sábado, diciembre 27, 2025

 

Por qué Fatone funcionaba (y por qué sigue funcionando)

Epistemología temprana: memoria de una formación y crítica de una omisión

 

 


 


En Fatone, epistemología y filosofía no se incluyen: se necesitan, la epistemología aclara; la filosofía impide que esa claridad se absolutice, separarlas es empobrecer el conocimiento; confundirlas, perder rigor.

Hay libros que se olvidan sin culpa y otros que permanecen como un GPS. De toda mi formación secundaria, Lógica y teoría del conocimiento de Vicente Fatone es el único libro que conservo. No por nostalgia, sino porque fue —y sigue siendo— útil. Esa permanencia no es un dato sentimental: es un indicador pedagógico. El  prólogo  del libro merece ser leído detenidamente, pero voy a citar solo el final que dice: He querido ser fiel al principio didáctico que  un maestro ejemplar de otra generación de argentinos  José Manuel Estrada enuncio con estas palabras : El profesor que consigue hacer pensar ,tiene el secreto de la enseñanza. 

Fatone tiene una historia personal digna de leerse, yo lo leí a Fatone en quinto año de la secundaria. No fue una lectura ornamental ni un apéndice cultural. Fue un punto de inflexión. Por primera vez, alguien nos hablaba con claridad de qué significa conocer, justificar, errar; de cómo distinguir una opinión de un saber. La lógica no aparecía solo  como un formalismo vacío ni la teoría del conocimiento como un lujo , sino como instrumentos para ordenar la experiencia intelectual. Fue una huella duradera , tanto que, en su momento, al parecerme importante y difícil de conseguir, lo hice reimprimir y lo regalé a quienes pensé que podría interesarles. No como reliquia, sino como herramienta.

Esta experiencia no ocurrió en el vacío. Quinto año fue el único que cursé en el Colegio General San Martín, y allí tuve un mentor que recuerdo llegar en bicicleta, pero fundamentalmente por su calidad como persona y destacado docente: el Profesor Iturriaga Gabancho. Fue él quien encendió el entusiasmo y volvió visible que esos problemas no eran abstractos ni lejanos, sino íntimos, cotidianos y decisivos. No fue solo “haber leído” a Fatone; fue haber sido acompañado a pensar dentro de mis posibilidades con Fatone.

Ese acompañamiento es, quizá, uno de los factores más subestimados cuando se discute la enseñanza de la epistemología. Pensar no se transmite solo por contenidos: se contagia por presencia, por necesidad intelectual y por respeto. Recuerdo, entre otros gestos formativos, una experiencia colectiva: una colecta para colocar una placa en homenaje a las cautivas, instalada en un acto sencillo y emotivo en la iglesia de La Merced, aún visible hoy en su atrio. Un compañero, Carlos Velozo, fue elegido por unanimidad para dar el discurso en representación del curso. Corría el año 1959. No es un dato anecdótico: habla de una formación que integraba pensamiento, historia, palabra pública y responsabilidad.

Fatone funcionaba —y sigue funcionando— porque unía lo que hoy suele presentarse fragmentado: filosofía- lógica-epistemología. Entendía, y enseñaba, que pensar  y saber qué significa saber son dos caras de la misma moneda. Introducía nociones de límite, falibilidad y criterio sin prometer métodos infalibles ni verdades absolutas.

Lejos de confundir a un adolescente, esa propuesta —al menos en mi experiencia— producía un intento serio de maduración cognitiva: permitía leer mejor, escribir con más cuidado, discutir con razones y tolerar el error como parte constitutiva del proceso. No recuerdo que nadie se sintiera abrumado; por el contrario, nos sentíamos tomados en serio. Y eso, pedagógicamente, es decisivo.

Con los años, y especialmente al transitar la universidad y luego la docencia universitaria, comprendí algo inquietante: aquello que había aprendido en la secundaria reaparecía más tarde como un presupuesto tácito. Aunque no siempre ,pero si se  exigía pensamiento crítico, rigor conceptual y capacidad de justificación sin que esas herramientas hubieran sido enseñadas explícitamente a la mayoría.

