El espejo y el cuadro: de
Velázquez a los sufíes
La mirada que se mira
Las Meninas es, probablemente, el cuadro más lindo y también el más enigmático de
Diego Velázquez. Ninguna otra pintura ha sabido conjugar la realidad y su
reflejo, el poder y la ilusión, la presencia y la ausencia. Cuando uno tiene la
posibilidad de ver el cuadro no se da por enterado de que es mirado, Michel
Foucault lo analizó con maestría, describiendo ese juego de miradas cruzadas
donde el pintor, el rey, los personajes y el espectador  atrapados en una malla invisible. 
“...El pintor está ligeramente alejado del
cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último
toque, pero también puede ser que no haya dado aún la primera pincelada... para
el espectador que lo contempla ahora, está a la derecha de su cuadro, que a su
vez ocupa el extremo izquierdo... con respecto a este mismo espectador el
cuadro está vuelto de espaldas...” 
                     M-  Foucault.
El espejo del fondo refleja al rey Felipe IV y
a su esposa, quienes no están físicamente en la escena.
Desde esa distancia, somos nosotros los 
mirones quienes ocupamos su lugar. Así, el cuadro se transforma en una
trampa óptica y filosófica: ¿Somos testigos de una representación o parte de
ella? ¿Fue pintado para honrar al rey o para honrarnos a nosotros, los
infinitos espectadores que prolongamos su mirada?
La imagen que sale del cuadro: Francisco
de Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, le aconsejaba: “No te olvides: la
imagen debe salir del cuadro.” Esa frase, aparentemente técnica, encierra
un mandato espiritual: el arte debe trascender el marco que lo contiene.
Velázquez lo entendió en toda su profundidad. 
En Las Meninas, la pintura ya no está dentro del cuadro: sale  hacia afuera, hacia el espacio del espectador,
hacia nosotros hacia el propio acto de mirar. En ese sentido, Velázquez fue tan
místico como los pintores de las viejas parábolas orientales. Su arte no busca
representar cosas, sino reflejar la luz que las hace visibles. Y allí, la
pintura se convierte en espejo.
Un día cualquiera, el gran Mogol estuvo, deseoso de saber cuáles eran
los artistas más prestigiosos de su imperio. Ofreció para ello decorar los
muros de su palacio de la manera más hermosa; luego de varios días de alegría y
de decepción se encontraban sólo dos equipos aún en competencia; uno era
budista y el otro sufi. Ellos debían decorar los dos muros opuestos de la gran
galería. Los budistas trabajaban como una legión de ángeles, decorando
soberbiamente su pared; los sufis tras un velo, pulían la suya. Los días
pasaban y el fin del concurso se aproximaba, los budistas hacían maravilla tras
maravilla y los sufis no hacían otra cosa que pulir la superficie de la pared.
El día del veredicto, el mismo Gran Mogol descubrió las obras y se descubrió
que el reflejo de la de los budistas sobre la superficie pulida por los sufis,
era una delicia para el alma.”
Epílogo: 
El espejo de Las Meninas
no sólo devuelve una imagen: devuelve la conciencia de quien mira. El arte
—como la sabiduría sufí— no se logra acumulando formas, sino puliendo la
superficie interior hasta que pueda intentar reflejar la verdad. Así como el
espejo necesita vaciarse para reflejar, el pensamiento necesita silencio para
comprender. Quizás, siguiendo el consejo de Pacheco, toda imagen —y toda alma—
deba, al fin, salir del cuadro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario