lunes, diciembre 15, 2025

 

Pensar con carne de gallina:  

Afecto y el salto a lo intransitado

 

Estábamos tomando un café con Miguel y Cacho. Como suele ocurrir en esas conversaciones que empiezan sin pretensiones y terminan rozando lo esencial.  Cacho nos  contó que había comprado un texto de Byung-Chul Han, recomendado por un amigo. Yo recordé que tiempo atrás había leído No-cosas, sugerencia de José María, mi consuegro. No está escrito ni en coreano ni en alemán —broma frecuente ante Han—, pero exige algo más difícil: leer despacio. Leer dejando que el texto afecte. De aquel libro, en particular del capítulo dedicado a la IA, rescaté una idea que desde entonces no dejó de resonar: pensar es, antes que nada, un proceso analógico y afectivo.

Antes de captar conceptualmente el mundo, el mundo ya nos ha tocado. Nos ha afectado. Y la primera señal de esa afectación no es una idea clara y distinta, sino algo tan corporal como la carne de gallina. Pensar es ser afectado:  Han insiste en que el pensamiento no comienza en el concepto sino en la afección. Antes de que la mente nombre, clasifique o deduzca, el cuerpo ya ha reaccionado. Hay una tonalidad emocional previa, una disposición anímica básica que orienta el pensamiento como un campo gravitacional invisible. Esa disposición reúne palabras, imágenes y conceptos, los sintoniza, les da dirección. A muchos tal vez no les convenza este comienzo.

En este sentido, el pensamiento es analógico: guarda correspondencias, resonancias, ecos. No opera por mera suma de unidades discretas, sino por continuidad, por afinidad, por semejanza sensible. Pensar es entrar en una voz, en un clima, en una atmósfera. Por eso la historia de la filosofía puede leerse como la historia de estas disposiciones anímicas fundamentales: en Platón, el asombro; en Descartes, la duda; en Heidegger, la angustia; en Spinoza, la alegría y la potencia.

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El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

La Inteligencia Artificial, en cambio, es radicalmente apática. No se le eriza la piel. No se estremece. Procesa datos, pero no es afectada por ellos. Los datos y la información carecen de esa dimensión analógica-afectiva que constituye el suelo mismo del pensamiento humano. La IA no siente la gravedad de una idea.

 

Cálculo sin eros

La mente humana no se reduce a cálculo ni a resolución de problemas. Se nutre de eros y logos, de deseo y razón, de cuerpo y lenguaje, en una relación íntima e inseparable. Pensar no es simplemente encontrar la mejor solución entre opciones dadas; es aventurarse por caminos no transitados, exponerse al error, al ridículo, a la interrupción.

Aquí aparece una diferencia decisiva: el Big Data aprende del pasado, reconoce patrones, establece correlaciones. Su lógica es aditiva: suma datos, acumula información. Pero lo aditivo no produce totalidad ni cierre. No hay acontecimiento. No hay irrupción.

Lo nuevo, en sentido fuerte, no emerge por acumulación, sino por negatividad: por ruptura, por discontinuidad, por negación de lo dado. La IA elige siempre entre alternativas predefinidas. No puede salir del menú. No puede desviarse hacia lo intransitado.

Faire l’idiot

Gilles Deleuze decía que la filosofía comienza con faire l’idiot: hacerse el idiota. Atreverse a no saber. Suspender las competencias adquiridas. Dar un salto que, desde el punto de vista del sistema vigente, parece absurdo.

La historia de la filosofía vista así es una historia de idiotas: Sócrates preguntando lo obvio, Descartes dudando de todo, Kant cuestionando lo que parecía incuestionable. Cada verdadero pensamiento implica un gesto de desajuste, una torpeza inaugural. La Inteligencia Artificial es incapaz de faire l’idiot. Es demasiado inteligente para ser idiota. Demasiado optimizada. Demasiado eficaz. Y justamente por eso, incapaz de pensar.

La IA como Atlas

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Kate Crawford lleva la crítica a otro nivel. Propone ver a la IA como un Atlas: no como una metáfora poética, sino como una ambición literal. La industria de la IA intenta capturar el planeta de una forma legible para la máquina. No se trata solo de mapear el mundo, sino de ser el mapa.

Una visión cenital, centralizada, que normaliza su propia forma de ver como si fuera neutral. Pero no lo es. Es una forma profundamente política de organizar la realidad. Decide qué cuenta, qué se mide, qué se optimiza y qué se descarta. La IA no es solo una tecnología: es una idea, una infraestructura, una industria y una forma de ejercer poder. Está sostenida por sistemas globales de extracción, logística y explotación. Energía, minerales, datos, trabajo humano. Todo ello invisibilizado bajo la apariencia de neutralidad técnica. Extracción, poder y política: el trípode oculto de la inteligencia artificial.

Un cerebro lento, democrático e impredecible

Michael Gazzaniga ofrece el contrapunto desde la neurociencia. Los circuitos del cerebro son lentos, pero funcionan en paralelo. Se reorganizan constantemente. Se apoyan en propiedades emergentes, en el caos y el azar, con resultados en gran medida impredecibles. El cerebro no tiene un procesador central. Es una red distribuida. Democrática. Nos contradecimos. Cambiamos de opinión. Ensayamos hipótesis y las abandonamos. Evolucionamos.

La computadora más grande del mundo puede procesar cantidades colosales de información, pero no comprende sutilezas. Es literal. Carece de ironía, ambigüedad, doble sentido. No habita el silencio ni la insinuación.

Pensar no es saber

Tal vez el error de fondo sea confundir pensamiento con conocimiento, y conocimiento con información. Pensar no es saber más, sino exponerse a no saber. Dejarse afectar. Permitir que algo nos saque de lugar. La carne de gallina no es un detalle anecdótico: es el signo de que el pensamiento ha comenzado. Allí donde el cuerpo responde antes que el concepto, allí donde algo nos toca sin saber aún cómo nombrarlo, allí empieza lo humano. La IA podrá calcular mejor, predecir más rápido, optimizar con mayor eficiencia. Pero mientras no pueda temblar, errar, dudar sin objetivo, hacerse idiota y caminar por lo intransitado, no pensará.

 

 

 

 

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