lunes, septiembre 08, 2025

Pase ingles en el juego, la moral y, la medicina

 

Pase ingles en el juego, la moral y, la medicina

 

♤ La estrategia exitosa para ganar en el Pase Inglés ♧

 

 

El azar tiene sus rituales. En el casino, el llamado pase inglés con dados es un juego en el que todos miran: los dados ruedan a la vista de los jugadores, y la suerte queda sellada por la transparencia. Nadie puede “acomodar” el resultado sin ser descubierto. En apariencia, nada más lejano a la moral que este juego de azar.

Sin embargo, Dan Ariely, psicólogo y economista conductual, experimentando  con dados lo convirtió en una ventana hacia nuestra conciencia moral. Su famoso “test del cubilete” —por el que obtuvo gran notoriedad y luego un premio Ig Nobel— muestra cómo las personas, cuando creen estar a solas con el azar, ajustan los números a su favor… pero solo un poco.

El diseño es sencillo: a cada participante se le da un cubilete opaco con dos dados. Lanza en privado, declara la suma, y recibe dinero proporcional al número informado. Nadie puede verificar la tirada individual, pero sí se puede comparar la probabilidad  del conjunto de declaraciones con la distribución teórica de dos dados .

Los resultados son consistentes: casi nadie miente en grande, casi nadie dice siempre la verdad, y la mayoría infla un poquito. El 7, que debería ser la suma más frecuente, aparece menos de lo esperado; en cambio, los 9, 10 y 11 crecen artificialmente. También sube el 12, pero no tanto . La conclusión es clara: mentimos lo suficiente como para ganar un poco, pero no tanto como para dejar de vernos a nosotros mismos como “personas decentes”.

Ariely llama a esto la teoría del mantenimiento del autoconcepto. El engaño no se mide solo en dinero, sino en la negociación silenciosa con nuestra propia identidad:  Mentir demasiado rompería esa ficción de honestidad; no mentir nada dejaría dinero en la mesa. Por eso, la mayoría elige la cómoda “zona gris”.

La fuerza del experimento está en que revela lo invisible: no quién miente, sino cómo el grupo entero se aparta de la probabilidad natural. Y al hacerlo, nos obliga a mirar un espejo incómodo: la moral no es una frontera absoluta, sino un campo de pequeñas concesiones que administramos día a día.

Lo interesante es que Ariely recibió el Ig Nobel de Medicina por otro hallazgo que toca la misma línea: los placebos caros calman más el dolor que los baratos. Una píldora de apariencia lujosa alivia mejor que una sencilla, aun cuando ambas sean inertes. En ambos casos, juego o medicina, lo que opera no es la “verdad objetiva” de los dados o de la pastilla, sino la forma en que nuestra mente acomoda el relato para mantener una coherencia: en un caso, “soy honesto, aunque me sume un puntito extra”; en el otro, “me siento mejor porque recibí un tratamiento de valor”.

Como sabemos el pase inglés en el casino es transparente; el cubilete de Ariely es opaco. La medicina, a su vez, oscila entre ambas lógicas: necesitamos confiar en el remedio, aunque parte de su poder dependa de un efecto placebo. En todos los casos, lo que está en juego es menos el azar que la manera en que justificamos nuestra conducta y nuestras sensaciones.

Tal vez lo inquietante del test del cubilete no sea descubrir que la gente miente, sino que la medida de esa mentira está gobernada por la necesidad de preservar nuestra propia narrativa moral. Como si la verdadera apuesta no se jugara en la mesa, sino en el delicado equilibrio entre quiénes somos y quiénes decimos ser.

Adenda:  el Premio Ig Nobel se entrega cada año en la Universidad de Harvard, se otorga a investigadores, médicos, científicos, ingenieros, economistas, escritores o personas en general que hayan realizado estudios, experimentos o inventos inusuales, extravagantes o aparentemente absurdos. Primero hacen reír, y después hacen pensar.

Epílogo breve: Rubicón y azar

La vida es un cubilete opaco: tiramos dados que nadie ve, tomamos decisiones con información parcial y balanceamos deseos con conciencia. Cada elección —inflar un poco un número, confiar en un placebo— refleja cómo manejamos beneficio, moral y probabilidad. Pero llega un momento en que los cálculos ya no bastan: hay que cruzar el Rubicón. “Alea jacta est” —la suerte está echada—.

Cruzarlo no es abandonar la ética, sino asumirla con límites claros: pequeñas concesiones, controladas, conscientes. Es comprometerse, decidir y actuar sin traicionar el principio de integridad que nos define. Al final, todos debemos cruzar nuestro Rubicón, sabiendo que la verdadera incertidumbre no está afuera, sino en cómo elegimos jugar nuestra propia partida, con riesgo, responsabilidad y conciencia.

 

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