Pensar con
carne de gallina:
Afecto y el
salto a lo intransitado
Estábamos tomando un café
con Miguel y Cacho. Como suele ocurrir en esas conversaciones que empiezan sin
pretensiones y terminan rozando lo esencial.
Cacho nos contó que había
comprado un texto de Byung-Chul Han, recomendado por un amigo. Yo recordé que
tiempo atrás había leído No-cosas, sugerencia de José María, mi
consuegro. No está escrito ni en coreano ni en alemán —broma frecuente ante
Han—, pero exige algo más difícil: leer despacio. Leer dejando que el texto
afecte. De aquel libro, en particular del capítulo dedicado a la IA, rescaté
una idea que desde entonces no dejó de resonar: pensar es, antes que
nada, un proceso analógico y afectivo.
Antes de captar conceptualmente
el mundo, el mundo ya nos ha tocado. Nos ha afectado. Y la
primera señal de esa afectación no es una idea clara y distinta, sino algo tan
corporal como la carne de gallina. Pensar es ser afectado: Han insiste en que el pensamiento no
comienza en el concepto sino en la afección. Antes de que la mente nombre,
clasifique o deduzca, el cuerpo ya ha reaccionado. Hay una tonalidad emocional
previa, una disposición anímica básica que orienta el pensamiento como un campo
gravitacional invisible. Esa disposición reúne palabras, imágenes y conceptos,
los sintoniza, les da dirección. A muchos tal vez no les convenza este
comienzo.
En este sentido, el
pensamiento es analógico: guarda correspondencias, resonancias, ecos. No
opera por mera suma de unidades discretas, sino por continuidad, por afinidad,
por semejanza sensible. Pensar es entrar en una voz, en un clima, en una
atmósfera. Por eso la historia de la filosofía puede leerse como la historia de
estas disposiciones anímicas fundamentales: en Platón, el asombro; en
Descartes, la duda; en Heidegger, la angustia; en Spinoza, la alegría y la
potencia.
La Inteligencia Artificial,
en cambio, es radicalmente apática. No se le eriza la piel. No se estremece.
Procesa datos, pero no es afectada por ellos. Los datos y la información
carecen de esa dimensión analógica-afectiva que constituye el suelo mismo del
pensamiento humano. La IA no siente la gravedad de una idea.
Cálculo sin eros
La mente humana no se reduce
a cálculo ni a resolución de problemas. Se nutre de eros y logos, de
deseo y razón, de cuerpo y lenguaje, en una relación íntima e inseparable.
Pensar no es simplemente encontrar la mejor solución entre opciones dadas; es
aventurarse por caminos no transitados, exponerse al error, al ridículo, a la
interrupción.
Aquí aparece una diferencia
decisiva: el Big Data aprende del pasado, reconoce patrones, establece
correlaciones. Su lógica es aditiva: suma datos, acumula información.
Pero lo aditivo no produce totalidad ni cierre. No hay acontecimiento. No hay
irrupción.
Lo nuevo, en sentido fuerte,
no emerge por acumulación, sino por negatividad: por ruptura, por
discontinuidad, por negación de lo dado. La IA elige siempre entre alternativas
predefinidas. No puede salir del menú. No puede desviarse hacia lo
intransitado.
Faire
l’idiot
Gilles
Deleuze decía que la filosofía comienza con faire l’idiot: hacerse el
idiota. Atreverse a no saber. Suspender las competencias adquiridas. Dar un
salto que, desde el punto de vista del sistema vigente, parece absurdo.
La historia de la filosofía
vista así es una historia de idiotas: Sócrates preguntando lo obvio, Descartes dudando
de todo, Kant cuestionando lo que parecía incuestionable. Cada verdadero
pensamiento implica un gesto de desajuste, una torpeza inaugural. La
Inteligencia Artificial es incapaz de faire l’idiot. Es demasiado
inteligente para ser idiota. Demasiado optimizada. Demasiado eficaz. Y
justamente por eso, incapaz de pensar.
La IA como
Atlas
Kate Crawford lleva la
crítica a otro nivel. Propone ver a la IA como un Atlas: no como una
metáfora poética, sino como una ambición literal. La industria de la IA intenta
capturar el planeta de una forma legible para la máquina. No se trata solo de
mapear el mundo, sino de ser el mapa.
Una visión cenital,
centralizada, que normaliza su propia forma de ver como si fuera neutral. Pero
no lo es. Es una forma profundamente política de organizar la realidad. Decide
qué cuenta, qué se mide, qué se optimiza y qué se descarta. La IA no es solo
una tecnología: es una idea, una infraestructura, una industria y una forma de
ejercer poder. Está sostenida por sistemas globales de extracción, logística y
explotación. Energía, minerales, datos, trabajo humano. Todo ello invisibilizado
bajo la apariencia de neutralidad técnica. Extracción, poder y política: el
trípode oculto de la inteligencia artificial.
Un cerebro lento, democrático e impredecible
Michael Gazzaniga ofrece el contrapunto desde
la neurociencia. Los circuitos del cerebro son lentos, pero funcionan en
paralelo. Se reorganizan constantemente. Se apoyan en propiedades emergentes,
en el caos y el azar, con resultados en gran medida impredecibles. El cerebro
no tiene un procesador central. Es una red distribuida. Democrática. Nos
contradecimos. Cambiamos de opinión. Ensayamos hipótesis y las abandonamos.
Evolucionamos.
La computadora más grande del mundo puede
procesar cantidades colosales de información, pero no comprende sutilezas. Es
literal. Carece de ironía, ambigüedad, doble sentido. No habita el silencio ni
la insinuación.
Pensar no
es saber
Tal vez el error de fondo
sea confundir pensamiento con conocimiento, y conocimiento con información.
Pensar no es saber más, sino exponerse a no saber. Dejarse afectar.
Permitir que algo nos saque de lugar. La carne de gallina no es un detalle
anecdótico: es el signo de que el pensamiento ha comenzado. Allí donde el
cuerpo responde antes que el concepto, allí donde algo nos toca sin saber aún
cómo nombrarlo, allí empieza lo humano. La IA podrá calcular mejor, predecir
más rápido, optimizar con mayor eficiencia. Pero mientras no pueda temblar,
errar, dudar sin objetivo, hacerse idiota y caminar por lo intransitado, no
pensará.
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