Ensayos de café: El punto ciego del lenguaje y la
conciencia 
A muchos les gusta ,  Nacho no es
la excepción  creo como excusa comenzar las
conversaciones con una frase desconcertante. Aquella tarde, mientras revolvía
el café semi media lagrima Nacho, dijo con aire serio:
—Yo no quiero ser autorreferencial.
Lo miré y sonreí: Y  le dije demasiado
tarde, Nacho —le dije—. Ya lo fuiste al decirlo.
Él se río, tanto por entender la ¨trampa¨ como por disfrutar el
enredo. Y así empezó una charla que, como casi todas con él, terminó siendo una
meditación sobre el pensamiento mismo.
La trampa de la frase Decir “no
quiero ser autorreferencial” es como decir “no estoy hablando”
mientras se habla, o “no existen afirmaciones universales” mientras se
hace una afirmación universal. Lo que ocurre no es un simple error lógico, sino
una contradicción en acto: el contenido niega lo que el acto realiza.
El Estagirita lo habría
reconocido enseguida: viola el principio  según el cual una cosa no puede ser y no ser
al mismo tiempo y bajo el mismo respecto. La frase de Cacho, en su simplicidad,
hace justamente eso: es y no es autorreferencial a la vez.
El ojo que no puede verse Hay un
límite que atraviesa tanto la visión física como la conciencia: el punto
desde el cual miramos no puede verse directamente. El ojo ve todo menos a
sí mismo; solo puede observarse en un espejo, en una foto, o en la
representación que otros hacen de él.
De manera análoga, la conciencia puede observar pensamientos, emociones y
percepciones, pero nunca puede observarse totalmente a sí misma en el
acto de observar. Este es un ejemplo perfecto de autorreferencia
estructural: cuando el observador y lo observado coinciden, se genera un bucle
que limita la percepción directa. Intentar observarse totalmente
proyecta siempre una “sombra”: aquello que no puede ser captado desde dentro
del sistema que lo genera. Es aquí donde surge el punto ciego luminoso de la
conciencia: lo que no puede verse porque es lo que ve.
Gödel y la autorreferencia lógica
La analogía se vuelve aún
más profunda si la cruzamos con la lógica y la matemática.
Gödel mostró que cualquier sistema lo suficientemente poderoso no puede
contener todas sus propias verdades. Su proposición autorreferencial —“Esta
proposición no es demostrable”— es un espejo lógico: igual que el ojo que
intenta verse mirar, el sistema se dobla sobre sí mismo y descubre un límite
insalvable.
Así, el ojo que no puede
verse funciona como metáfora de la mente humana frente a la comprensión de
sí misma:
- Lo vemos todo menos a nosotros mismos.
 - Lo que no podemos ver es, precisamente,
     lo que nos permite ver.
 - La autorreferencia no es un fallo, sino
     la condición de la presencia consciente.
 
El punto ciego y la autorreferencia inconsciente Todo acto consciente parte de ese punto íntimo o ciego. Desde
allí emerge toda percepción, toda emoción, todo pensamiento. No lo vemos, pero
todo lo que vemos brota de él.
Por eso, toda forma de
conciencia es inevitablemente autorreferencial, aunque no lo sepamos.
Cada vez que decimos “yo pienso”, “yo veo”, “yo siento”, el “yo” ya está
implícito: está mirando, incluso cuando no se nombra. Incluso cuando
creemos estar volcados completamente hacia el mundo, hay una mínima curvatura
que nos devuelve a nosotros mismos. Ese centro invisible es la raíz de todo
sentido, y también de toda reflexión.
Podríamos pensar que esto nos condena al solipsismo, a no salir nunca de
nosotros mismos, pero es más profundo: ese centro invisible es lo que nos
permite empatizar, crear, entender.
Solo porque hay un “yo” mirando podemos imaginar que hay “otros” que también
miran. La autorreferencia no es encierro, sino la condición de toda
apertura.
El misterio del “yo” es el
mismo misterio que nos permite decir “tú”. Y, en ese reconocimiento silencioso,
se encuentra la huella de nuestra presencia: el límite que nos hace conscientes
de ser conscientes.
Epílogo: la
risa de Nacho
Nacho me escuchaba en
silencio, con esa mezcla de curiosidad y descreimiento que solo él maneja. Cuando
terminé, soltó una carcajada breve: Entonces, al final, ¿somos todos
autorreferenciales?
Sí —le respondí—.Hasta el
silencio lo es, porque también dice algo sobre lo que calla.
Nacho miró
por la ventana, pensativo.—Bueno —dijo al fin—. Si no se puede evitar, al menos
que sea con estilo. Y brindamos con el último sorbo de café por el misterioso
arte de decir sin poder salir de lo dicho, de ver sin poder verse, y de existir
siempre desde ese punto ciego que nos sostiene.
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