lunes, julio 07, 2025

Serendipias sociales Abejas, Hormigas, Plantas


 

Serendipias sociales Abejas, Hormigas, Plantas

Puente entre epigenética y organización social no humana

En nuestras andanzas infantiles, allá por las décadas del 40 y 50, uno de los pasatiempos más emocionantes era salir a buscar frutos silvestres: guabiyú, coquito de San Juan, ñangapirí, guapurú, ojos de gallo, tala, algarrobo... Pero había un desafío mayor, reservado para los más audaces: encontrar una colmena y apropiarnos de la miel. Teníamos una técnica infantil, rudimentaria y, por cierto, peligrosa. No sabíamos entonces que esos juegos, entre risas y picaduras, nos ponían en contacto con uno de los sistemas sociales más sofisticados de la naturaleza.

Mucho tiempo después supe cómo trabajan los apicultores de verdad. A partir de los años 60 y 70, la producción de miel comenzó a organizarse y profesionalizarse con mayor sistematicidad. Siempre me interesó la forma en que estos trabajadores se relacionan con sus colmenas: con atención, con paciencia, con sabiduría práctica nacida del contacto constante con la vida. Como si hubieran aprendido a leer un idioma sin alfabeto, hecho de zumbidos, aromas, y comportamientos colectivos.

Buscando en la historia de ese oficio tan antiguo como esencial, me reencontré con una idea que no deja nunca de asombrarme: que el conocimiento, que la ciencia misma, no siempre avanza en línea recta. Muchas veces lo hace por caminos serpenteantes, donde el azar, la sensibilidad y la curiosidad se entrelazan. Arquímedes lo sabía muy bien. Su famoso “¡Eureka!” no fue el resultado de una búsqueda metódica, sino el reconocimiento súbito del valor de un hallazgo inesperado. Lo mismo les ocurrió a los príncipes de Serendip, en aquella antigua leyenda oriental: no buscaban respuestas, pero supieron verlas cuando aparecieron. Esas son esencias puras de serendipia: descubrir lo valioso mientras uno busca otra cosa.

Creo que muchos apicultores merecen también ese título: descubridores por serendipia. Sin saberlo del todo, sin medir su profundidad, hallaron la punta de algo valioso mientras buscaban algo tan “simple” como producir más miel. Y en ese proceso, aportaron a desentrañar creo que seguramente sin saberlo ,uno de los misterios más importantes de la biología y de la herencia. Darwin y Lamarck agradecidos.

Desde tiempos remotos, los apicultores observaban un fenómeno curioso: si la reina moría o desaparecía, la colmena entera parecía entrar en crisis… pero también en acción. En pocas horas, las obreras modificaban algunas celdas comunes, las agrandaban hasta convertirlas en celdas reales, y comenzaban a alimentar ciertas larvas con: la jalea real. Días después, de esas larvas surgía una nueva reina. La jalea real tiene una composición compleja

Todas las larvas comparten el mismo ADN, pero lo que define su destino no es el código genético en sí, sino el entorno: en este caso, la alimentación. Las abejas reina se alimentan exclusivamente de jalea real durante toda su vida, lo cual activa genes relacionados con la fertilidad, la longevidad y el tamaño. Las obreras solo reciben esa sustancia los primeros tres días. Las nodrizas —las encargadas de producir y distribuir esa sustancia preciosa— son obreras jóvenes que generan la jalea real a través de glándulas especiales.

Las abejas, en este punto, nos enseñan algo formidable: frente a la ausencia de una reina, activan su sistema adaptativo colectivo. No hay una abeja jefa que dé órdenes. Lo que hay es un patrón emergente de comportamiento grupal: una inteligencia distribuida que reorganiza la colmena según la necesidad.

Los apicultores aprendieron a manipular este mecanismo natural para producir nuevas reinas o maximizar la producción de jalea. Introducen celdas artificiales, provocan orfandad planificada, mezclan abejas de distintas colmenas. Y así, manipulando una sustancia que las abejas no acumulan ni consumen en exceso, logran un producto de alto valor nutritivo y simbólico: la jalea real, muestra palmaria de epigenética en acción.

