jueves, junio 12, 2025

Laben: memoria fermentada del microcosmos


 

Laben: memoria fermentada del microcosmos



En la cocina de la casa de mis abuelos Said y Susana, el laben era un ritual. No se lo nombraba con solemnidad, pero era parte de la vida: estaba allí, como el pan, como el mate. Mi madre lo comía solo o con casi cualquier comida. Era tan cotidiano como antiguo, tan humilde como ancestral. Más tarde supe que lo que para nosotros era simplemente laben —una palabra dicha con afecto, con hábito— tenía una historia que atravesaba culturas, desiertos, laboratorios de vanguardia hasta que llego con sus historia secreta a las góndolas de los supermercados.

El laben, o yogur, es mucho más que un alimento: es una cápsula viviente de tiempo, de saberes, de ciencia y de memoria. Según la tradición, su origen se remonta a los antiguos pueblos árabes que transportaban leche de cabra en sacos de cuero durante travesías por el desierto. La leche fermentaba naturalmente con el calor y el tiempo, y lo que resultaba era más que un accidente: era una simbiosis en acción.

En la época previa a su ingreso masivo al mercado, cuando aún se compartía entre familias, en pequeños frascos, como un secreto doméstico. Recuerdo que, en la Corrientes de mi infancia, las familias árabes se pasaban un poco de laben para continuar la cadena, como si se tratara de un fuego sagrado que no debía extinguirse.  Y mi abuela —a quien bien podría haberle sido concedido el Nobel— seguía preparándolo según la tradición familiar, una herencia que también abrazaron Blanca y Ángela, mi madre.

De la leche al microcosmos Durante siglos, nadie supo con certeza qué hacía fermentar la leche. No sabíamos que había bacterias, ni que esas bacterias eran aliadas. Fue recién con la invención del microscopio por Antonie van Leeuwenhoek en el siglo XVII —ese comerciante curioso que fabricaba sus propias lentes— que el mundo invisible se dejó entrever. El permitía su uso, pero sin tocarlo .en  una gota de leche fermentada, vio lo impensado: pequeños seres que se movían, a los que llamó “animálculos”. Vio además otros componentes de nuestra intimidad. Como muchas veces ocurre no fue valorizado.

Pero fue la puerta ,el primer vistazo al microcosmos que  abriría una puerta que cambiaría la historia de la biología y la medicina echando a los mismas ,causas inexistentes de enfermedades . Sin embargo, la comprensión del valor positivo de esas criaturas tardaría aún en consolidarse. Louis Pasteur, Élie Metchnikoff y Nicolai Gamaleya fueron parte de esa revolución. Metchnikoff, discípulo de Pasteur, fue quien —tras observar que ciertos pueblos longevos consumían yogur a diario— sugirió que las bacterias podían proteger la salud intestinal y prolongar la vida. La “bacteria amiga” entraba en escena.

Simbiosis, juego y evolución: Décadas más tarde, Lynn Margulis propuso algo aún más radical: nuestras células complejas no surgieron por azar, sino por simbiogénesis: la unión simbiótica de microorganismos. En su libro Microcosmos, junto a Dorion Sagan, describió cómo la vida misma es un producto de la cooperación microbiana. No somos sólo seres humanos: somos comunidades ambulantes de bacterias. Y eso no es debilidad, sino una forma profunda de inteligencia colectiva.

La cooperación no solo es biológica: es estructural. El biólogo Robert Wright, en Nadie pierde: la teoría y la lógica del destino humano, retoma la teoría de los juegos para pensar la evolución y la historia. La distinción entre juegos de suma cero (donde lo que uno gana, otro lo pierde) y juegos de suma no nula (donde todos pueden ganar o perder juntos) permite pensar nuestras interacciones —entre genes, grupos, naciones— como espacios de cooperación o trampa.

El laben, en este sentido, es también un juego de suma no nula: una comunidad bacteriana en equilibrio, que nos alimenta si la alimentamos. Y su historia, como la nuestra, es un largo proceso de conversión de conflictos en cooperación, de azar en sistema, de accidente en cultura.

Del gen al CRISPR: los ecos del microcosmos: Hoy, en los laboratorios, hemos comenzado a editar el código de la vida. La herramienta CRISPR —corte y pega genético de alta precisión— es un artefacto que copiamos directamente de las bacterias, quienes la desarrollaron en su lucha ancestral contra los virus. Francis Mojica, uno de sus descubridores, cuenta que al nombrarlo preguntó a su esposa qué opinaba de “CRISPR”, y ella le respondió: “Lindo nombre para un perro”.

Esa anécdota resume la paradoja de nuestra época: nombramos con ligereza lo que es profundo; domesticamos lo que fue batalla evolutiva. CRISPR, el laben, los microbios, teoría de los juegos todos nos recuerdan que no estamos por fuera de la naturaleza, sino hechos de ella. Que somos historia fermentada.

Epílogo: la memoria viva

El laben que mi madre comía en la cocina de mis abuelos no era solo alimento: era tradición, biología, vínculo. Era una cucharada del pasado que seguía viva en el presente. Como escribió Paul de Kruif en su libro ,Cazadores de microbios, hoy agotado,  los descubrimientos más poderosos empiezan muchas veces con un gesto simple: mirar una gota de leche con otros ojos.

Hoy, cuando CRISPR edita genes y las bacterias siguen luchando guerras invisibles, conviene recordar que gran parte de lo que somos nació en silencio, en lo invisible, en lo fermentado. Como el laben, somos una mezcla de memoria, simbiosis y evolución.

Tal vez sea creíble lo de L. Margulis: Somos seres bacterianos.


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