¿Quién mueve los hilos de
las casualidades al otro lado del escenario?
P. Kammerer – W. Pauli – C.
G. Jung
“Toda coincidencia es una
cita con el destino”
—
J. L. Borges
Paul Kammerer, Wolfgang Pauli y Carl Gustav
Jung dedicaron años al estudio de las coincidencias desde perspectivas muy
distintas. Sin embargo, sus conclusiones —curiosamente— coinciden en
señalar la existencia de una fuerza misteriosa, apenas comprensible, que parece
operar en el universo, una fuerza que intenta imponer su propio orden.
Kammerer, muchas décadas después de su
suicidio —provocado en gran medida por acusaciones de fraude científico—, fue
parcialmente reivindicado. Una publicación del Journal of Experimental
Zoology sostuvo que no solo no había manipulado sus experimentos, sino que
fue uno de los primeros en demostrar que el ambiente puede imprimir cambios en
los individuos que se transmiten de generación en generación. Lamarckiano para
algunos, es considerado por otros un precursor —o incluso el padre— de la
epigenética: una teoría denostada durante décadas, hoy aceptada, aunque con
importantes modificaciones.
Pero Kammerer no se limitó a la biología.
Dedicó también gran parte de su vida al estudio sistemático de las
coincidencias. No estuvo solo en esa empresa: Wolfgang Pauli y Carl Gustav Jung
también consagraron tiempo y reflexión a este enigma.
En nuestras conversaciones cotidianas, el
tema reaparece. Cacho suele hablar de las coincidencias que le han ocurrido en
distintos lugares del mundo. Blanca recuerda la sorprendente casualidad de
haberse encontrado, en un viaje a Granada y Marruecos junto a Luchi, con
nuestros consuegros y sus hijos. Las coincidencias no habitan solo los libros: se
infiltran en la vida diaria, pidiendo ser contadas.
Entre los veinte y los cuarenta años,
Kammerer reunió, además de sus trabajos sobre la herencia de los caracteres
adquiridos, un vasto archivo de coincidencias. Fruto de ese esfuerzo fue su
libro La ley de la serialidad, donde recopiló coincidencias individuales
y colectivas, a las que consideró “manifestaciones de un principio universal de
la naturaleza”, independiente de la causalidad.
La idea central de su obra es que, junto al
principio de causalidad, existe también un principio no causal que opera
en el universo y que tiende a la unidad, irrumpiendo ocasionalmente en el orden
causal. Kammerer postulaba que cuando ocurre una coincidencia, suelen
producirse muchas más: las coincidencias coinciden. Su “ley” describe
una tendencia del universo hacia el orden, la armonía y la simetría, una fuerza
de atracción semejante a la gravedad, pero que, en lugar de atraer masas, atrae
hechos, objetos y formas semejantes.
La Ley de la Serialidad apunta
así a un principio de orden en el macrocosmos, en aquello que es externo al
mundo interno del ser humano. Las coincidencias serían, desde esta perspectiva,
consecuencias de ese principio organizador.
Carl Gustav
Jung, en cambio, establece un vínculo explícito entre el mundo interno del
individuo y el mundo externo que lo rodea. Se refiere a ciertos acontecimientos
tan significativamente conectados que la explicación por azar resulta altamente
improbable. A este fenómeno lo denominó principio de sincronicidad.
Inspirado en el taoísmo, Jung definió la sincronicidad como “la concurrencia no
causal de un suceso psíquico y otro físico”, una coincidencia cargada de
sentido que desafía las leyes de la probabilidad.
En un hecho
que viví, esta frontera se volvió borrosa de una manera que la lógica no
alcanza a explicar. Siendo niño, soñé que pasaba un colectivo con un número
determinado; en el sueño, yo le hacía la señal para que se detuviera, pero el
chofer me ignoraba y seguía de largo. Días después, la escena ocurrió en la
realidad con una precisión total, el lugar , el mismo número, mi mano alzada y
el colectivo con el numero perdiéndose a
lo lejos sin parar. Fue un episodio puramente junguiano, una experiencia que, a
pesar de los años, aún no tiene otra explicación clara que no sea esa
"sincronicidad": el momento en que mi mundo interno de niño rozó un
evento físico que aún no había sucedido.
Para Wolfgang Pauli, uno de
los fundadores de la física cuántica y Premio Nobel de Física, las
coincidencias son “las huellas visibles de principios desconocidos”. No las
niega ni las explica: las toma como indicios de un orden aún no
formulado.
Arthur Schopenhauer definió
la coincidencia como “la aparición simultánea de acontecimientos causalmente
desconectados”. Arthur Koestler, con ironía lúcida, las consideró “chistes del
destino”.
Tal vez las coincidencias
no sean pruebas de un plan oculto ni simples errores estadísticos. Quizás sean
señales de los límites de nuestras explicaciones, recordatorios de que el
universo —y nuestra relación con él— es más complejo que cualquier teoría cerrada.
La pregunta, entonces, permanece abierta:
¿Quién mueve
los hilos de las casualidades al otro lado del escenario?
Epílogo
Desde una mirada peirceana, las coincidencias
no son conclusiones sino disparadores de abducción: hechos inesperados
que rompen la continuidad de lo esperado y obligan a la mente a ensayar
hipótesis provisorias. No confirman teorías; las ponen en movimiento. En ese
sentido, su valor no reside en explicar el mundo, sino en reactivar el
pensamiento.
El enfoque bayesiano introduce una cautela
adicional. Toda coincidencia actualiza creencias previas, pero no las reemplaza
automáticamente. La tentación de sobre interpretar —de asignarles un
significado desmedido— es tan riesgosa como ignorarlas por completo. La
coincidencia exige una actualización prudente: ajustar los priors sin convertir
el asombro en certeza.
Taleb, por su parte, nos recuerda que el
mundo está dominado por lo improbable y que la mente humana tiende a construir
relatos retrospectivos para domesticar el azar. Muchas coincidencias adquieren
sentido solo después de ocurridas. La narrativa aparece entonces como defensa,
no como prueba.
En este cruce, las coincidencias dejan de ser
mensajes cifrados o simples accidentes. Se vuelven pruebas de estrés para
nuestras inferencias. Señalan el límite entre lo que podemos explicar y lo
que debemos aprender a tolerar sin clausura prematura.
Quizás la enseñanza más fértil no sea
descubrir quién mueve los hilos, sino aprender a no confundir patrón con
destino, ni azar con insignificancia. En esa tensión —entre abducción,
actualización y resistencia al relato— se juega una forma esencial de
supervivencia cognitiva.
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