¿SOPA O CREPES O SOPA DE CREPES? UNA METAFORA COMESTIBLE SOBRE EL ORIGEN
DE LA VIDA
La pregunta de si venimos de
una sopa o de crepes no es solo culinaria: es epistemológica. ¿La
vida emergió de un caos químico homogéneo o de una estructura organizada sobre
superficies? ¿El caldo primigenio o la placa caliente de la Tierra como matriz
de orden?
Si tuviera que responder
desde mi infancia, diría sopa sin dudarlo. En mi casa era el primer
plato de casi todos los días. En la primaria, como medio pupilo salesiano, más
que costumbre era obligación. Nada que ver con ciencia o bioquímica.
Simplemente, se tomaba sopa. Y punto. No creo que mi caso fuera excepcional en
la época pre-hamburguesa.
La primera vez que asocié
esa sopa infantil con el origen de la vida fue en quinto de secundaria. Allí,
nombres como Darwin, Watson y Crick comenzaron a darme un marco para esa
inquietud cósmica. El descubrimiento de la estructura del ADN representó una revolución:
los elementos expulsados por el Big Bang, combinándose hasta formar moléculas
autorreplicantes. Sin embargo, algunas teorías actuales apuntan a un origen
menos líquido y más estructurado: en lugar de sopa, crepes.
¿Por qué crepes? Porque en
una solución homogénea es muy difícil sintetizar polímeros largos como
proteínas o ácidos nucleicos. Las superficies sólidas, en cambio, permiten la
acumulación y organización de moléculas. Sobre minerales calientes, estos
compuestos se habrían dispuesto y enlazado, como ingredientes sobre una
plancha, formando crepes prebióticos antes que un caldo.
Científicos como John
Bernal o Cairns-Smith propusieron la hipótesis de la arcilla:
no solo como superficie catalítica, sino como posible portadora de una forma
primitiva de información. Las arcillas, formadas por redes cristalinas
defectuosas, pueden crecer, mutar y replicar sus imperfecciones estructurales.
En otras palabras, evolucionar.
La Tierra, entonces, sería
una gran maquinaria cristalizadora: sus minerales no solo son bellos y
simétricos, sino que, bajo ciertas condiciones de temperatura, presión y
tiempo, pueden organizarse en estructuras que recuerdan a las del ADN o las
proteínas. Este “crecimiento cristalino” sería un modelo de autoorganización
prebiótica.
Pero hay más. Otro enigma
crucial vinculado al origen de la vida es la quiralidad. Un objeto es
quiral cuando puede existir en dos versiones simétricas entre sí, como nuestras
manos. Las moléculas esenciales para la vida también son quirales: los aminoácidos
que forman nuestras proteínas giran hacia la izquierda (levógiros), mientras
que los azúcares del ADN y ARN giran hacia la derecha (dextrógiros). Un
desequilibrio misterioso que aún hoy no comprendemos del todo.
Este sesgo molecular es tan
decisivo que los astrobiólogos lo usan como criterio para buscar vida en otros
planetas: la detección de moléculas quirales sería una posible huella
biológica. Y no solo eso. La historia de la talidomida, que produjo
severas malformaciones en recién nacidos debido a una de sus formas quirales,
es un recordatorio trágico de que estas asimetrías invisibles tienen
consecuencias muy reales.
¿Podría haber vida en otro
planeta basada en aminoácidos “de derechas” y azúcares “de izquierdas”? En
principio, sí. Pero sería bioquímicamente incompatible con la nuestra. Como si
en otro rincón del universo cocinaran con el mismo recetario, pero con todos
los utensilios invertidos.
Epílogo: una receta imperfecta del cosmos
Al final, todas estas
hipótesis —la sopa, los crepes, los cristales, la arcilla, la quiralidad— son
intentos humanos por entender un origen que se resiste a una respuesta única.
Tal vez la vida no comenzó en un caldo homogéneo ni en una galleta
perfectamente cocida, sino en algún punto intermedio: una tortilla mal
doblada sobre una piedra caliente, una receta improvisada del cosmos.
Sin embargo, en nuestras
cocinas, la sopa ha resistido mejor el paso del tiempo. El crepe aparece con
menos frecuencia. Recuerdo con gravedad casi bíblica la orden: “¡Tomá la
sopa!”. Y nunca algo similar sobre un crepe.
Para muchos —y no me
excluyo— esa frase resuena como una metáfora ancestral del Big Bang en
versión comestible: una orden que nos recuerda que venimos del hambre, del
caos, de la transformación, y que la vida misma es una mezcla entre azar,
calor, y un poco de sazón.
Si el universo empezó con
hambre, que nunca nos falte una buena sopa, un crepe de ideas o una receta
epistemológica para pensar.
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