La palabra “epigenética” llegaría siglos después, con la ciencia molecular, pero la observación ya estaba allí. Lo que los apicultores veían era un fenómeno asombroso: la misma genética, diferentes destinos. Lo que marca la diferencia es el entorno que activa o silencia genes: alimentación, contacto, señales químicas. La ciencia moderna hablará de metilación del ADN y modificación de histonas, pero el descubrimiento fue, en su origen, una serendipia campesina.

Mi amigo Cacho, que siempre fue algo determinista, suele repetir que “uno es lo que los genes dicen que sea”. Yo le sugiero en broma que debería tomar jalea real. Porque el destino biológico no está escrito solo en los genes, sino también en el contexto. Lo aprendieron las abejas, y también lo estamos aprendiendo nosotros. En una época la comercialización de la jalea real tuvo mucho auge.

Los experimentos de Andrew Feinberg y Gro Amdam, junto a sus alumnos Brian Herb y Florian Wolfschoon, confirmaron lo que la colmena ya sabía. Comparando cerebros de nodrizas y abejas libadoras —las que salen en busca de alimento— encontraron diferencias en la metilación de más de 150 genes. Lo más impactante fue descubrir que estas transformaciones podían ser reversibles. Si se retiraban las nodrizas, muchas libadoras asumían su rol y viceversa. La metilación, es decir, pequeñas marcas químicas que activan o desactivan genes sin alterar la secuencia del ADN, permite reorganizar funciones y roles según la necesidad social. Inteligencia colectiva, sí, pero también plasticidad biológica.

Mi nieto Faustino desde pequeño tiene como hobby la mirmecología que es el estudio de las hormigas, que, con su mundo subterráneo y su orden riguroso, también aportan al asombro. Organizadas en castas —reinas, obreras estériles, y machos— regulan sus jerarquías mediante feromonas que actúan como mandos hormonales externos. No solo comunican presencia: inhiben el desarrollo de otras reinas. Son señales químicas que moldean la fisiología de toda la colonia. También en ellas, la epigenética es un sistema vivo de ajuste social. Faustino me conto de ¨la hormiga bala¨ nombre que se debe al dolor que produce y también de otras formas de hormigas y como las identifica.

Las plantas no se quedan atrás. La Mimosa púdica, por ejemplo, pliega sus hojas cuando la tocan. Pero lo más interesante no es la respuesta inmediata, sino que puede aprender a no reaccionar cuando la estimulación no implica peligro. Y recordar esa experiencia semanas después. Sin cerebro, sin sistema nervioso, pero con memoria. Memoria epigenética.

Hoy sabemos que existen tres grandes mecanismos que permiten este tipo de regulación epigenética:

1.      La metilación del ADN, que silencia genes al agregar pequeños grupos químicos.

2.      La modificación de histonas, que abre o cierra el acceso al ADN como si se tratara de un rollo de pergamino.

3.      Las señales químicas externas, como las feromonas, que reconfiguran los cuerpos y las tareas en organismos sociales.

Todo esto me lleva a pensar que nuestras ciencias más avanzadas, en muchos casos, no hacen otra cosa que redescubrir lo que la vida ya había resuelto. Y que algunas de las grandes preguntas sobre la herencia, la identidad y la adaptación ya estaban, en germen, en los ojos atentos de los campesinos, en la curiosidad de niños que buscaban colmenas entre los árboles, en la sabiduría humilde de quienes escuchan antes de hablar. Porque a veces, para entender cómo funciona la vida, basta con seguir el zumbido o mirar un hormiguero.

Adenda: Steven Johnson le dedico un libro muy interesante a Sistemas Emergentes ¨o que tienen en común hormigas ,neuronas ciudades y software¨ Creo modestamente que haberle agregado abejas y plantas, le  hubiera dado al libro un tono más ecológico, más biológico e integrado con la visión sistémica de la vida. Podría decirse que esa sería una versión ampliada o más “postdarwiniana” del concepto de emergencia. Quizá lo que hoy haríamos es sumar también…

Conclusión: La epigenética demuestra que "el destino biológico no está escrito solo en los genes, sino también en el contexto". Las observaciones de los apicultores, aunque realizadas sin el lenguaje de la ciencia molecular, fueron la base de lo que hoy entendemos como epigenética: un mecanismo fundamental que permite a los organismos adaptar su expresión genética a los cambios del entorno, resultando en una notable "inteligencia colectiva" y "plasticidad biológica" en sistemas sociales complejos. La historia de su descubrimiento es un testimonio del poder de la observación y la serendipia.

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