miércoles, septiembre 24, 2025

Instinto, inteligencia e intuición: un diálogo con Bergson y la mente contemporánea

 

 

Instinto, inteligencia e intuición:

              un diálogo con Bergson y la mente contemporánea

Por un comentario de Carlos  acerca del instinto en esa tarde de ¨laboratorio¨ en el café de Marta, recordé que hace tiempo había leído a Henri Bergson, quien, en La evolución creadora, nos recuerda que la vida no es un mecanismo cerrado, sino un esfuerzo constante: un organismo que arranca de la materia bruta aquello que necesita para persistir.

En ese movimiento, inteligencia e instinto aparecen como dos tendencias hermanas, distintas pero inseparables. Una no existe sin la otra, y, sin embargo, se oponen: allí donde el instinto es especialización, la inteligencia es apertura; donde uno se orienta a lo inmediato, la otra proyecta posibilidades. Solo se acompañan porque se complementan y solo se complementan porque son diferentes, lo instintivo que hay en el instinto es de sentido opuesto a lo que de inteligente hay en la inteligencia

Además, Bergson no define instinto e inteligencia como cosas ya hechas, sino como direcciones de la vida. Eso  hace que sean imposibles de encerrar en un concepto rígido. Pero sí señala algo revelador: toda inteligencia conserva huellas de instinto, y todo instinto está rodeado por un halo de inteligencia. Son opuestos que, al mismo tiempo, se implican.

Para él, el instinto es la prolongación del trabajo de la vida misma: un instrumento especializado que se repara solo, infinitamente complejo y, a la vez, simple en su funcionamiento. La inteligencia, en cambio, se define por fabricar objetos, utensilios… y utensilios para fabricar utensilios. Ahí está su potencia y también su riesgo: cada herramienta que inventamos abre una nueva necesidad, y ese ciclo no se cierra nunca. Tal vez, decía Bergson, deberíamos llamarnos menos homo sapiens y más homo faber. Hoy, podríamos incluso decir homo innovador: el ser que no deja de inventar, aunque eso lo vuelva siempre inacabado. Da para más.

En que creo todos podemos estar de acuerdo es que el corazón de la inteligencia, como postula Bergson, está en la inferencia: en esa capacidad de tomar lo aprendido del pasado y proyectarlo en lo nuevo. Algo que resuena con Charles Peirce y su idea de la abducción: el pensar como invención, como salto creativo, cómo hipótesis plausible. La inteligencia es abrir mundos posibles.

Ahora bien, en esta trama suele confundirse instinto con intuición. Bergson lo advierte: la intuición no es un resto del instinto, sino otra vía de conocimiento, más profunda, vinculada a lo vivo. La intuición es una especie de saber inmediato que nos acerca a la realidad en su movimiento, sin el filtro del análisis frío.

Daniel Kahneman retomó la palabra “intuición” y la ubicó dentro de lo que llamó Sistema 1: rápido, automático, emocional, basado en atajos mentales o heurísticas. Esa intuición cotidiana nos ayuda a decidir sin pensar demasiado, aunque puede engañarnos con sesgos. Solo se vuelve confiable en terrenos donde tenemos experiencia entrenada y retroalimentación constante. La intuición es indispensable: nos salva del exceso de cálculos, pero no podemos confiarnos ciegamente.

En griego, heurískein significa “hallar, descubrir”. De ahí viene el famoso ¡Eureka! de Arquímedes. Y en cierto modo, esa es la condición humana: descubrimos para sobrevivir, no para alcanzar la perfección.

Bergson, Simon, Kahneman: tres épocas, tres lenguajes, un mismo horizonte. Todos, a su manera, nos dicen que la mente humana no busca la exactitud matemática, sino la suficiencia adaptativa. Vivir es usar atajos, confiar en intuiciones, inventar soluciones. Y, sobre todo, aprender de los errores.

En la danza entre instinto, intuición e inteligencia, no hay cierre definitivo. Solo un movimiento que nos permite avanzar ,fabricar, equivocarnos, corregir, volver a intentar. Tal vez ahí radique lo más humano: en no detenernos nunca, en seguir buscando —una y otra vez— nuestro propio Eureka.

Epílogo

Al final, entre Bergson, Simon y Kahneman se dibuja una verdad sencilla: los  seres humanos somos criaturas de atajos, de inferencias rápidas, de intuiciones que a veces nos guían y a veces engañan. Nuestra inteligencia apunta con suficiente aproximación hacia un objetivo que no siempre esta fijo. No hay que elegir entre instinto, intuición o inteligencia, la sabiduría implica cuándo dejarse guiar por la chispa inmediata, cuándo confiar en la experiencia sedimentada y cuándo detenerse a pensar despacio. Nuestra mente es un laboratorio en perpetuo desorden, nuestra mayor fuerza no esté en la exactitud, sino en la capacidad de seguir adelante aun cuando erramos. El error nos disciplina, la intuición nos abre caminos, la inteligencia nos da la paciencia para recomenzar. En esa danza irregular, en esa lógica incompleta, está lo que nos permite no solo sobrevivir, sino también crear.

 

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