LA GRAN MESA
La
tarea que le tocó desarrollar a Newton fue tan decisiva que, para comprenderla,
basta recordar la metáfora de la ciencia antes de su participación: como una
gran orquesta cuyos músicos ensayaban cada uno por su lado, imbuidos en sus
partituras, ejecutando sus instrumentos con virtuosismo. En determinado
momento, aparece un director y, con un gesto, trata de finalizar el ensayo
desordenado: a partir de entonces, la orquesta se encamina a tocar en concierto
y armonía. La ciencia, hasta entonces dispersa, comienza su función coherente.
Eso de comprender se refiere a la tarea ,su teoría requiere más que recordar.
Newton
no solo se dedicó a tareas propias de un intelecto superior, sino que también
se ocupó de asuntos cotidianos. Entre 1684 y principios de 1687 escribió su
obra maestra, probablemente la más influyente de la ciencia moderna: Los Principia
Mathematica.
Su sistema del mundo afirma que toda partícula del universo atrae a toda otra
con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e
inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre sus centros: la gravedad, ¨fuerza invisible pero
omnipresente¨ que organiza desde la caída de una manzana hasta el movimiento de
los planetas. La propuesta de Einstein del tiempo-espacio curvo no invalida su
vision
Su
concepto de “acción a distancia” cercano al ocultismo no le cerraba, pero lo
acepto por su eficacia práctica, aunque sin que comprendiera del todo cómo
operaba. Para Aristóteles, el movimiento sin causa era impensable; para Newton,
en cambio, era una condición axiomática dentro de su teoría, cuya mecánica
gobernó y sigue gobernando nuestro universo cercano. La célebre anécdota de la manzana
mezcla de veracidad y fantasía, refleja tanto su interés por lo cotidiano como
su capacidad de abstraer leyes universales.
Además
de sus contribuciones científicas, Newton ocupó cargos públicos de gran
responsabilidad: director y luego presidente de la Casa de la Moneda, donde
lideró campañas contra falsificadores y, en algunos casos, ordenó la horca para
los infractores. Fue nombrado presidente vitalicio de la Royal Society y
Caballero de la Reina, un reconocimiento sin precedentes que evidenciaba el
ascenso de los científicos a posiciones de influencia social.
La
historiografía suele mistificar a los grandes personajes. En el caso de Newton,
la multiplicidad de relatos sobre su personalidad ha inspirado a psicólogos y
biógrafos por igual. Entre las anécdotas más llamativas, se cuenta que resolvió
problemas planteados por los Bernoulli en un plazo de horas o incluso minutos,
demostrando un talento excepcional en el ámbito matemático, al nivel de
familias de genios y colegas como Leibniz. Sin embargo, desarrollar una
actividad científica no inmuniza frente a las debilidades humanas: la rivalidad
y los celos, como los que Leibniz profesaba hacia Newton, muestran que la
genialidad y la condición humana van de la mano.
Newton también estableció las tres leyes
fundamentales del movimiento, que constituyen la base de la mecánica
clásica y sintetizan su papel como director de orquesta del universo:
1.
Primera ley o ley de la inercia: un cuerpo permanece en
reposo o en movimiento rectilíneo uniforme mientras no actúe sobre él una
fuerza externa.
2.
Segunda ley o ley de la fuerza: la aceleración de un
objeto es proporcional a la fuerza neta que actúa sobre él e inversamente
proporcional a su masa (F = m·a).
3.
Tercera ley o ley de acción y reacción: a toda acción
corresponde una reacción igual y opuesta.
Unifico
fenómenos dispersos, otorgando coherencia y previsibilidad a un universo que
antes parecía caótico. De esta manera, Newton no solo describió el mundo; lo
armonizó, cumpliendo así el papel de director de orquesta permitiendo que cada
parte toque su nota en sincronía con las demás.
En paralelo, Leibniz
desplegaba su genio matemático y filosófico. Creador del cálculo —junto a
Newton, aunque rivales acérrimos—, defendió una visión del universo basada en
principios lógicos:
1.
Identidad .
2.
Principio de no contradicción.
3.
Tercero excluido.
4.
Razón suficiente.
Para Leibniz, nada ocurre
sin motivo. Su célebre afirmación de que vivimos en “el mejor de los mundos
posibles” no es ingenuidad, sino confianza en que todo fenómeno posee
explicación, aunque a veces nos sea inaccesible. Esta confianza racional lo
distancia radicalmente de lo que vendría después. Si Newton había ordenado la
orquesta, Leibniz insistía en que cada nota debía tener un porqué.
