Por qué Fatone funcionaba (y por
qué sigue funcionando)
Epistemología temprana: memoria de una
formación y crítica de una omisión
En Fatone, epistemología y filosofía no se incluyen: se necesitan,
la epistemología aclara; la filosofía impide que esa claridad se absolutice, separarlas es empobrecer el
conocimiento; confundirlas, perder rigor.
Hay libros
que se olvidan sin culpa y otros que permanecen como un GPS. De toda mi
formación secundaria, Lógica y teoría del conocimiento de Vicente Fatone
es el único libro que conservo. No por nostalgia, sino porque fue —y sigue
siendo— útil. Esa permanencia no es un dato sentimental: es un indicador
pedagógico. El prólogo del libro merece ser leído detenidamente,
pero voy a citar solo el final que dice: He querido ser fiel al principio
didáctico que un maestro ejemplar de
otra generación de argentinos José
Manuel Estrada enuncio con estas palabras : El profesor que consigue hacer
pensar ,tiene el secreto de la enseñanza.
Fatone
tiene una historia personal digna de leerse, yo lo leí a Fatone en quinto año
de la secundaria. No fue una lectura ornamental ni un apéndice cultural. Fue un
punto de inflexión. Por primera vez, alguien nos hablaba con claridad de qué
significa conocer, justificar, errar; de cómo distinguir una opinión de un
saber. La lógica no aparecía solo como
un formalismo vacío ni la teoría del conocimiento como un lujo , sino como
instrumentos para ordenar la experiencia intelectual. Fue una huella duradera ,
tanto que, en su momento, al parecerme importante y difícil de conseguir, lo
hice reimprimir y lo regalé a quienes pensé que podría interesarles. No como
reliquia, sino como herramienta.
Esta
experiencia no ocurrió en el vacío. Quinto año fue el único que cursé en el
Colegio General San Martín, y allí tuve un mentor que recuerdo llegar en
bicicleta, pero fundamentalmente por su calidad como persona y destacado docente:
el Profesor Iturriaga Gabancho. Fue él quien encendió el entusiasmo y volvió
visible que esos problemas no eran abstractos ni lejanos, sino íntimos,
cotidianos y decisivos. No fue solo “haber leído” a Fatone; fue haber sido acompañado
a pensar dentro de mis posibilidades con Fatone.
Ese
acompañamiento es, quizá, uno de los factores
más subestimados cuando se discute la enseñanza de la epistemología. Pensar no
se transmite solo por contenidos: se contagia por presencia, por necesidad
intelectual y por respeto. Recuerdo, entre otros gestos formativos, una
experiencia colectiva: una colecta para colocar una placa en homenaje a las
cautivas, instalada en un acto sencillo y emotivo en la iglesia de La Merced,
aún visible hoy en su atrio. Un compañero, Carlos Velozo, fue elegido por
unanimidad para dar el discurso en representación del curso. Corría el año
1959. No es un dato anecdótico: habla de una formación que integraba
pensamiento, historia, palabra pública y responsabilidad.
Fatone funcionaba —y sigue funcionando— porque unía lo que hoy suele
presentarse fragmentado: filosofía- lógica-epistemología. Entendía, y
enseñaba, que pensar y saber qué
significa saber son dos caras de la misma moneda. Introducía nociones de
límite, falibilidad y criterio sin prometer métodos infalibles ni verdades
absolutas.
Lejos de
confundir a un adolescente, esa propuesta —al menos en mi experiencia— producía
un intento serio de maduración cognitiva: permitía leer mejor, escribir con más
cuidado, discutir con razones y tolerar el error como parte constitutiva del
proceso. No recuerdo que nadie se sintiera abrumado; por el contrario, nos
sentíamos tomados en serio. Y eso, pedagógicamente, es decisivo.
Con los
años, y especialmente al transitar la universidad y luego la docencia
universitaria, comprendí algo inquietante: aquello que había aprendido en la
secundaria reaparecía más tarde como un presupuesto tácito. Aunque no siempre
,pero si se exigía pensamiento crítico,
rigor conceptual y capacidad de justificación sin que esas herramientas
hubieran sido enseñadas explícitamente a la mayoría.
