Pase ingles
en el juego, la moral y, la medicina
El azar
tiene sus rituales. En el casino, el llamado pase inglés con dados es un
juego en el que todos miran: los dados ruedan a la vista de los jugadores, y la
suerte queda sellada por la transparencia. Nadie puede “acomodar” el resultado
sin ser descubierto. En apariencia, nada más lejano a la moral que este
juego de azar.
Sin
embargo, Dan Ariely, psicólogo y economista conductual, experimentando con dados lo convirtió en una ventana hacia
nuestra conciencia moral. Su famoso “test del cubilete” —por el que obtuvo gran
notoriedad y luego un premio Ig Nobel— muestra cómo las personas, cuando creen
estar a solas con el azar, ajustan los números a su favor… pero solo un poco.
El diseño
es sencillo: a cada participante se le da un cubilete
opaco con dos dados. Lanza en privado, declara la suma, y recibe dinero
proporcional al número informado. Nadie puede verificar la tirada individual,
pero sí se puede comparar la probabilidad del conjunto de declaraciones con la
distribución teórica de dos dados .
Los
resultados son consistentes: casi nadie miente en grande, casi nadie dice siempre la verdad, y la
mayoría infla un poquito. El 7, que debería ser la suma más frecuente, aparece
menos de lo esperado; en cambio, los 9, 10 y 11 crecen artificialmente. También
sube el 12, pero no tanto . La conclusión es clara: mentimos lo suficiente como
para ganar un poco, pero no tanto como para dejar de vernos a nosotros mismos
como “personas decentes”.
Ariely
llama a esto la teoría del mantenimiento del autoconcepto. El engaño no
se mide solo en dinero, sino en la negociación silenciosa con nuestra propia
identidad: Mentir demasiado rompería esa
ficción de honestidad; no mentir nada dejaría dinero en la mesa. Por eso, la
mayoría elige la cómoda “zona gris”.
La fuerza
del experimento está en que revela lo invisible: no quién miente, sino cómo el
grupo entero se aparta de la probabilidad natural. Y al hacerlo, nos obliga a
mirar un espejo incómodo: la moral no es una frontera absoluta, sino un
campo de pequeñas concesiones que administramos día a día.
Lo interesante es que Ariely
recibió el Ig Nobel de Medicina por otro hallazgo que toca la misma línea:
los placebos caros calman más el dolor que los baratos. Una píldora de
apariencia lujosa alivia mejor que una sencilla, aun cuando ambas sean inertes.
En ambos casos, juego o medicina, lo que opera no es la “verdad objetiva” de
los dados o de la pastilla, sino la forma en que nuestra mente acomoda el
relato para mantener una coherencia: en un caso, “soy honesto, aunque me sume
un puntito extra”; en el otro, “me siento mejor porque recibí un tratamiento de
valor”.
Como sabemos el pase inglés
en el casino es transparente; el cubilete de Ariely es opaco. La medicina, a su
vez, oscila entre ambas lógicas: necesitamos confiar en el remedio, aunque
parte de su poder dependa de un efecto placebo. En todos los casos, lo que
está en juego es menos el azar que la manera en que justificamos nuestra
conducta y nuestras sensaciones.
Tal vez lo inquietante del
test del cubilete no sea descubrir que la gente miente, sino que la medida de
esa mentira está gobernada por la necesidad de preservar nuestra propia
narrativa moral. Como si la verdadera apuesta no se jugara en la mesa, sino
en el delicado equilibrio entre quiénes somos y quiénes decimos ser.
Adenda: el Premio
Ig Nobel se entrega cada año en la Universidad de Harvard, se otorga a investigadores, médicos, científicos, ingenieros,
economistas, escritores o personas en general que hayan
realizado estudios, experimentos o inventos inusuales,
extravagantes o aparentemente absurdos. Primero hacen reír, y
después hacen pensar.
Epílogo breve: Rubicón y azar
La vida es
un cubilete opaco: tiramos dados que nadie ve, tomamos
decisiones con información parcial y balanceamos deseos con conciencia. Cada
elección —inflar un poco un número, confiar en un placebo— refleja cómo
manejamos beneficio, moral y probabilidad. Pero llega un momento en que los
cálculos ya no bastan: hay que cruzar el Rubicón. “Alea jacta est” —la
suerte está echada—.
Cruzarlo no
es abandonar la ética, sino asumirla con límites claros: pequeñas concesiones,
controladas, conscientes. Es comprometerse, decidir y
actuar sin traicionar el principio de integridad que nos define. Al final,
todos debemos cruzar nuestro Rubicón, sabiendo que la verdadera incertidumbre
no está afuera, sino en cómo elegimos jugar nuestra propia partida, con riesgo,
responsabilidad y conciencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario