Nuestras
charlas de café escapan a todo esquema; lo cotidiano y lo
profundo se entrelazan sin aviso. Esta conversación del 6 de abril de 2024 es
un ejemplo más de eso: comenzó con una declaración casual sobre el destino y
terminó recorriendo a Borges, Hume, Pauli, Nabokov y la mecánica cuántica.
Lo que sigue es lo que
ocurre cuando nos reunimos en el "laboratorio" sin mapas, pero con
preguntas, que son el motor de nuestras búsquedas compartidas.
Cacho, con su mezcla
habitual de escepticismo y fe, dice ser determinista: cree en el destino, pero
también en las casualidades. Esta aparente contradicción nace de ciertos hechos
que le ocurrieron y que, según él, no pueden explicarse solo por azar. ¿Será
así?
Nos lleva a preguntar:
¿Son las casualidades solo producto del azar,
o hay tras ellas una ley aún desconocida?
Jorge Luis Borges decía que
toda coincidencia es una cita con el destino, y quizás esa frase —sin responder
del todo— le habría gustado a Cacho.
Paul Kammerer, Wolfgang
Pauli y Carl Gustav Jung se acercaron a esta cuestión desde disciplinas
diferentes —biología, física, psicología— y todos intuyeron algo más: la
existencia de una fuerza misteriosa, apenas comprensible, que intenta imponer
su propio orden en medio del caos del mundo. Schopenhauer definía la casualidad
como la aparición simultánea de acontecimientos causalmente desconectados;
Arthur Koestler la llamaba “chistes del destino”, y Pauli —Premio Nobel de
Física— la veía como las huellas visibles de principios aún desconocidos.
Las casualidades, de algún
modo, entrelazan personas, acontecimientos, espacio y tiempo —pasado, presente
y futuro— de formas que parecen cruzar la frontera entre lo normal y lo
paranormal. Da para preguntar, aunque sea íntimamente: ¿Quién mueve los
hilos del otro lado del escenario?
Se propuso una distinción
que ayudó a ordenar un poco el panorama: el azar alude a la aleatoriedad
pura, mientras que la casualidad implica cierta conexión inesperada
entre hechos. En ese juego de ideas, el concepto de destino determinista
apareció —casi como una figura obligada.
La causalidad ha sido
eje de discusión desde Aristóteles, con sus famosas cuatro causas: la formal y
la material —intrínsecas, propias del ser— y la eficiente y la final
—extrínsecas, que explican su devenir.
Recordé a Hume y su crítica,
aún tan actual. Para él, las impresiones provienen de los sentidos; las ideas
son solo imágenes atenuadas de esas impresiones. Veía una mesa, cerraba los
ojos y la seguía "viendo", pero con menos viveza.
Nada de ideas eternas
platónicas: solo memoria sensible. Entonces, si todo conocimiento de
hechos parte de impresiones, nos topamos con el problema de la causalidad. No
tenemos impresiones del futuro, solo del pasado. Observamos una sucesión
constante de eventos, pero no una conexión necesaria entre causa y efecto. Así,
para Hume, lo que llamamos “ley causal” no es más que una costumbre mental,
no una certeza.
A Kant, el escepticismo de Hume lo sacó de su “sueño dogmático” y lo
llevó a replantearse esa confianza en la razón pura:
¿Cómo es posible el conocimiento, si ni siquiera la causalidad se puede
justificar racionalmente?
Y luego, cuando la física cuántica introdujo la noción de azar y efectos
sin causa, la confusión se sumó como un invitado de honor. ¿Y si Hume, desde
su escepticismo, había vislumbrado algo profundo?
Y por suerte ocurrió algo
que suele pasar en nuestras charlas y que, lejos de ser una pérdida, es parte
esencial del movimiento del pensamiento: el tema se descontextualizó. Y
al hacerlo, se expandió. Miguel trajo a la mesa otra inquietud, que en
apariencia no tenía relación, pero que abrió una nueva dimensión:
¿Qué
relación hay entre la relatividad y la lectura?
Cada uno ofreció su mirada, pero fue inevitable citar a Vladimir
Nabokov, quien supo expresar con belleza el milagro de leer y escribir:
“Solo podríamos tener una idea de
aquello tan maravilloso que iniciaron los sumerios si un día nos despertáramos
y descubriéramos que somos incapaces de leer o escribir. Sería un regreso a un
mundo no tan lejano, anterior al milagro de las voces dibujadas y las palabras
silenciosas”.
Epílogo
Las casualidades, las lecturas, las palabras…
todo parece a veces unir hilos invisibles. Tal vez, como decía Koestler, sean chistes
del destino. O quizás, como sospechaba Pauli, señales de principios que aún
no comprendemos. Lo cierto es que, en estas conversaciones, donde lo
incierto se vuelve terreno fértil, uno no encuentra respuestas definitivas,
pero sí la certeza de que pensar juntos —aun sin mapa— es un acto importante.
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