Aquí emerge
el problema de fondo: no enseñar epistemología desde etapas tempranas y
exigirla después constituye un quiebre de continuidad formativa. No se
trata de una simple omisión; es una falla estructural. El sistema educativo
evalúa competencias que no garantiza. No es exageración retórica: es precisión
conceptual.
El acto de nombrar “filosofía” “epistemología” ¨lógica
formal o informal¨ no es un capricho académico. Es un acto epistemológico en sí
mismo. Implica reconocernos otorgar estatuto a la pregunta y habilitar la
metacognición. Cuando ese nombramiento no ocurre, el saber sobre el
saber queda relegado a lo que suele llamarse currículum oculto. Se
espera que el aprendiz “sepa pensar”, pero sin ofrecerle los conceptos para
comprender qué significa hacerlo.
Lo que en
otra época pudo ser una carencia discutible, hoy se ha vuelto inadmisible. Vivimos en un entorno saturado de información, opiniones, algoritmos y
sistemas de inteligencia artificial capaces de producir discursos verosímiles.
Nunca fue tan necesario distinguir entre creer, saber, inferir, suponer,
evidenciar…
En este
contexto, no ofrecer esta base con formación explícita desde la escuela media
—y aun antes— no es neutral. Produce indefensión cognitiva y amplía
desigualdades: solo quienes acceden a estas herramientas en sus hogares o por
encuentros fortuitos con personajes como Fatone e Iturriaga Gabancho logran
incorporarlas.
Recuperar una tradición: Mi planteo
no es revolucionario; es restaurativo.
Mi experiencia personal no es ejemplar ni pretende serlo, pero sí
indicativa. No se trata de adelantar contenidos universitarios, sino de preparar
el suelo cognitivo para que el aprendizaje posterior tenga raíces.
Conviene
aclararlo con honestidad intelectual: aquella experiencia no me convirtió en
epistemólogo ni en filósofo. No me otorgó credenciales académicas ni me
inscribió en una escuela teórica. Me dejó algo distinto y más modesto, pero
también más duradero: un disparador.
Desde
entonces, la pregunta por cómo conocemos quedó instalada. No como
especialización, sino como una presencia constante, como un acompañante
silencioso. El hecho de conservar aquel libro durante toda la vida no es
fetichismo: es señal de que me tocó una fibra estructural del pensamiento. Soy,
en ese sentido, un intruso respetuoso. No hablo desde la autoridad disciplinar,
sino desde una experiencia formativa concreta y desde la observación reiterada
de un déficit que se reproduce.
El déficit hecho visible Mi amigo
Nacho me lo dijo con crudeza: “Si preguntás hoy a colegas o amigos qué es la
epistemología, tal vez dos o tres te podrán contestar , creo que exagera.” Yo
hice la pregunta a universitarios de distintas disciplinas y no me sorprendí
Esa constatación cotidiana confirma lo que la experiencia universitaria ya
mostraba: la epistemología no forma parte del bagaje cultural básico, a pesar
de ser luego exigida implícitamente. No es una falla individual. Es un déficit
educativo estructural. Se espera capacidad de justificar, evaluar
evidencias y distinguir opinión de conocimiento sin haber ofrecido de manera
sistemática las herramientas conceptuales necesarias.
Lo que no
se nombra no se planifica; lo que no se planifica no se garantiza. Por eso, no
nombrar la filosofía o la epistemología como tales es parte del problema. No
por amor a las etiquetas, sino porque lo que no se nombra no se convierte en
objeto de cuidado institucional.
Una propuesta hecha con respeto Este
señalamiento nace del respeto profundo por la tarea educativa y por la
inteligencia de los estudiantes. Recuperar espacios explícitos de reflexión
epistemológica —adaptados a cada nivel— no es imponer un academicismo precoz,
sino ofrecer suelo fértil. La propuesta debe hacerse con el máximo respeto por
los tiempos cognitivos, por los docentes y por los alumnos. Pero respeto no es
silencio. Callar este déficit es perpetuarlo.
Cierre
Mi
experiencia de 1959 muestra que dejó huella. El presente muestra que su
ausencia tiene costos cognitivos y sociales. Entre ambos puntos se abre una
responsabilidad. No enseñar epistemología desde etapas tempranas no crea
ignorancia, pero sí la cristaliza. Y en el contexto actual —marcado por
la sobreinformación y la automatización del discurso— ese déficit ya no es
aceptable.
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