Aquí conviene aclarar un matiz sutil pero crucial: afirmar
que “4 es idéntico a 4” expresa una identidad absoluta; en cambio, decir que
“2+2=4” indica igualdad numérica, pero no identidad en sentido estricto: son
dos expresiones diferentes que conducen al mismo resultado. La primera es
tautológica, indivisible de sí misma; la segunda implica un proceso, un camino
de transformación que introduce diferencia, aunque el valor final coincida.
Esta distinción entre igualdad e identidad nos recuerda que ¨la forma en que
estructuramos y representamos el conocimiento importa tanto como el contenido
mismo¨.
El
entendimiento y la construcción del conocimiento mismo fueron objeto de estudio
desde siempre, Estos debates sobre conocimiento, causalidad y percepción
condujeron a reflexiones más profundas sobre determinismo y libre albedrío.
Laplace, con su demonio, planteó que, si conociéramos todas las posiciones y
velocidades de las partículas, podríamos predecir el futuro y reconstruir el
pasado, siempre que dispusiéramos de inteligencia suficiente. Esta tensión
entre previsibilidad y libertad, entre acción y conocimiento, sigue siendo
central en la ciencia y la filosofía.
Con Einstein, la armonía
newtoniana se transformó. El espacio y el tiempo dejaron de ser escenarios
rígidos para convertirse en tejido flexible. La gravedad ya no era una
fuerza misteriosa, sino la curvatura de ese tejido. Einstein no destruyó a
Newton: lo refinó. Sus ecuaciones se cumplen en el universo cotidiano, pero
fallan en escalas extremas, donde la relatividad muestra su poder.
Sin embargo, Einstein nunca
aceptó del todo la deriva probabilística de la física cuántica. Su célebre
frase —“Dios no juega a los dados”— refleja la tensión entre su fe en la
racionalidad y los hallazgos de sus contemporáneos. Bohr quien es Einstein para
decir como juega Dios y dados.
Con Planck, Bohr, Heisenberg
y Schrödinger, la orquesta cambió radicalmente. Ya no era posible hablar de
certezas absolutas: la materia se comportaba como onda y partícula, la
causalidad se debilitaba y el azar entraba en escena. El principio de
indeterminación rompió la continuidad del sueño leibniziano: no todo tenía
razón suficiente en el sentido clásico. En lugar de una partitura fija, la
cuántica proponía una improvisación controlada por probabilidades.
Mesa ampliada : Newton, Leibniz, Laplace,
Einstein y Bohr:
Newton: “He dado
al mundo las leyes que lo gobiernan. Todo cuerpo obedece a la gravedad y al
movimiento”.
Leibniz: “Leyes, sí… pero sin razón suficiente son meras fórmulas. El
universo exige explicación, no solo descripción”.
Laplace: “Caballeros, no olviden: con información total, nada queda al
azar. El futuro está escrito”.
Einstein: “Más bien, está curvado. El espacio-tiempo es la partitura, no
un telón de fondo. Pero coincido: la naturaleza no es un casino”.
Bohr: “Con todo
respeto, la naturaleza sí juega a los dados. No podemos conocer con precisión
absoluta posición y velocidad. El azar no es ignorancia: es principio”.
Epilogo lírico
De
Newton a la cuántica, la ciencia transitó de la armonía al contrapunto. Cada
pensador dejó su timbre: la gravedad invisible, la razón suficiente, el demonio
determinista, el espacio-tiempo curvo, la incertidumbre cuántica. No surgió un
concierto cerrado, sino una sinfonía abierta, en permanente ensayo. El universo
no es un mecanismo perfecto, sino una partitura viva donde orden y azar se
entrelazan. Quizá el verdadero director no sea Newton, Leibniz, Einstein o
Bohr, sino el misterio mismo, que nos obliga a seguir componiendo. Como en
Schubert, lo ¨inacabado¨ no es carencia: su Octava sinfonía ¨la inacabada¨ lo
que “falta” se convirtió en símbolo de misterio, como si lo inconcluso
potenciara lo que está dicho y nos recuerda que una obra puede alcanzar
grandeza justamente porque deja abierta la promesa de lo que no termina.
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