Sembramos antes de saber
Epistemología del suelo fértil y supervivencia cognitiva
Mi manera
de ver las cosas y la forma en que intento hacerlas mías encuentran una
expresión particularmente lúcida en una frase de Gilles Deleuze, cuando afirma
que se acerca a un autor “por la espalda” y lo deja embarazado de una criatura
que, siendo suya, le permita decir lo que él mismo quiere decir. Este
reconocimiento explícito de la apropiación intelectual me libera de cualquier
sonrojo ante esta costumbre inveterada de echar raíces en terrenos ajenos.
Pensar sin condicionamientos es casi imposible; asumirlo sin culpa es, quizás,
el primer gesto de lucidez epistemológica.
Con ese
espíritu comenzaba, allá por 2014, lo que llamé La nueva mochila, la vieja
mochila. Hoy sospecho que esa metáfora ya no alcanza. La mochila remite a
carga, inventario, transporte. Pero lo que realmente sostiene el pensamiento —y
lo mantiene vivo— no es lo que se lleva encima, sino el terreno sobre el que
se camina. Tal vez por eso, en una reunión reciente de nuestro ya clásico
laboratorio de café, en lo de Marta, propuse reemplazarla por otra metáfora: la
del suelo cognitivo.
El suelo
cognitivo no es un contenedor ni un sistema cerrado. Es un entorno fértil,
irregular, con capas, nutrientes desiguales y límites difusos. En él brotan
ideas, patrones, hábitos inferenciales y criterios prácticos que no pertenecen
a nadie en particular y, sin embargo, están disponibles para cualquiera que se
anime a trabajar la tierra. Recolectar en ese suelo no significa acumular
conceptos, sino cultivar capacidades: hacer crecer el tipo de
conocimiento que cada situación exige, desde pedir un café casi media lágrima
hasta formular una hipótesis científica bajo presión de evidencia.
Aquí
aparece una tesis central: no hay conocimiento sin suelo previo, y no hay
supervivencia cognitiva sin un suelo suficientemente fértil como para absorber
el error sin colapsar.
Charles
Sanders Peirce entendió esto con claridad.
Conocer no es deducir certezas, sino inferir bajo incertidumbre. La
abducción no busca verdad; busca posibilidad. Es el gesto de sembrar sin
garantías. Allí donde el dato no alcanza y la deducción no arranca, la
abducción introduce variación. Muchas semillas morirán. Y eso está bien. Un
suelo que no tolera hipótesis fallidas ya está muerto.
Sin Peirce,
el pensamiento se vuelve repetición. Sobrevive, pero no aprende.
Karl Popper
interviene después, pero no tarde: interviene cuando
algo ya empezó a crecer. Su aporte no es la siembra, sino la poda.
La falsación elimina teorías, no para destruir el suelo, sino para que no se
ahogue en maleza conceptual. Un suelo sin poda se vuelve dogmático: todo crece,
nada se distingue, y la crítica se interpreta como amenaza.
Popper
introduce una regla decisiva para la supervivencia cognitiva: equivocarse no
mata; aferrarse al error, sí. Pero esta regla solo funciona si el suelo es
lo bastante fértil como para soportar el corte sin erosionarse. Sin suelo, la
crítica arrasa; con suelo, la crítica regenera. Sin Popper, el pensamiento
prolifera, pero se pierde.
N.Taleb da
el paso decisivo. No agrega semillas ni tijeras:
modifica el suelo mismo. Introduce la idea de antifragilidad: hay
sistemas que no solo resisten el error, sino que mejoran gracias a él.
La antifragilidad no es una propiedad de las ideas, sino del entorno
cognitivo que las aloja.
Un suelo
frágil busca certezas. Un suelo robusto tolera errores. Un suelo antifrágil necesita
variación, ruido y estrés. Aquí la supervivencia cognitiva alcanza su forma
madura: el error deja de ser un costo y se convierte en nutriente. El
suelo aprende.
La tríada
no es cronológica, es funcional, una estructura
ecológica del conocimiento:
- sin Peirce, no hay novedad: el suelo se
fosiliza;
- sin Popper, no hay control: el suelo se
enmaleza;
- sin Taleb, no hay adaptación: el suelo
colapsa ante el estrés.
La triada está
encarnada en el trabajo silencioso de la red neuronal por defecto
—generando asociaciones, hipótesis, hibridaciones ,anticipaciones,
probabilidades , seria el suelo— y de la red ejecutiva que se activa
cuando nos concentramos —evaluando,
descartando, ajustando estrategias sería el jardinero—. Ese trabajo incesante y
en gran medida desatendido es el humus profundo del pensamiento. Para
algunos, ese fondo se parece a lo que solemos llamar subconsciente; para otros,
es simplemente el reservorio activo del pensamiento tácito, siempre a la espera
de ser requerido… o sembrado.
Quizás por
eso fue necesario aclarar —en aquella reunión de café— que epistemología y
filosofía de la ciencia no son lo mismo. La epistemología se ocupa de cómo
conocemos en general: percepción, sentido común, creencia, error, aprendizaje.
La filosofía de la ciencia se concentra en las condiciones específicas que
hacen científica a una teoría. Confundirlas empobrece el suelo: reduce el
conocimiento a laboratorio y deja al pensamiento cotidiano sin herramientas
para orientarse en un mundo incierto.
En mi suelo
cognitivo conviven la Gestalt y los patrones de inteligibilidad; una cierta
argentinidad del pensar; las inferencias peirceanas; Bayes y sus priors
operando allí donde la certeza no llega; el lenguaje en todas sus formas; y ese
gran inquisidor interno que Kipling llama sus fieles servidores: que, quien, como, cuando, donde, porque, y sin
pudor agrego con qué y para qué. Todo esto no conforma una doctrina ni aspira a
ser un mapa definitivo. Es, deliberadamente, un terreno en uso.
Epílogo
(provisorio): el suelo como condición de supervivencia
Este
epílogo no cierra nada. Marca, a lo sumo, una pausa reflexiva. Los suelos vivos
no se clausuran: se degradan o se regeneran. A veces se cosecha; otras, se
siembra sin saber si algo crecerá. Hay estaciones de claridad y largos
inviernos cognitivos. Si algo justifica este ejercicio es la convicción de que la
supervivencia cognitiva depende menos de las respuestas que del suelo que
permite seguir preguntando
El
conocimiento no avanza por acumulación ni por consenso, sino por fertilización
cruzada, por error trabajado, por crítica que no destruye. El suelo cognitivo solo existe si alguien más lo pisa, lo cuestiona, lo
contradice o lo enriquece. Este texto queda, entonces, deliberadamente abierto.
No como condición de posibilidad. Porque pensar —como sembrar— nunca fue una
actividad segura. Y justamente por eso, sigue siendo imprescindible.
¿Qué tipo
de jardinero soy para mi propia mente?
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