¿Estamos guiados por un destino escrito o somos autores de nuestras
decisiones?
—Yo soy determinista —dice Nacho,
mientras revuelve su café ¨casi media lágrima¨, como si no acabara de decidir como
lo quiere. Creo en el destino,
siempre creí. Lo que tiene que pasar, pasa. Mi café está escrito.
Para los antiguos, el
destino tenía nombre: Ananké, la necesidad. Y tenía hijas: las Moiras.
Cloto hilaba el nacimiento, Laquesis medía el hilo de cada vida, Átropos
—la más temida— lo cortaba sin aviso con unas tijeras de oro. Una vida como una
hebra ya trazada. Nacho sonríe cuando le recuerdo esto. Dice que le tranquiliza
pensar que todo tiene sentido, aunque no lo entendamos. Que incluso el
sufrimiento debe servir para algo. Que hay solo guiones que se cumplen.
Me pareció apropiado
recurrir a una idea del físico y pensador Jorge Wagensberg, quien
proponía que el debate entre destino y libertad no es solo filosófico, sino una
cuestión de cómo concebimos la estructura de la realidad.
Según Wagensberg existen tres clases de ¨Constitución¨
de la realidad:
1. Clase A: sin leyes. Puro azar. Es el caos total.
2. Clase B: realidad con leyes, pero con espacio para el
azar. Hay caminos, pero también bifurcaciones. Se puede elegir.
3. Clase C: todo está regido por leyes. No hay azar. La
solución es única. El futuro está escrito.
4. La desechó por allí nada vale, conjunto de objetos y procesos no reales.
Nacho —sin
saberlo— vive en la Clase C. Y no está solo. Einstein,
Spinoza, Dostoievski también hallaban consuelo en esa certeza absoluta. Pero
quien mejor representa esta visión es Pierre-Simon Laplace, el matemático del
siglo XIX que imaginó un universo totalmente determinista: si una inteligencia
—el famoso demonio de Laplace— conociera la posición y velocidad de
todas las partículas del universo en un momento dado, podría predecir el pasado
y el futuro con exactitud total. Sin lugar para el azar. Ni para la libertad.
Una realidad previsible, cerrada.
Pero hay una sombra en
la Clase C no hay culpa, ni mérito, ni ética. Tampoco hay elección.
¿Cómo se aprende, se cambia o se ama si todo está predeterminado? ¿Dónde queda
el arte, la política, la rebeldía?
Le digo a Nacho que lo
entiendo ( solo para conformarlo). Que hay algo seductor en pensar que todo
ocurre porque debe. Que hay una escritura profunda que ordena el caos. Pero
también le digo que, si seguimos esa lógica hasta el final, no podemos reprocharle
nada a nadie. Ni a un corrupto, ni a un asesino, ni a uno mismo.
—¿Y si el libre albedrío fuera solo una
ilusión? —pregunta Nacho.
—Tal vez lo sea —respondo—. Pero es una ilusión necesaria. Porque
es ahí donde decidimos ser buenos, o valientes, o… es ahí donde pensamos, donde
dudamos, donde construimos futuro.
La clase B
de la realidad : el territorio humano
Me quedo con la Clase B —mezcla de
ley y azar— es el territorio fértil. El más incómodo, sí, porque obliga
a elegir, pero también el más humano. En esa zona ambigua habita Darwin,
… una realidad con cierto derecho a la contingencia ,plagada de bifurcaciones
donde se puede y se debe elegir con restricciones y con cierta dosis de azar
que se entrelazan en la evolución. Allí está Borges, que imaginó
bifurcaciones infinitas en los senderos del tiempo. Y Boltzmann, que
comprendió que el desorden no es caos, sino posibilidad.
Las Moiras, sí, son imponentes. Pero prefiero
imaginar que —a veces— Cloto se distrae, Laquesis duda y Átropos…
se equivoca o se le perdió la tijera
Epílogo:
¿Qué dice la neurociencia?
En los años
80, el neurólogo Benjamín Libet sorprendió al mundo con un hallazgo
inquietante: cuando una persona decide mover un dedo, su cerebro muestra
actividad preparatoria (el llamado potencial de preparación) hasta
300 milisegundos antes de que esa persona sienta que ha tomado la
decisión.
En otras palabras: el
cerebro actúa antes que la conciencia. ¿Estamos, entonces, condenados a
obedecer impulsos neuronales disfrazados de voluntad? Muchos interpretaron
estos resultados como la confirmación de un determinismo laplaciano. Nuestro
cerebro como la versión interna del demonio de Laplace.
Pero Libet encontró algo más,
un momento entre la intención inconsciente y la acción final donde el sujeto
puede inhibir el movimiento. Una suerte de “veto” consciente. No
elegimos el impulso, pero quizá sí podemos decidir si seguirlo o no. Ese mínimo
gesto —el de frenar, negar, interrumpir— es lo más parecido que la
neurociencia nos ofrece al libre albedrío. No es libertad absoluta, pero
tampoco sumisión ciega. Es apenas una grieta donde cabe todo: el arte, la
culpa, el perdón, la elección.
Y cuando esa grieta muy
importante porque cuando se pierde se hace notar en trastornos como la esquizofrenia,
no se distingue entre pensamiento y acción, entre impulso y voluntad. Se pierde
el "veto", el límite entre uno
mismo y el mundo. Es una disolución de la agencia, del yo como autor.
Nacho para
tu tranquilidad , quizá nunca sepamos si somos libres o si
solo lo parecemos. Tal vez el punto no
sea resolverlo del todo, sino habitarlo, aceptar que, incluso si todo
estuviera escrito, hay momentos mínimos, fugaces en los que parece que
decidimos. Y que esa apariencia nos basta para vivir, para amar, para pedir
perdón… y para elegir qué hacer con nuestro dolor.
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