Laben: memoria fermentada del
microcosmos
El laben, o yogur, es
mucho más que un alimento: es una cápsula viviente de tiempo, de saberes, de
ciencia y de memoria. Según la tradición, su origen se remonta a los antiguos
pueblos árabes que transportaban leche de cabra en sacos de cuero durante
travesías por el desierto. La leche fermentaba naturalmente con el calor y el
tiempo, y lo que resultaba era más que un accidente: era una simbiosis en
acción.
En la época previa a su
ingreso masivo al mercado, cuando aún se compartía entre familias, en pequeños
frascos, como un secreto doméstico. Recuerdo que, en la Corrientes de mi
infancia, las familias árabes se pasaban un poco de laben para continuar
la cadena, como si se tratara de un fuego sagrado que no debía extinguirse. Y mi abuela —a quien bien podría haberle sido
concedido el Nobel— seguía preparándolo según la tradición familiar, una
herencia que también abrazaron Blanca y Ángela, mi madre.
De la leche al microcosmos Durante
siglos, nadie supo con certeza qué hacía fermentar la leche. No sabíamos que
había bacterias, ni que esas bacterias eran aliadas. Fue recién con la
invención del microscopio por Antonie van Leeuwenhoek en el siglo XVII —ese
comerciante curioso que fabricaba sus propias lentes— que el mundo invisible se
dejó entrever. El permitía su uso, pero sin tocarlo .en una gota de leche fermentada, vio lo
impensado: pequeños seres que se movían, a los que llamó “animálculos”. Vio además
otros componentes de nuestra intimidad. Como muchas veces ocurre no fue valorizado.
Pero fue la puerta ,el primer
vistazo al microcosmos que abriría una
puerta que cambiaría la historia de la biología y la medicina echando a los
mismas ,causas inexistentes de enfermedades . Sin embargo, la comprensión del
valor positivo de esas criaturas tardaría aún en consolidarse. Louis Pasteur,
Élie Metchnikoff y Nicolai Gamaleya fueron parte de esa revolución.
Metchnikoff, discípulo de Pasteur, fue quien —tras observar que ciertos pueblos
longevos consumían yogur a diario— sugirió que las bacterias podían proteger la
salud intestinal y prolongar la vida. La “bacteria amiga” entraba en escena.
Simbiosis, juego y evolución: Décadas más
tarde, Lynn Margulis propuso algo aún más radical: nuestras células complejas
no surgieron por azar, sino por simbiogénesis: la unión simbiótica de
microorganismos. En su libro Microcosmos, junto a Dorion Sagan,
describió cómo la vida misma es un producto de la cooperación microbiana. No
somos sólo seres humanos: somos comunidades ambulantes de bacterias. Y eso no
es debilidad, sino una forma profunda de inteligencia colectiva.
La cooperación no solo es
biológica: es estructural. El biólogo Robert Wright, en Nadie pierde: la
teoría y la lógica del destino humano, retoma la teoría de los juegos
para pensar la evolución y la historia. La distinción entre juegos de suma cero
(donde lo que uno gana, otro lo pierde) y juegos de suma no nula (donde todos
pueden ganar o perder juntos) permite pensar nuestras interacciones —entre
genes, grupos, naciones— como espacios de cooperación o trampa.
El laben, en este
sentido, es también un juego de suma no nula: una comunidad bacteriana en
equilibrio, que nos alimenta si la alimentamos. Y su historia, como la nuestra,
es un largo proceso de conversión de conflictos en cooperación, de azar en
sistema, de accidente en cultura.
Del gen al CRISPR: los ecos del microcosmos: Hoy, en los laboratorios, hemos comenzado a editar el código de la vida.
La herramienta CRISPR —corte y pega genético de alta precisión— es un artefacto
que copiamos directamente de las bacterias, quienes la desarrollaron en su
lucha ancestral contra los virus. Francis Mojica, uno de sus descubridores,
cuenta que al nombrarlo preguntó a su esposa qué opinaba de “CRISPR”, y ella le
respondió: “Lindo nombre para un perro”.
Esa anécdota resume la
paradoja de nuestra época: nombramos con ligereza lo que es profundo;
domesticamos lo que fue batalla evolutiva. CRISPR, el laben, los
microbios, teoría de los juegos todos nos recuerdan que no estamos por fuera de
la naturaleza, sino hechos de ella. Que somos historia fermentada.
Epílogo: la memoria viva
El laben que mi madre
comía en la cocina de mis abuelos no era solo alimento: era tradición,
biología, vínculo. Era una cucharada del pasado que seguía viva en el presente.
Como escribió Paul de Kruif en su libro ,Cazadores de microbios, hoy
agotado, los descubrimientos más
poderosos empiezan muchas veces con un gesto simple: mirar una gota de leche
con otros ojos.
Hoy, cuando CRISPR edita
genes y las bacterias siguen luchando guerras invisibles, conviene recordar que
gran parte de lo que somos nació en silencio, en lo invisible, en lo
fermentado. Como el laben, somos una mezcla de memoria, simbiosis y
evolución.
Tal vez sea
creíble lo de L. Margulis: Somos seres bacterianos.
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