viernes, diciembre 19, 2025

 

Tipos de conocimiento: contra la visión única

Dios nos guarde de la visión única y del sueño de Newton”
                                                                              William Blake

Uno de los desafíos más ambiciosos que la ciencia se ha impuesto en las últimas décadas es la unificación de fuerzas y fenómenos que, en apariencia, poco tienen en común. Más allá de sus resultados técnicos, esa búsqueda encierra una lección epistemológica más profunda: la realidad no se deja capturar por una sola perspectiva. Tal vez por eso Blake advertía, ya a fines del siglo XVIII, contra el peligro de la visión única. No contra la ciencia, sino contra su absolutización.

En nuestras reuniones del laboratorio de café —donde conviven , médicos, abogados, ingenieros, docentes y algún Cacho inevitable— esta tensión aparece de forma recurrente. Los datos duros y los datos blandos no se excluyen: se solapan. El problema no es su coexistencia, sino la pretensión de que uno de ellos agote la comprensión del mundo.

 

Durante demasiado tiempo se levantaron fronteras rígidas entre ciencias duras y ciencias blandas, entre razón y experiencia, entre mito y conocimiento. Sin embargo, cuando observamos con atención cómo conocemos realmente, descubrimos que esas fronteras son porosas. No avanzamos por escalones, sino por capas superpuestas de sentido. Y ese solapamiento —lejos de ser una debilidad— es precisamente lo que nos permite orientarnos en un mundo incierto.

 

Texto, Escala de tiempo

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Hábitos, tradición y el cerebro que infiere

La forma más elemental de conocimiento se manifiesta en los hábitos. Son modos de acción que, por repetición, se vuelven automáticos. Nos permiten movernos por el mundo con economía cognitiva y nos ofrecen una sensación básica de estabilidad física y psicológica. Pero vistos desde una perspectiva cognitiva, los hábitos no son simples rutinas: son inferencias estabilizadas.

El cerebro aprende ajustando expectativas. Cada hábito es una hipótesis que funcionó lo suficiente como para dejar de ser cuestionada. En términos contemporáneos, el cerebro opera de manera profundamente bayesiana: actualiza creencias a partir de la experiencia, refuerza lo que reduce la sorpresa y debilita lo que la incrementa. Vivir es inferir bajo incertidumbre.

Cuando esos hábitos se socializan y adquieren fuerza normativa, se transforman en costumbres. Y cuando se estabilizan en el tiempo, transmitiéndose entre generaciones, devienen tradición. La tradición cumple una función decisiva: nos ahorra los comienzos. Como señalaba Richard Dawkins al hablar de los memes, la cultura también hereda. Pero esa herencia no es neutra: expresa aquello que una comunidad acepta como verdadero, útil o sensato.

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No es casual que la tradición se condense en refranes que parecen contradictorios:
“Al que madruga Dios lo ayuda”, pero también “No por mucho madrugar se amanece más temprano”.


Lejos de ser incoherencia, es sensibilidad al contexto. Cada refrán es una inferencia válida bajo ciertas condiciones. La tradición no busca universalidad; busca orientación práctica.

Sabiduría popular, intuición y abducción

Algo similar ocurre con la sabiduría popular. No es fácil definirla, pero todos la reconocemos cuando aparece. Integra valores, creencias, emociones, relatos y experiencias vividas. No depende del conocimiento formal ni de la erudición académica, y sin embargo suele acertar en lo esencial de la vida afectiva y social. Hay personas poco letradas que saben, con precisión quirúrgica, cuándo insistir y cuándo soltar, cuándo un rencor es justo y cuándo es inútil.

Desde una mirada epistemológica, esta sabiduría opera abductivamente. Charles Peirce llamó abducción al salto creativo que propone la mejor explicación posible a partir de indicios incompletos. Cuando alguien “intuye” que algo no va a salir bien, no está adivinando: está reconociendo patrones aprendidos que no puede —o no necesita— formalizar. La intuición no es irracional; es inferencia comprimida, corporal, emocionalmente guiada.

El mito como arquitectura del sentido

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El mito, lejos de ser una reliquia del pensamiento primitivo, ocupa un lugar estructural en esta arquitectura del conocimiento. Para Claude Lévi-Strauss, todo mito formula una pregunta sobre la existencia, enfrenta contrarios irreconciliables —vida y muerte, creación y destrucción— y los reconcilia simbólicamente. El mito no explica cómo funciona el mundo; explica cómo puede ser habitado sin desmoronarse por dentro.

