La mente no computable: Penrose y el misterio del
comprender
“Comprender no es calcular.”
— Roger Penrose
Hay pensadores que empujan los límites de la ciencia, y otros que los
disuelven con la sola pregunta. Roger Penrose pertenece a esta segunda especie.
Desde La nueva mente del emperador, su intento de unir la física, las
matemáticas y la psicología no es sólo una empresa interdisciplinaria, sino un
acto de insurrección intelectual: afirmar que la conciencia no puede
reducirse a ningún algoritmo, ni siquiera al más sofisticado de los que
construimos para imitarla.
Penrose sostiene que hay algo en el pensamiento humano —una chispa, un
salto, una intuición— que trasciende toda formalización computable. El
teorema de incompletitud de Gödel lo inspira: en todo sistema lógico existen
verdades que no pueden demostrarse dentro del propio sistema. La mente humana,
al percibir esas verdades, opera fuera del cálculo. No porque sea mágica, sino
porque encarna una forma de comprensión que la máquina sólo simula, pero nunca
alcanza.
Frente al optimismo mecanicista de Marvin Minsky o Edward Fredkin,
quienes imaginaban un futuro en que las máquinas serían tan inteligentes que
nos conservarían como mascotas, Penrose reacciona con lucidez: no todo lo
verdadero se deduce; algo se comprende. Y esa diferencia, aparentemente
sutil, separa la razón viva de la razón programada.
El cuerpo cuántico de la mente
Stuart Hameroff, anestesiólogo y cómplice teórico de Penrose, propuso
una localización posible para ese misterio: los microtúbulos neuronales.
Allí, en el corazón del citoesqueleto celular, ocurriría el encuentro entre el
mundo clásico y el mundo cuántico. Cada microtúbulo, compuesto por miles de
proteínas tubulinas, contendría —según Hameroff— una forma ordenada del
agua, capaz de mantener coherencia cuántica.
Ese sería el umbral donde la conciencia se hace materia y la materia se
vuelve mente: una danza de superposiciones que, al colapsar, daría lugar a una
experiencia subjetiva concreta, a un qualia, a una vivencia singular.
¿Demostrado? No. ¿Imposible? Tampoco. La propuesta Penrose–Hameroff no
pretende tener todas las pruebas, sino devolver la pregunta a la ciencia:
¿podemos seguir hablando de conciencia como si fuera sólo un epifenómeno del
cerebro clásico?
Chalmers y el dato duro de lo blando
David Chalmers llamó a esto “el problema difícil de la conciencia”:
cómo pasar de los datos objetivos —neuronas, sinapsis, impulsos eléctricos— a
los datos subjetivos —el dolor, el color rojo, el sabor del vino—. En palabras
suyas, la conciencia es un dato del universo, tan irreductible como el
espacio o el tiempo.
Penrose y Hameroff parecen coincidir: si la conciencia no puede derivarse de lo
físico conocido, tal vez sea una propiedad ontológica, una característica
fundamental del cosmos.
Ciencia en el borde
Lo más
interesante no es si los microtúbulos sostienen coherencia cuántica o si la
información de la conciencia persiste tras la muerte. Lo valioso es el gesto
epistemológico: se atreven a pensar el pensamiento desde el límite mismo de
la física. Se atreven a imaginar que el universo siente algo de sí
cuando nosotros sentimos.
El modelo
puede ser refutado, pero no ignorado. Porque invita a los físicos a mirar la
mente, y a los filósofos a mirar la materia. Es un llamado a desarmar la
frontera entre lo que comprendemos y lo que experimentamos.
La última frontera
En el
fondo, La nueva mente del emperador no es un libro sobre física, sino
sobre humildad. Nos recuerda que la inteligencia humana no se mide por la
capacidad de procesar información, sino por la profundidad con la que se
enfrenta a lo incomprensible.
Una máquina puede calcular todas las trayectorias posibles de una partícula;
sólo una mente puede asombrarse ante la existencia de la partícula
misma.
Penrose no busca un alma fuera del cuerpo, sino una mente que haga
justicia al misterio del ser consciente. Hameroff, más atrevido, imagina que al
morir la coherencia cuántica se disuelve en el universo, dejando una huella,
una forma de resonancia sutil. Llámese “proto-conciencia” o “alma cuántica”, lo
que persiste es la intuición de que pensar es una forma de participar en el
cosmos.
Epílogo
Quizás el verdadero sentido de esta teoría no sea resolver el misterio
de la conciencia, sino recordarnos que el misterio es constitutivo. La
ciencia necesita de esas hipótesis imposibles, como el navegante necesita del
horizonte que nunca alcanza. Penrose lo dijo sin decirlo: comprender es un acto
de libertad. Y tal vez ahí, en esa libertad irreductible, en ese punto donde lo
lógico y lo sensible se tocan sin fundirse, resida lo que llamamos mente.
“Los ordenadores no saben lo que hacen. Nosotros
tampoco siempre, pero a veces sí.” 
                                                                                                                     
John Searle
Vivimos
un momento histórico en el que las máquinas hablan, traducen, diagnostican,
crean imágenes y hasta escriben poesía. Lo que hace apenas unas décadas parecía
un sueño —o una amenaza— de ciencia ficción, hoy se segundos en un procesador. 
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