domingo, diciembre 21, 2025

 

¿Quién mueve los hilos de las casualidades al otro lado del escenario?

P. Kammerer – W. Pauli – C. G. Jung

“Toda coincidencia es una cita con el destino”
                                                                J. L. Borges

Interfaz de usuario gráfica, Aplicación

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Paul Kammerer, Wolfgang Pauli y Carl Gustav Jung dedicaron años al estudio de las coincidencias desde perspectivas muy distintas. Sin embargo, sus conclusiones —curiosamente— coinciden en señalar la existencia de una fuerza misteriosa, apenas comprensible, que parece operar en el universo, una fuerza que intenta imponer su propio orden.

Kammerer, muchas décadas después de su suicidio —provocado en gran medida por acusaciones de fraude científico—, fue parcialmente reivindicado. Una publicación del Journal of Experimental Zoology sostuvo que no solo no había manipulado sus experimentos, sino que fue uno de los primeros en demostrar que el ambiente puede imprimir cambios en los individuos que se transmiten de generación en generación. Lamarckiano para algunos, es considerado por otros un precursor —o incluso el padre— de la epigenética: una teoría denostada durante décadas, hoy aceptada, aunque con importantes modificaciones.

Pero Kammerer no se limitó a la biología. Dedicó también gran parte de su vida al estudio sistemático de las coincidencias. No estuvo solo en esa empresa: Wolfgang Pauli y Carl Gustav Jung también consagraron tiempo y reflexión a este enigma.

En nuestras conversaciones cotidianas, el tema reaparece. Cacho suele hablar de las coincidencias que le han ocurrido en distintos lugares del mundo. Blanca recuerda la sorprendente casualidad de haberse encontrado, en un viaje a Granada y Marruecos junto a Luchi, con nuestros consuegros y sus hijos. Las coincidencias no habitan solo los libros: se infiltran en la vida diaria, pidiendo ser contadas.

Entre los veinte y los cuarenta años, Kammerer reunió, además de sus trabajos sobre la herencia de los caracteres adquiridos, un vasto archivo de coincidencias. Fruto de ese esfuerzo fue su libro La ley de la serialidad, donde recopiló coincidencias individuales y colectivas, a las que consideró “manifestaciones de un principio universal de la naturaleza”, independiente de la causalidad.

La idea central de su obra es que, junto al principio de causalidad, existe también un principio no causal que opera en el universo y que tiende a la unidad, irrumpiendo ocasionalmente en el orden causal. Kammerer postulaba que cuando ocurre una coincidencia, suelen producirse muchas más: las coincidencias coinciden. Su “ley” describe una tendencia del universo hacia el orden, la armonía y la simetría, una fuerza de atracción semejante a la gravedad, pero que, en lugar de atraer masas, atrae hechos, objetos y formas semejantes.

La Ley de la Serialidad apunta así a un principio de orden en el macrocosmos, en aquello que es externo al mundo interno del ser humano. Las coincidencias serían, desde esta perspectiva, consecuencias de ese principio organizador.

Diagrama

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Carl Gustav Jung, en cambio, establece un vínculo explícito entre el mundo interno del individuo y el mundo externo que lo rodea. Se refiere a ciertos acontecimientos tan significativamente conectados que la explicación por azar resulta altamente improbable. A este fenómeno lo denominó principio de sincronicidad. Inspirado en el taoísmo, Jung definió la sincronicidad como “la concurrencia no causal de un suceso psíquico y otro físico”, una coincidencia cargada de sentido que desafía las leyes de la probabilidad.

En un hecho que viví, esta frontera se volvió borrosa de una manera que la lógica no alcanza a explicar. Siendo niño, soñé que pasaba un colectivo con un número determinado; en el sueño, yo le hacía la señal para que se detuviera, pero el chofer me ignoraba y seguía de largo. Días después, la escena ocurrió en la realidad con una precisión total, el lugar , el mismo número, mi mano alzada y el colectivo con el numero  perdiéndose a lo lejos sin parar. Fue un episodio puramente junguiano, una experiencia que, a pesar de los años, aún no tiene otra explicación clara que no sea esa "sincronicidad": el momento en que mi mundo interno de niño rozó un evento físico que aún no había sucedido.

Para Wolfgang Pauli, uno de los fundadores de la física cuántica y Premio Nobel de Física, las coincidencias son “las huellas visibles de principios desconocidos”. No las niega ni las explica: las toma como indicios de un orden aún no formulado.

Arthur Schopenhauer definió la coincidencia como “la aparición simultánea de acontecimientos causalmente desconectados”. Arthur Koestler, con ironía lúcida, las consideró “chistes del destino”.

Tal vez las coincidencias no sean pruebas de un plan oculto ni simples errores estadísticos. Quizás sean señales de los límites de nuestras explicaciones, recordatorios de que el universo —y nuestra relación con él— es más complejo que cualquier teoría cerrada.

La pregunta, entonces, permanece abierta:

                      ¿Quién mueve los hilos de las casualidades al otro lado del escenario?

 

Epílogo

Desde una mirada peirceana, las coincidencias no son conclusiones sino disparadores de abducción: hechos inesperados que rompen la continuidad de lo esperado y obligan a la mente a ensayar hipótesis provisorias. No confirman teorías; las ponen en movimiento. En ese sentido, su valor no reside en explicar el mundo, sino en reactivar el pensamiento.

El enfoque bayesiano introduce una cautela adicional. Toda coincidencia actualiza creencias previas, pero no las reemplaza automáticamente. La tentación de sobre interpretar —de asignarles un significado desmedido— es tan riesgosa como ignorarlas por completo. La coincidencia exige una actualización prudente: ajustar los priors sin convertir el asombro en certeza.

Taleb, por su parte, nos recuerda que el mundo está dominado por lo improbable y que la mente humana tiende a construir relatos retrospectivos para domesticar el azar. Muchas coincidencias adquieren sentido solo después de ocurridas. La narrativa aparece entonces como defensa, no como prueba.

En este cruce, las coincidencias dejan de ser mensajes cifrados o simples accidentes. Se vuelven pruebas de estrés para nuestras inferencias. Señalan el límite entre lo que podemos explicar y lo que debemos aprender a tolerar sin clausura prematura.

Quizás la enseñanza más fértil no sea descubrir quién mueve los hilos, sino aprender a no confundir patrón con destino, ni azar con insignificancia. En esa tensión —entre abducción, actualización y resistencia al relato— se juega una forma esencial de supervivencia cognitiva.

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