Cuidado con
lo que pensás...
te estás
tallando el cerebro
Del pensamiento a la biología, del viaje
interior a la epigenética: cuando una casa rodante nos recuerda que somos
escultores de nosotros mismos.
Meses atrás, en la
costanera, vi una casa rodante detenida. En su frente y fondo, como si llevara
su filosofía grabada en chapa, decía en letras grandes: “Dopamina Viajera”.
Pasé varias veces hasta que al fin di con el dueño. Me detuve, lo saludé y
comenzamos una charla muy interesante.
Es una de esas personas que
te miran a los ojos sin apuro, con una calma que no es pasividad, sino
presencia. Le pregunté el porqué del nombre. Se río y me dijo: “Soy
bioquímico”, y me contó que había sido amigo-discípulo de mi primo Oscar Cañete
—uno de nuestros “laboristas de café”, y para mí, como un hermano. “Esto es un
homenaje a él”, me dijo, “a los viajes, a las moléculas… y a las ideas que nos
quedaban dando vueltas en la cabeza”.
Me contó también que, ya jubilado, viajaba con
su casa rodante y que su presencia allí, en ese lugar frente al río, se debía a
que estaba haciendo un curso de buceo. No sólo buceaba en el agua, pensé,
también buceaba en la memoria.
Esa casa rodante no era sólo
un vehículo. Era una declaración de principios: la dopamina —ese
mensajero químico del deseo, la motivación y el placer— también viaja con uno. Como
los pensamientos. Como los recuerdos. Como los afectos. Y si viajan con
uno… también lo transforman.
Lo que
pensás te esculpe: de Cajal a Hebb
Me propuse entonces
aproximar el tema desde los pioneros. Uno de ellos fue Santiago Ramón y
Cajal, padre de la neurociencia moderna y premio Nobel, quien hace más de
un siglo profetizó:
“Todo ser
humano, si se lo propone, puede ser el escultor de su propio cerebro.”
Lo decía con conocimiento
científico. Lo que hoy llamamos neuroplasticidad —gracias a figuras como
Rita Levi-Montalcini, Nobel de Medicina en 1986 por descubrir el factor
de crecimiento neuronal (NGF)— ya era una intuición poderosa para Cajal en
1900. Las neuronas, las sinapsis, el sistema nervioso: son moldeables.
La
neurociencia actual lo confirma: pensar cambia la estructura del cerebro.
El investigador Álvaro Pascual-Leone, desde Harvard, demostró que
incluso imaginar una acción activa y fortalece las mismas regiones
cerebrales que realizarla físicamente. El pensamiento, aún sin acción visible,
deja huella.
¿Cómo deja huella? Porque cada vez que activamos un grupo de neuronas, si lo hacemos de
manera repetida, reforzamos ese camino. Es el principio propuesto por Donald
Hebb en 1949:“Neurons that fire together wire together.”(Las
neuronas que se activan juntas, se cablean juntas.) Esa repetición
configura lo que hoy se conoce como engrama, una especie de “cicatriz o
huella funcional” en el cerebro, una traza estable que codifica una
memoria, una emoción o un hábito mental.
Repetir pensamientos negativos o destructivos refuerza circuitos
difíciles de desactivar. Pero también podemos entrenar gratitud, atención o
compasión, generando rutas neuronales más saludables y estables. Pensar
es actuar sobre uno mismo.
El
pensamiento como acto biológico
Esto me hizo recordar un
pasaje Orwell de 1984. El protagonista, Winston Smith, escribe “abajo el Gran
Hermano” en su diario oculto. Inmediatamente se arrepiente. Pero se da cuenta
de algo tremendo: aunque no lo hubiera escrito, ya lo había pensado… y eso
bastaba. En esa distopía, pensar era un delito. Por suerte, en nuestra
realidad, pensar sigue siendo propiedad privada, pero con consecuencias
públicas: en el cuerpo, en los vínculos, en el cerebro.
El experto en identidad Andy Stalman
recomienda algo muy simple:
“Ocho
abrazos de seis segundos por día liberan oxitocina y fortalecen la confianza.”
Abrazar, tocar, mirar: no
son gestos vacíos. Son actos que cambian la química del cerebro y los
circuitos del vínculo. El cuerpo no es sólo un vehículo: es parte del
lenguaje emocional. La conexión sincera moldea pensamientos. Y como diría
Stalman: del like al love, de lo superficial a lo real.
Epigenética:
cuando el pensamiento se hereda
Si el pensamiento moldea el
cerebro, entonces no da lo mismo lo que pensamos, porque cada
pensamiento:
- Libera sustancias
- Refuerza circuitos
- Prepara respuestas emocionales
- Afecta el cuerpo
- Afecta los vínculos
- Afecta la percepción
- Deja engramas.
Y algunos de esos engramas pueden durar toda
la vida. Pensar es una forma de entrenar quién uno será mañana. Incluso más
allá de uno mismo.
Jean-Baptiste
Lamarck tenía parte de razón: lo adquirido también
puede heredarse, solo que el proceso es diferente. La epigenética,
estudia cómo el ambiente y la experiencia modulan la activación de genes sin
alterar el ADN, le da hoy una base científica a esa vieja intuición.
Lo que uno
vive, siente, piensa… también se escribe en el cuerpo. Y a veces, en la
descendencia.
Durante décadas se creyó que lo biológico era
destino. Hoy sabemos que el entorno, el afecto, el estrés o el pensamiento pueden
activar o silenciar genes, modificando qué partes del genoma se expresan.
La vieja oposición entre “innato” y “adquirido” se vuelve porosa. Lo adquirido puede
ser profundamente biológico.
Conclusión:
la dopamina también viaja con vos
Volviendo a aquella escena en la costanera,
esa casa rodante llamada “Dopamina Viajera” no era un simple nombre
curioso. Era un manifiesto sobre el modo en que la biología, la mente,
la memoria y el afecto viajan juntos, en los pensamientos, en los vínculos, en
cada elección mental que hacemos. Y al viajar, nos van esculpiendo por dentro.
Así que; si alguna vez ves pasar una casa rodante con un mensaje extraño en su
carrocería no la subestimes. Quizás te esté hablando. Y quizás también te
pregunte: ¿Con qué pensamientos estás viajando hoy? ¿Qué historias y emociones
estás dejando que te esculpan por dentro?
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