga, sí, pero funcional. Cumplía su tarea principal: tranquilizar, nombrar, transmitir que el mundo sigue siendo habitable incluso cuando el cielo se enciende de golpe.

Adenda

 

 Meteorito recuperado que fue robado de Campo del cielo. No es el único caso, uno fue  con asalto a mano armada  se llevaron dos meteoritos de poco peso a Chile ,existiendo un trámite judicial para recuperarlos

 

Epílogo

Edmond Halley no fue un discípulo de Newton, sino un colega y amigo intelectual. Reconoció antes que nadie el alcance de sus leyes, lo convenció de publicarlas y financió la impresión de los Principia. Con la autorización de Newton, aplicó esas leyes al estudio de los cometas: reconstruyó sus trayectorias a partir de registros ancestrales y mostró que incluso esos cuerpos errantes obedecían a la gravitación universal.

En un sentido profundo, fue la primera prueba de fuego de la gravitación universal: allí donde el cielo parecía errático, la ley mostró su alcance. No solo explicó el movimiento, sino que devolvió al tiempo lo que antes era presagio.

Tal vez no miramos los cometas para saber exactamente qué son, ni recorremos Campo del Cielo solo para pesar meteoritos. Lo hacemos para recordar que hay fenómenos —y preguntas— que nos exceden en escala y en tiempo. Entre la precisión de la ciencia y la vaguedad del lenguaje cotidiano se juega algo esencial: nuestra capacidad de seguir preguntando sin quedar paralizados.

Todo confirma que, aunque no siempre sepamos exactamente qué vimos, sabemos algo con certeza: valió la pena levantar la vista… y, a veces, mirar el suelo.

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