En este sentido, el mito también infiere: no causas físicas, sino sentido existencial. Allí donde la ciencia busca regularidades, el mito reduce la angustia. Ambas funciones son distintas, pero no incompatibles.

Experiencia, experticia y sus límites

La experiencia, tan invocada como garantía de verdad, tiene un valor indiscutible pero limitado. Es siempre local, situada, dependiente de un marco referencial. Por eso resulta difícil generalizarla. Oscar Bonavena lo decía con ironía: la experiencia es un peine que te regalan cuando te quedas calvo.

Epistemológicamente, la experiencia es conocimiento a posteriori, directo y muchas veces sufrido. Solo cuando se articula con reflexión, curiosidad y contraste sistemático, puede transformarse en experticia. El experto no es quien vivió más, sino quien aprendió a inferir mejor a partir de lo vivido.

Lógica y mundo

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El razonamiento lógico introduce otro nivel: conceptos, definiciones, juicios e inferencias que se ocupan de la forma del pensamiento y no de su contenido. La lógica no nos dice qué pensar, sino si lo que pensamos es coherente. Spock, despojado de emociones e ideologías, encarnaba ese ideal lógico. Pero incluso la lógica más impecable necesita mundo para no convertirse en un ejercicio vacío.

 

Ciencia: inferencia explícita y controlada

El conocimiento científico emerge cuando la lógica, la experiencia y la imaginación se someten a reglas compartidas. Siguiendo a Jorge Wagensberg, la ciencia se define por su compromiso con la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica. Comprender es hallar “la mínima expresión de lo máximo compartido”: construir una máquina de preguntar y repreguntar.

La ciencia no inventa nuevas formas de inferencia; las hace explícitas. La hipótesis científica es una abducción formalizada; la inducción se vuelve estadística; la deducción, matemática. Donde la vida cotidiana infiere en silencio, la ciencia infiere en voz alta, bajo control público y con derecho al error.

Desde Popper aprendimos que ninguna teoría se verifica definitivamente: solo sobrevive mientras resiste la crítica. La incomodidad no es un defecto del método científico; es su precio ético.

Newton, Blake y el error de confundir eficacia con totalidad

 

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Resulta difícil fijar un momento preciso para el nacimiento de la ciencia. Desde Tales hasta Arquímedes, desde Hipócrates hasta Galileo, se fue gestando una forma de interrogar al mundo que alcanzó en Newton una potencia extraordinaria. El modelo mecanicista sigue siendo uno de los troncos más sólidos del conocimiento humano. Funciona admirablemente bien en el mundo cotidiano. El problema comienza cuando confundimos eficacia con totalidad.

La física contemporánea —con la cuántica, el vacío, la probabilidad y el observador— nos recordó que incluso la ciencia más exitosa necesita humildad ontológica.

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Epílogo: supervivencia cognitiva

La lección que atraviesa todas estas formas de conocimiento es clara: ninguna es autosuficiente. El riesgo no está en el mito, la tradición o la ciencia, sino en creer que una sola puede reemplazar a todas las demás.

 

Nuestra supervivencia cognitiva —individual y colectiva— depende de integrar hábitos, relatos, experiencia, intuición, lógica y ciencia en una arquitectura inferencial flexible. El cerebro humano, cotidiano o científico, no busca certezas absolutas: busca reducir la incertidumbre de manera provisoria.

Tal vez Blake y Newton no se contradicen. Tal vez nos recuerdan, desde distintos ángulos, que pensar es caminar entre certezas parciales, sabiendo que ningún mapa agota el territorio, pero que sin mapas caminaríamos a ciegas.

La Arquitectura del Conocimiento:

Las fronteras entre las ciencias duras y blandas, la razón y la experiencia, y el mito y el conocimiento son porosas y se solapan. La tesis central es que la supervivencia cognitiva, tanto individual como colectiva, no reside en la supremacía de un método (como el científico), sino en la capacidad de integrar una jerarquía superpuesta de saberes que incluye hábitos, tradición, sabiduría popular, mito, experiencia, lógica y ciencia. Cada una de estas formas cumple una función insustituible en la construcción del sentido y en la forma en que los seres humanos habitan el mundo. La conclusión reconcilia las perspectivas aparentemente opuestas de la ciencia y el humanismo, proponiendo que pensar es un ejercicio de humildad que navega entre certezas parciales. "Ningún mapa agota el territorio", es indispensable tener mapas para no "caminar a ciegas".

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