Aquí emerge el problema de fondo: no enseñar epistemología desde etapas tempranas y exigirla después constituye un quiebre de continuidad formativa. No se trata de una simple omisión; es una falla estructural. El sistema educativo evalúa competencias que no garantiza. No es exageración retórica: es precisión conceptual.

El acto de nombrar “filosofía” “epistemología” ¨lógica formal o informal¨ no es un capricho académico. Es un acto epistemológico en sí mismo. Implica reconocernos otorgar estatuto a la pregunta y habilitar la metacognición. Cuando ese nombramiento no ocurre, el saber sobre el saber queda relegado a lo que suele llamarse currículum oculto. Se espera que el aprendiz “sepa pensar”, pero sin ofrecerle los conceptos para comprender qué significa hacerlo.

Lo que en otra época pudo ser una carencia discutible, hoy se ha vuelto inadmisible. Vivimos en un entorno saturado de información, opiniones, algoritmos y sistemas de inteligencia artificial capaces de producir discursos verosímiles. Nunca fue tan necesario distinguir entre creer, saber, inferir, suponer, evidenciar…

En este contexto, no ofrecer esta base con formación explícita desde la escuela media —y aun antes— no es neutral. Produce indefensión cognitiva y amplía desigualdades: solo quienes acceden a estas herramientas en sus hogares o por encuentros fortuitos con personajes como Fatone e Iturriaga Gabancho logran incorporarlas.

Recuperar una tradición: Mi planteo no es revolucionario; es restaurativo.  Mi experiencia personal no es ejemplar ni pretende serlo, pero sí indicativa. No se trata de adelantar contenidos universitarios, sino de preparar el suelo cognitivo para que el aprendizaje posterior tenga raíces.

Conviene aclararlo con honestidad intelectual: aquella experiencia no me convirtió en epistemólogo ni en filósofo. No me otorgó credenciales académicas ni me inscribió en una escuela teórica. Me dejó algo distinto y más modesto, pero también más duradero: un disparador.

Desde entonces, la pregunta por cómo conocemos quedó instalada. No como especialización, sino como una presencia constante, como un acompañante silencioso. El hecho de conservar aquel libro durante toda la vida no es fetichismo: es señal de que me tocó una fibra estructural del pensamiento. Soy, en ese sentido, un intruso respetuoso. No hablo desde la autoridad disciplinar, sino desde una experiencia formativa concreta y desde la observación reiterada de un déficit que se reproduce.

El déficit hecho visible Mi amigo Nacho me lo dijo con crudeza: “Si preguntás hoy a colegas o amigos qué es la epistemología, tal vez dos o tres te podrán contestar , creo que exagera.” Yo hice la pregunta a universitarios de distintas disciplinas y no me sorprendí Esa constatación cotidiana confirma lo que la experiencia universitaria ya mostraba: la epistemología no forma parte del bagaje cultural básico, a pesar de ser luego exigida implícitamente. No es una falla individual. Es un déficit educativo estructural. Se espera capacidad de justificar, evaluar evidencias y distinguir opinión de conocimiento sin haber ofrecido de manera sistemática las herramientas conceptuales necesarias.

Lo que no se nombra no se planifica; lo que no se planifica no se garantiza. Por eso, no nombrar la filosofía o la epistemología como tales es parte del problema. No por amor a las etiquetas, sino porque lo que no se nombra no se convierte en objeto de cuidado institucional.

Una propuesta hecha con respeto Este señalamiento nace del respeto profundo por la tarea educativa y por la inteligencia de los estudiantes. Recuperar espacios explícitos de reflexión epistemológica —adaptados a cada nivel— no es imponer un academicismo precoz, sino ofrecer suelo fértil. La propuesta debe hacerse con el máximo respeto por los tiempos cognitivos, por los docentes y por los alumnos. Pero respeto no es silencio. Callar este déficit es perpetuarlo.

Cierre

Mi experiencia de 1959 muestra que dejó huella. El presente muestra que su ausencia tiene costos cognitivos y sociales. Entre ambos puntos se abre una responsabilidad. No enseñar epistemología desde etapas tempranas no crea ignorancia, pero sí la cristaliza. Y en el contexto actual —marcado por la sobreinformación y la automatización del discurso— ese déficit ya no es aceptable.

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